martes, 10 de diciembre de 2013

Farscape

La lanzadera va directa a una aventura
inesperada
A veces no me resultó sencillo ver esta serie, porque tuve que soportar un buen número de episodios pésimos. Todas las series los tienen, pero Farscape lleva sus malos guiones a una categoría desconocida para mí. ¿Humor pueril que homenajea a El coyote y el correcaminos? ¿Historias largas y soporíferas que, tras mostrar mil penalidades, no tienen relevancia alguna en la línea argumental? Ni Andrómeda supera eso.

La maldad de los cenobitas barkerianos..., ejem, de los guionistas no acaba ahí: disconformes con meter interminables horas de relleno sin gracia —el relleno puede entretener aun siendo relleno; éste no es el caso—, se dedican a torturar al espectador mediante personajes insufribles, estomagantes. Aunque no son muchos, caen tan mal que se hacen notar como si fuesen omnipresentes, y sus aspavientos estropean escenas que podrían haber sido mucho mejores.

Rigel XVI, ex dominante de su mundo, un
noble venido a menos. Éste aporta notables
diálogos y es simpático
Al principio, cuando nadie ha pensado aún en meter a los indeseables, todo parece ir viento en popa: la trama engancha y los protagonistas tienen carisma. Space opera con unos pocos ramalazos de comedia y el extraordinario arte de la Jim Henson Company. Luego, según van pasando las temporadas, aparecen los lastres ya mencionados; empero, la serie posee virtudes que logran salvarla de la quema. Y en los instantes donde esas virtudes se conjugan... se producen pequeñas joyas del género.

John Crichton, astronauta estadounidense, atraviesa un agujero de gusano que lo lleva a una galaxia muy, muy lejana; y allí pasa a formar parte de una abigarrada tripulación alienígena que viaja en una nave viva, Moya. Nuestro astronauta descubre que se halla entre fugitivos; si quiere regresar a la tierra, tendrá que cooperar, ya que escapan de los pacificadores, una organización castrense de gatillo fácil.

Stark, versión cutre del fantasma de la
ópera. No podéis imaginar cuántas veces
deseé que alguien le pegase un tiro
El argumento cumple, ofrece varias incógnitas que despiertan curiosidad. ¿Podrá regresar Crichton a la tierra? ¿Se llevará bien con sus nuevos socios?

¿Y el villano? Toda space opera que se precie necesita un antagonista épico que esté a la altura de los héroes. Star Wars tiene a Vader; Farscape, a... a... un tipo atezado que lleva coleta y perilla. No recuerdo el nombre. Es un pacificador —los pacificadores son casi idénticos a los humanos— que odia a Crichton porque cree, erróneamente, que mató a su hermano. Se trata, en resumen, de un enemigo flojo con trasfondo manido. El actor no lo hace mal, pero ese papel... Sospecho que los guionistas también se percataron de ello y tomaron la mejor decisión que podían tomar: villano nuevo. Y qué villano. Opino que es uno de los mejores personajes que han aparecido en este tipo de series. Menudo as se guardaban bajo la manga.

Crichton y Scorpius. Está claro quién
es el malo, ¿no?
Scorpius posee un trasfondo interesante que no contaré aquí para evitar spoilers; basta con decir que es más convincente que el de su pavisoso predecesor. Con su llegada empieza el verdadero Farscape, se perfila la antesala de lo que va a ser una gran línea argumental. Ahora tenemos un villano taimado, reflexivo, paciente; no subestima a sus contrincantes, no contempla una única vía de pensamiento. Su merecida reputación infunde deferencia y temor. A Crichton sólo le queda hacer lo posible para alejarse de él, porque un enfrentamiento directo sería demasiado duro. El aspecto siniestro de Scorpius, además, intimida: parece salido de una pesadilla, y la armadura no es un mero atuendo ornamental.

Afortunadamente, Crichton cuenta con el apoyo de la oficial Aeryn Sun, ex pacificadora. El resto de los fugitivos, aunque se mueven por sus propios intereses, también echan una mano.

Tampoco podía faltar alguien que
hiciese las veces de mago malvado.
Maldis es un vampiro brujo que se
alimenta de miedo
La tripulación original está compuesta por personajes que funcionan. Luego añadieron a Chiana, una jovencita alocada que anda siempre torcida, y pensé: «No es posible que metan a alguien que me caiga peor». Y llegó Stark, esa especie de Caronte neurótico: «¡Están todos muertos! ¡Todos muertos! Oye, tú, escucha: ¡están todos muertos!». Por supuesto, volví a pensar lo mismo después de conocerlo; mas, a pesar de lo que vino después, Stark ganó el premio: nadie me cayó peor que él, hasta consiguió que me reconciliase con Wesley Crusher, de Star Trek. Te queremos, Wesley.

Cualquiera que esté interesado en visionar Farscape, debe saber que, entre relleno y relleno, hay capítulos excelentes. Los dos en los que aparece Maldis, sin ir más lejos, merecen la pena. Es raro que no quisiesen sacarle un mayor partido al temible brujo, quizá sea porque hubo un percance que defraudó a los seguidores: acabada la cuarta temporada, una dolorosa y prematura cancelación puso el punto final a la serie.

La imagen ya venía así. Lo prometo
Lo gravoso del asunto es que Farscape terminaba con un «continuará». Todo se quedaba en suspenso. De nada sirvió que la quinta temporada ya estuviese sobre la mesa.

Como suele ocurrir en estos casos, el público reaccionó muy mal e hizo lo acostumbrado: presionar a la cadena para que las aventuras siguiesen. Estas acciones, en general, sirven para echar sal en la herida, ya que las cadenas no están por la labor de retractarse. ¿Qué pasó entonces? Lo que nadie esperaba: la Jim Henson Company produjo una miniserie que ató los cabos sueltos, Farscape: The Peacekeeper WarsEsa miniserie consta de dos episodios largos que le dan a Farscape un final digno; un poco apresurado, pero digno. Agradará a los que hayan seguido las correrías de Crichton desde el principio.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Viaje al fin de la noche

Esas tijeras dan una idea de lo
«agradable» que va a ser el texto
Bienvenidos al lado más oscuro de los hombres, arrancado y expuesto a la luz para que se vea con claridad. Viaje al fin de la noche enseña de cerca todo aquello que nos gusta mantener bien lejos, porque el miasma resulta insoportable.

Céline se limita a contarnos el fragmento de una vida; pero lo hace desde su óptica, su propia manera de entender la literatura. Y así le da un cariz especial a la novela. La balanza se inclina hacia el lado más negativo en cada instante: crueldad, muerte, desamor, enfermedad, escatología... Esos elementos son los que conforman el viaje. Si los quitásemos, la historia se echaría a perder. La podredumbre mantiene una simbiosis con una férrea filosofía que quema por su insolencia. El autor se atreve a remover cualquier herida que se le ponga enfrente, y provoca que sus letras no sean un plato de buen gusto; aun así... se devoran con fruición. Es difícil detenerse antes de llegar al fin de la noche.
Imagen, bien; colores, mal

La miseria de los personajes es reforzada mediante el escenario, que puede ser, según convenga, extremadamente doloroso, alegre o lleno de indiferencia; hay juegos de contrastes y acompañamientos afines. Enseñando, verbigracia, dos parejas taciturnas en medio de un alegre festejo, se construye un faro de aflicción. ¿Por qué los demás pueden divertirse? ¿Por qué es tan fácil para ellos? No recomendaría esta novela al que esté dentro de un episodio depresivo.

Ferdinand Bardamu, el protagonista, es un viajero desafortunado: la señora de las manos pálidas le espera allí donde va, está sonriéndole en cada esquina; aunque importa poco a quién se lleve, porque las ciudades macilentas seguirán escupiendo ganado que las haga funcionar; seguirán siendo un sempiterno Cronos que devora, devora, devora. Y crece, sobre todo crece.

Míralo, qué jocoso, filonazi pero
jocoso
Ha quedado claro, espero, el nihilismo recurrente que los lectores van a encontrarse dentro de Viaje al fin de la noche. En mi opinión, forma parte de su encanto, eleva a la obra. También es interesante el camino que escogió Céline para narrar, atestado de hipérbatos y redundancias premeditadas. Ese estilo incrementa el carácter cínico del protagonista, que, en el fondo, sólo busca sobrevivir; él no tiene la culpa de cómo está construido su entorno: es un humilde pasajero incapaz de arreglar lo que ya estaba destrozado antes de su llegada. Bastante tiene con huir de la muerte, su perseguidora incansable, e intentar aposentarse en algún sitio.

Es comprensible que muchos detesten a Céline por las ideas que tuvo, pero no permitas que sus errores hagan que tú cometas otro: no leerlo. 

Ánimo, Ferdinand —me repetía a mí mismo, para alentarme—, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!

jueves, 14 de noviembre de 2013

El espacio, la última frontera


Solamente pido una gran nave y encontrar una estrella por la que guiarla, poder sentir el viento a mis espaldas y el sonido del mar a mis pies. Y si desapareciera el viento y el agua, nada importaría, tendría mi nave, y unido a ella viajaría rumbo a las estrellas. 
James Tiberius Kirk citando a un poeta desconocido en El mejor ordenador.

Hubo un tiempo en el que los lugares remotos, inexplorados, llenaban nuestra imaginación de criaturas fabulosas. Aquellos animales mitológicos —Hume los llamaría conceptos compuestos— han sido sustituidos por especies alienígenas; es una manera de lidiar con lo desconocido, de darle un rostro a la niebla. Aún quedan muchas aventuras, pero estamos, desgraciadamente, en el entreacto. A los capitanes que antaño se guiaban por las estrellas, buscando nuevos horizontes, sólo les queda soñar. Unos se dedican a imprimir esos sueños en papel; otros, a dirigir su mirada, anhelantes, hacia el techo nocturno.

Sólo hay un humano que me da envidia, una profunda envidia: el que pueda, por fin, volver a guiarse por las estrellas, iluminar los misterios, entablar nuevas relaciones. Si una oportunidad así se me presentase, daría lo que fuese para no perderla. Y sé que no soy el único.

La ciencia ficción, ésa donde una «familia» viaja en su nave, es un paliativo que ayuda a los que sienten la necesidad de tener aventuras espaciales; aunque, paradójicamente, también alimenta un deseo irrealizable. Los guionistas suelen elaborar una amarga medicina que satisface sus fantasías frustradas. Nada que reprocharles... algunos novelistas hacen lo mismo, y a veces hasta logran un éxito desmedido con ese método, ¿eh, Meyer? Ahí está la realidad, de todas formas, esperando para golpearnos cuando esas historias efímeras se acaban.

¿Quieres ir a donde nadie ha llegado jamás? Lo siento, época equivocada. Por suerte, aún hay sagas que deben nacer, y en ellas habrá personajes que no pedirán nada a cambio de nuestra compañía; personajes como Spock, el entrañable alienígena de aspecto feérico, o Han Solo, ese astuto contrabandista. Llegará, gracias a la ciencia, un día en el que podremos hacer algo más que ir tras su sombra.  

Es muy grande, nuestra prisión. Al menos una de ellas. Toca soñar, capitán.

Hagamos un trato: cuando terminemos de construir nuestro castillo, y acabemos con todos los dragones, ¿por qué no ponemos rumbo a la más lejana estrella y vemos lo que hay allí? Tú y yo.
Dylan Hunt en Arenas planas y solitarias. 

lunes, 28 de octubre de 2013

Candyman, el dominio de la mente

Dirán que he derramado sangre inocente; ¿para qué es la sangre sino para derramarla?

El mito se hace real, tangible, y
necesita ser recordado para seguir vivo
Por algún motivo que desconozco, el nombre de Clive Barker siempre me hace imaginar un montón de cuchillas dando vueltas en medio de la oscuridad, movidas mediante una maquinaria infernal. No me preguntéis por qué. Quizá esa idea sea un vago resumen de su estilo, o la reminiscencia de una escena concreta. En Candyman, más que cuchillas afiladas —que las hay—, habrá garfios, porque el garfio es lo que caracteriza al villano de este filme. 

Candyman es una leyenda urbana, un ente que se manifiesta cuando alguien se atreve a pronunciar su nombre cinco veces. No desvelaré aquí la trágica historia de ese personaje, porque su revelación es un instante especial del filme; basta decir que está cargada de odio, crueldad y esperanzas frustradas. Sería emocionante presenciar un encuentro entre este tipo y Freddy Krueger, el asesino onírico.
No se puede huir de Candyman

La protagonista, Helen Lyle, se interesa por un asesinato que, según los «supersticiosos», ha sido perpetrado por Candyman. Más tarde comienza a investigar, a curiosear en un sórdido gueto negro donde aún se le tiene miedo al hombre del garfio. Qué interesante, esa urbe sombría cubierta de pintadas, qué melancólica. Helen se siente fascinada por ella, y se adentra en su interior para buscar datos sobre la leyenda, sacando fotos, yendo a lugares prohibidos. ¿Estás ahí, Candyman? ¿Existes de verdad?

Cuando Helen se percata de que ha ido demasiado lejos, es tarde: consigue atraer la atención de aquél al que buscaba con escepticismo. Toda su vida, su lucha, se vuelve evanescente; sólo queda resistir hasta el final.

Escena premonitoria: Helen devorada por
la leyenda que investiga
Los dos actores principales, Virginia Madsen y Tony Todd, hacen una interpretación fabulosa. De Tony he de decir que es uno de mis actores favoritos, aún recuerdo su papel en un episodio de Andrómeda; si la memoria no me engaña, era el capitán de una nave arcaica. De capitanes y sueños inalcanzables habrá una entrada en el futuro.

Se dice que esta película está sobrevalorada, pero no lo creo, porque nadie, que yo sepa, la pone al nivel de una obra maestra. Su calidad tiene altibajos, momentos sublimes y detestables. Hay que restarle importancia a las partes flojas para meterse más en la trama, solazarse con ella. Es, simplemente, un buen filme. Que guste más o menos, depende de cada uno. Y recordad: no digáis su nombre cinco veces, que nunca se sabe...


sábado, 19 de octubre de 2013

Aquí vive el horror

Esta cubierta es efectista, seria y
sencilla; por lo tanto, logra su
objetivo: llamar la atención
Novela funcional que recoge la historia de los Lutz, una familia auténtica que tuvo experiencias paranormales en su casa recién adquirida. En julio del setenta y nueve acudieron a Good Morning America y allí relataron lo sucedido.  

Estoy convencido de que Jay Anson, como buen escritor, añadió algunos ingredientes de su propia cosecha para incrementar la emoción; no obstante, afirmaron que se trataba de una historia verídica. Esa jugada les salió bien, porque la obra fue un éxito en ventas y, por si fuese poco, le gustó al público; es raro encontrar a alguien al que le haya aburrido. Más tarde se descubrió que todo había sido una falacia: ninguno de los nuevos propietarios de la vivienda sufrió ataques sobrenaturales. Como veis, no hizo falta recurrir a Tristanbraker ni nada parecido; aunque hubiese sido gracioso verlo combatir a las fuerzas demoníacas de Amityville.

Ese rabo... Con lo bien que íbamos...
Terminados los preámbulos, vayamos al grano: esta novela es mediocre. Sí, lo es, lo es porque podría titularse Aquí viven los tópicos, o porque tiene incongruencias demasiado evidentes —¿por qué George lleva el perro al sótano si al pobre animal le aterra estar ahí?—. Sólo el buen hacer de Jay Anson salva este título, pues su técnica mejora una trama que de haber sido escrita por otro, quizá no hubiese llegado a ningún sitio. Como Jay sabe aplicar las elipsis perfectamente, la lectura es ligera y amena. Unas doscientas páginas que pueden devorarse en un día. Por ese motivo dije lo de «novela funcional», ya que es fast food, prosa de usar y tirar. Cuidado: no es fácil escribir así, quitando todas las rebabas.

Aquí vive el horror es como esas películas de miedo que divierten aun siendo malas, y por eso sus defectos son perdonables. ¿Que en El ejército de las tinieblas las colchonetas son visibles cuando cae el protagonista? Pues sí, pero déjame ver cómo sigue, que lo estoy pasando pipa. Tal vez me pasé usando El ejército de ejemplo, porque lo único que tiene de malo es el poco presupuesto.

¿Descripción verídica de un hecho
real? Aun sin serlo, huele a
pleonasmo. El caso es dejar clara la
realidad del asunto

Desde luego, se han escrito mejores relatos sobre casas encantadas, y esta historia de Amityville no ofrece nada novedoso salvo aquello de que era verídico, lo cual le daba cierto encanto, contribuía a hacer más pavoroso el suceso. (Yo no lo hubiese creído; soy un escéptico). A estas alturas los clichés son más difíciles de perdonar. 

Si he traído esta obra al blog, ha sido, principalmente, porque creo que aún funciona. No sólo los aficionados a las casas endemoniadas pueden entretenerse con ella; es interesante, para cualquiera que la lea, descubrir hasta dónde son capaces de aguantar los personajes antes de irse. Seguro que si esa situación espantosa hubiese sido real, no habrían estado en la casa más de un día; esta absurdidad también se aprecia en las películas que se asemejan a la novela. Hablando de películas, el cine ha hecho un montón de filmes basados en Aquí vive el horror, desde el setenta y nueve hasta este año.

jueves, 10 de octubre de 2013

El cuadro misterioso


Me gustan los cuadros que esconden algo, porque eso les da una pátina de misterio. (No, no soy Iker Jiménez). Éste tiene una curiosa forma anamórfica que es...

Dejo la solución en los comentarios. ¡A ver si puedes adivinar de qué se trata!

domingo, 6 de octubre de 2013

Los cipreses creen en Dios

«Una de las dos Españas ha de
helarte el corazón»
Se mire por donde se mire, esta novela es inmensa: enorme número de páginas, de personajes, de situaciones. Y sólo es la primera de una trilogía. Esto puede asustar un poco, porque empezarla es meterse en un jardín del que, aun leyendo rápido, se tarda bastante en salir. Yo, para no indigestionarme, hice pequeños descansos en los que me puse a leer otras novelas más cortas. No sé si ese método le servirá a otros; a mí sí.

El que me recomendó Los cipreses lo hizo con mucho entusiasmo. Comprendo que un libro pueda desatar esos arrebatos, pero cada lector es un mundo, y mi mundo, cuando me puse con esta obra, colapsó. No es el tipo de lecturas que me hagan levitar y soltar rayos de fotones por los ojos mientras me domina un paroxismo de alborozo. (La última vez que ocurrió eso, me deportaron). Con todo, intentaré ser objetivo y exponer lo que se puede encontrar en las muchas páginas de este título.

La cubierta es buena. También podría
servir para una novela negra
Gironella nos coloca junto a los Alvear, una familia gerundense de clase media que pugna por sobrevivir en los feroces años treinta. A través de ellos, que son la columna maestra de Los cipreses, iremos conociendo a los distintos representantes —arquetipos— de cada ideología: comunistas, anarquistas, falangistas... La lista es larga, tanto como las discrepancias ideológicas que azotan el día a día. Se respira un recelo insalubre en el ambiente, preludio del horror. Parece imposible no formar parte de uno u otro bando, del escenario que va creándose a medida que las publicaciones tendenciosas y los ataques violentos merman la confianza. Hermano contra hermano; padre contra hijo. Hay que acabar con el enemigo esté donde esté, imponer nuestro sistema. O estás conmigo, o contra mí. Tú eliges.

En Los cipreses muchos lanzan sus opiniones como si fuesen ladrillos, esperando así quebrar la cabeza del rival y no tener que oír réplica alguna. Esto, que es algo propio del fanatismo, podéis verlo en las tertulias de hoy. No se trata de llegar a la verdad, sino de usar sofismas que aplasten al enemigo, y, en algunos casos, hacer proselitismo. 

Edición de Mordor Planeta. Las
cubiertas anteriores encajan mejor
con el libro, en mi opinión. Sobre
todo la primera
He leído muy pocas novelas que traten este tema; debido a eso, desconozco si sigue siendo una oferta atractiva. La trama es interesante y engancha, pero el ritmo va al paso de un caracol enfermo. Si bien los sucesos importantes van in crescendo, las casi mil páginas no dejan de notarse. Para que esta lectura sea liviana, entretenida, es necesario sentir una atracción por el argumento. Se la recomiendo a los que les guste eso de la añosa guerra ideológica.

Estas injusticias del pasado sirven, entre otras cosas, para recordar que la humanidad todavía está en pañales: neonazis —neoimbéciles— dándole una paliza a un mendigo; políticos corruptos sonriendo, cuando se muestran en público, como el gato de Cheshire; hombres y mujeres que se suicidan porque se les pone entre la espada y la pared. Y, mientras tanto, todo sigue como si tal cosa. ¿Qué más da? Lo que tenemos es un reflejo de nosotros mismos; lo bueno y lo malo. Creo que si aún no he perdido la cordura, si aún no he comprado un rifle de francotirador, es por el arte, el arte en general —sí, el cine también—. Debe haber esperanza para una raza que es capaz de crear esas historias, imágenes, música, esculturas. Debe haberla.

Me disculpo por la visceralidad del párrafo precedente. Después de esto, comenzaré con el mes del terror, que ya toca. ¡Oh!, y lo del rifle es en sentido figurado; no vuelvan a deportarme. 

sábado, 21 de septiembre de 2013

Dr. Extraño

Las cuatro primeras ilustraciones de esta entrada han sido dibujadas por Quique Alcatena, un autor al que es difícil no admirar. 

El pavoroso avance de los sin mente
Mi apego a los cómics de superhéroes es minúsculo porque siempre he preferido otros medios narrativos; sin embargo, hay un personaje de Marvel que me resulta fascinante: Doctor Extraño. Y no sólo él, sino también el universo que lo rodea, lleno de asombrosos seres que moran en otras dimensiones.

Extraño —a partir de ahora lo pondré en cursiva para que no se confunda con un adjetivo o el presente de «extrañar»— es un héroe que hace honor a su apellido, pues sus aventuras se salen de lo común; no en vano ostenta el título de «hechicero supremo». Cuando no está midiendo sus fuerzas con otro mago, o flotando por el cielo de la ciudad en forma incorpórea, ha de evitar que el planeta sea conquistado por poderosísimas criaturas sobrenaturales. No son pocas las veces que Extraño se ve superado y tiene que usar la astucia.

El que sostiene ese báculo, Nébulos,
es alguien poco amistoso. Al fondo
está el Tribunal Viviente
Los villanos que las mentes de Stan Lee y Steve Ditko crearon para Extraño son... impresionantes. El más conocido de ellos, Dormammu, podría vencer él solo a varios superhéroes, y no es más que una muestra de lo que vendrá luego, porque hay otros que representan un peligro mucho mayor. La imagen de Dormmamu, con esa cabeza llameante, irradia cólera por los cuatro costados; cólera que no es meramente estética: pocos enemigos ha tenido Extraño que se dejen dominar tanto por la ira. Afortunadamente, Dormmamu sigue un código moral y, aunque no le gusta perder..., sabe aceptar una derrota; si no fuese así, podría haber aplastado a Extraño en varias ocasiones. Y Dormmamu no es nadie comparado con el Tribunal Viviente, verbigracia. La buena noticia es que el Tribunal Viviente no debería catalogarse como un villano, ya que se encarga de mantener el equilibrio del cosmos. 

Extraño enfrentándose a Zom
Los personajes que se encuentra Extraño poseen un poder fabuloso, pero sería un error fijarse sólo en ese detalle: cada uno está dotado de algo que los hace especiales, carismáticos. Por un lado, enfrentarse con Pesadilla garantiza grandes dosis de viñetas oníricas, surrealistas; por otro, los sin mente no dejaran nunca de luchar cuerpo a cuerpo, pues son incansables; si no fuese por la barrera que los mantiene a raya, generada por Dormmamu, causarían una destrucción total.

Perdonad que haya hablado, de momento, más de los villanos que del héroe. Lo hice porque creo que un héroe no es nadie si no tiene un buen antagonista, y Extraño cuenta con rivales dignos que lo engrandecen como personaje. Centrémonos ahora en la figura del doctor.

Pesadilla y su unicornio negro
Para empezar, no le llaman «doctor» por nada: otrora fue un reputado médico especializado en neurocirugía; lo era hasta que sus manos quedaron estragadas por un accidente, incapacitadas para operar. Después de esa desgracia, viajó al Tíbet; allí un anciano le enseñó los secretos de las artes místicas, y le legó la tarea de ser un escudo contra la maldad de otras dimensiones. Extraño es, por lo tanto, imprescindible: sin él protegiendo la tierra, los humanos sufrirían un destino atroz. Extraño, aun siendo consciente de eso, combate con denuedo y elegancia, como sólo un mago puede hacerlo: orquestando fuerzas místicas hasta desfallecer. Dos objetos le ayudan: en su cuello, el ojo de Agamotto puede abrirse para desvelar lo oculto; en sus hombros, la capa de levitación es una ayuda inestimable.

¿Habrá película del doctor en los años venideros? ¿Merecerá la pena?

Extraño en su sancta sanctorum. Parece que no le gustan
los eBook

viernes, 6 de septiembre de 2013

El mundo perdido

Contra un enemigo de tal
magnitud... esas armas parecen
de juguete. Mejor correr
Pocos personajes son más egregios que Sherlock Holmes; pero esta vez, aunque vengo con un clásico de Doyle, vamos a hablar del profesor Challenger, un tipo tan furibundo como inteligente, y de la novela que lo dio a conocer: El mundo perdido. 

Challenger, con su aspecto torvo y salvaje, se aleja de la representación habitual que suele hacerse de los científicos, siempre con esas gafas gruesas, greñas y molicie. Él es un tipo robusto que podría hacer un buen papel en una obra de Tolkien: «Tenía la cara y la barba que a mí me hacen pensar siempre en un toro asirio. [...] Unos hombros anchísimos y un pecho como una barrica fueron las otras partes de su cuerpo que sobresalían de la mesa, fuera de unas manazas enormes y cubiertas de vello largo y negro». A Challenger es mejor no llevarle la contraria, porque es capaz de enfadarse y hacer una brutal demostración de fuerza. Edward, el periodista que describe sus peripecias, igual que yo hago con las de Holmes, no tarda en descubrirlo. 

¡Es él! Habría que condecorar
al ilustrador

¿Y por qué un periodista se molesta en seguirlo? Challenger sólo es un loco que narra fantasías sobre una excursión que hizo a Suramérica... o eso creen algunos. Lo cierto es que posee las suficientes pruebas para convencer a Edward y a otros dos valientes: John Roston, experto aventurero, y Summerlee, reputado profesor. Estos hombres son los únicos que se atreven a acompañarle en una nueva expedición; Summerlee es el más escéptico, duda que aún vivan esas criaturas supuestamente extinguidas de las que tanto habla Challenger. Con «criaturas extinguidas» me refiero a los dinosaurios, porque, según Challenger, hay una alta meseta donde aún pueden encontrarse. ¡Qué aventura!

Está claro en qué se inspiró Michael Crichton, ¿verdad? El célebre autor superventas y Spielberg tienen mucho que agradecerle a Doyle. Menudo tinglado se montó en los noventa con todo aquello de Parque jurásico. Recuerdo que fui al estreno, por cierto. Gran película.

Esto es el cine, amigos, es
menester añadir una chica
El mundo perdido es una novela ágil. (Tras esta afirmación, han muerto todos los autores que siguen esa moda de enganchar al lector desde la primera frase). Naturalmente, la trama no se desarrolla tan rápido como en un libro de Henning Mankell, pues Doyle se toma un poco —en serio, un poco— de tiempo para generar ambiente; mas los sucesos pasan con velocidad. Se trata de una obra apta para jóvenes y adultos, porque es amena, sencilla y didáctica. ¿Quién no ha buscado, después de leerla, las ilustraciones de los feroces dinosaurios que se enfrentan a la expedición?

Echad un vistazo a estas líneas: «Tengo la convicción, repito, de que esto que escribo está destinado a alcanzar la inmortalidad como literatura clásica de auténticas aventuras». Cuando a Doyle se le ocurrió que Edward pensase eso... seguro que no era consciente de cuánta razón llevaba el joven periodista. El mundo perdido es la estrella de todo un género.

sábado, 31 de agosto de 2013

El mundo según Garp

¿Rugby? Un luchador hubiese sido
más adecuado
De John Irving puede decirse que su mayor virtud, la que lo encumbró como escritor, es el ingenio; basta con leer El mundo según Garp para darse cuenta, porque Irving ametralla al lector con decenas de conceptos divertidos y dispares: la comedia da paso al drama; el drama, a la comedia; el drama y la comedia, a una mezcla de ambos, y vuelta a empezar. Es una noria de ideas que gira alrededor de la más importante: la lujuria. Jenny, la madre de Garp, emprende una cruzada contra ella. Estimulada por sus malas experiencias con los hombres, escribe un libro que la convierte en un símbolo feminista.

Garp, un joven luchador que sueña con escribir novelas —Irving también practicaba eso de la lucha—, emprende la aventura de las letras favorecido, en parte, por la celebridad de su madre; y pergeña unos cuantos textos que logran calar en el público.

De repente, la cubierta anterior
ya no me parece tan inadecuada...
Hacer una sinopsis de esta novela es complicado: parece otra de esas manidas historias que hablan de escritores, pero va mucho más lejos. Madre e hijo se abren camino en un mundo sórdido y violento que hace lo posible por aplastarles; cada uno lo hace a su manera: ella, crea un oasis a su gusto, un pequeño paraíso lleno de personajes excéntricos como, por ejemplo, las ellenjamesianas, mujeres que se cortan la lengua para protestar contra los hombres, esas criaturas llenas de lujuria. Garp, muy diferente a su madre, opta por casarse y llevar una vida más convencional; aunque, evidentemente, no lo consigue. Si lo hiciese, tendríamos una aburrida novela carente de interés. Así que se desespera con embrollos y bretes que son fruto de sus manías, odios e inquietudes. Su fase estudiantil es casi tan atribulada como la adulta, mas halla suficientes razones para continuar.

He buscado el film por internet, pero
no lo encontré. ¿Será bueno? 
El mundo según Garp es, en mi opinión, una gran novela; de las que más me han gustado. Entra de cabeza en mi lista de favoritas. Sería la que encabezase dicha lista si no fuese por un pequeño detalle: la sensación que tuve, durante unos pocos capítulos, de estar ante una historia monotemática, sencilla, obsesiva; quizá algunos personajes son más disolutos de lo que deberían. Lo último se trata de una apreciación personal y discutible. Que nadie se prenda fuego o se defenestre... 

Hay novelas que dejan un vacío cuando se acaban, porque se echa de menos su historia, el carisma de los protagonistas, la capacidad del autor para que no decaiga la diversión. Ésta es una de ellas. Soy incapaz de reflejar la totalidad de sus virtudes; necesitaría que los hombres grises no me quitasen tanto tiempo.

martes, 20 de agosto de 2013

We'll fight for uncle Sam


Un poco de música, que tengo la sección abandonada.

La canción viene bien para ambientar el For the People


martes, 13 de agosto de 2013

Adiós a las armas

Aquí, a mano izquierda, pueden
apreciar una cubierta que
resume bien la trama
Escribir como Hemingway puede parecer fácil, pero su gran capacidad de síntesis, de decir mucho con poco sin generar un ambiente caótico, no está al alcance de todos. Atención a los punto y seguido: «La villa estaba vacía. Rinaldi se había ido con los del hospital. El comandante se había llevado al personal con él. Había una nota para mí, sobre la ventana, recomendándome que llenara las ambulancias con el material abandonado en el vestíbulo y que me dirigiera a Pordenome. Los mecánicos ya se habían ido. Volví al garaje. Las otras dos ambulancias acababan de llegar y los conductores bajaban. Llovía de nuevo». 

Si no te gusta esa manera de narrar, lo mejor es que ni te acerques a esta novela. Hemingway, además, hace que los personajes sean lacónicos, sobre todo los dos protagonistas; éstos, enamorados hasta la médula, tienen longos diálogos llenos de frases cortas; o sea, que vas a leer topicazos hasta aburrirte. No se lo tengamos en cuenta al bueno de Ernest: Adiós a las armas tiene grandes momentos. Por algo el autor se llevó el nobel en el cincuenta y cuatro gracias al conjunto de su obra. 

Aquí, a mano derecha, pueden
apreciar la última obra de Loureiro...
¡Ah!, no, perdón, es, es... 
Hablando del nobel, ¿sabías que Ernest no fue a recoger el premio? Tenía la sana costumbre de evitar los círculos intelectuales, y le repugnaba la etiqueta tanto como hablar en público.

Adiós a las armas es una broma cruel de atmósfera castrense; lo comprenderás cuando leas el final, instante en el que más se aprecia la obra porque sale a relucir cuál es la verdadera intención del autor. Antes de llegar a eso, habrá que seguir la vida de Frederick, un joven teniente americano que se alistó en el ejército de Italia durante la primera guerra mundial. Frederick conduce un grupo de ambulancias allí donde las necesiten y, como no pierde el tiempo, seduce a una enfermera escocesa, de la cual se enamora. Se nota que la novela es autobiográfica, porque Ernest tuvo vivencias similares: tras el volante de una ambulancia, experimentó de cerca lo que es una guerra, y también se enamoró de una enfermera. ¿Qué tendrán las enfermeras?

Mira los fuegos artificiales, qué bonitos
Los diálogos tienen una presencia importante en la mayoría de los capítulos, y las descripciones son, por lo general, cortas. No obstante, como nuestro amigo Frederick es un hombre que nació con mala estrella, le cae encima una situación —no voy a decir cuál para evitar un spoiler— que le tiene retenido durante eones. Tal vez ése sea el motivo de que a la gente, en los foros, le entusiasme más la segunda mitad, pues ahí Frederick deja atrás esa situación. A mí me gustaron las dos indistintamente.

Aun con mitad anquilosada, Adiós a las armas es uno de esos clásicos atemporales que envejecen bien. Una parte de Hemingway está atrapada en su interior; leerlo es igual que viajar a sus recuerdos, ornados con una mirífica fantasía novelesca. El celuloide no podía dejar escapar algo así y le dedicó un par de versiones; abajo puede verse a Gary Cooper leyendo el libro en el rodaje del treinta y dos. Seguro que arruga un poco el ceño porque está en la primera mitad.

domingo, 4 de agosto de 2013

El porqué de este blog

¿Por qué no te gustó Elementary, Watson? Es magnífica

Ésta debería haber sido la primera entrada, pero cuando escribí aquello de Star Trek y Star Wars, motivado por la clásica riña entre los fans de cada universo, no estaba seguro de cuánto duraría el blog. ¿Un mes? ¿Un año? Era, y aún es, mi primer espacio en internet; es decir, un experimento posiblemente precario. En vez de explicar su razón de ser, hice lo primero que se me ocurrió. Por aquel entonces ni siquiera me lo tomaba en serio: escribía las entradas a toda velocidad, y pocas veces las repasaba para cazar despistes. Aunque ahora me arrepiento de ello, he preferido no retocarlas. Dudo que alguien me crucifique en la Vía Apia por eso.

El nombre del blog viene, como muchos sabrán, de Baker Street, la calle donde vive Sherlock Holmes. Hice una traducción libre, fromlostiana, porque en cada sitio lo traducen de una manera diferente y yo no iba a ser menos: La calle de la panadería, Calle panadero, Calle Baker, La calle del panadero... Vale, sí, todo es una excusa, porque en realidad puse La vieja calle del panadero para que encabezase las direcciones al buscarla. Al menos no opté por algo fortuito: uno de los primeros libros que leí de pequeño fue Las aventuras de Sherlock Holmes; aquellos relatos han sido la causa de que me aficionase al género policíaco.

Al principio, durante el primer año y medio del blog —más o menos—, mi intención era sólo entretenerme. Si además alguna reseña sencilla le servía a alguien, mejor. Escribir aquí no lo hago como un acto altruista; sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que aportar opiniones tiene su importancia. No se trata de sentar cátedra, sino de formar parte de una enorme colectividad que publica reseñas; reseñas que sirven para que los lectores se hagan una idea de lo que van a adquirir. Antes había que conformarse con la opinión del docto crítico que escribía en la prensa especializada; hoy pueden encontrarse cientos, miles de opiniones sobre una misma obra —salvo de las que sean poco conocidas—, tanto de literatos como de lectores ocasionales. O sea, que podemos, por fin, comparar, encajar las piezas de un puzle formado por nuestra heterogeneidad. Acordaros de lo que ocurría con las revistas de videojuegos, for example.

Los blogs y los foros son, teniendo en cuenta lo anterior, extremadamente útiles. Sobre todo para los que quieren adentrarse en el mundo literario, vasto como pocos. El mío tiene ahora dos motivos para existir: entretenimiento personal —cómo no—, y aportar un granito de arena a la red de redes. Sé que ese granito es diminuto, mas ojalá que no sea anodino.

Sí, ésta debería haber sido la primera entrada, pero será la última. Volveré a publicarla, tras hacer unas pocas modificaciones, cuando escriba la última reseña —buen título, ¿eh?, La última reseña—; eso es algo que ocurrirá dentro de mucho tiempo, espero. También dejaré por aquí algunas anécdotas que, si bien pueden resultar un poco luctuosas, tienen un final bastante didáctico. Y caerán algunas opiniones sobre películas, videojuegos...

Gracias a todos los que me habéis visitado, leído y comentado.

John H. Watson

P.D. Elementary es un bodrio.

miércoles, 24 de julio de 2013

La máquina génesis

Cóctel explosivo de CF Hard
No es fácil adentrarse en el frío y técnico universo de La máquina génesis, porque el contenido científico pesa mucho: teorías y teorías sobre una ignota neofísica que debe ser estudiada con cuidado. Los dos científicos protagonistas, ambos genios en su campo, aprovechan cualquier oportunidad para hablar de partículas, resonancias, gravedades... Qué aburrido suena, ¿no? Salvo si te gustan esos temas, correrás el riesgo de dejar el libro abandonado en el lugar más lejano que se te ocurra; quizá lo arrojes en el corazón de un profundo y denso bosque, donde sólo los Bigfoot puedan hacerse con él... Seguro que a ellos les gusta más.

Bromas aparte, no es tan fiero el libro como lo pinto: todo va cobrando interés a medida que avanza la investigación y se descubre en qué tipo de sociedad se mueven los personajes.

Edición Española de una editorial
desaparecida

Hogan sitúa la historia en el año 2005 —el libro se publicó en el 78; por aquel entonces el año dos mil sonaba a futuro misterioso—. La tierra desborda tensión por todas partes, y los ejércitos le sacan brillo a sus armas. A un lado del cuadrilátero, enarbolando una copia del manifiesto comunista, está la gran alianza de las repúblicas populares progresistas; al otro, bajo la sombra del sonriente tío Sam, la alianza de las democracias occidentales. Un escenario perfecto para que empiecen a llover misiles. Se nota la influencia de la guerra fría. 

En medio de esa locura, los dos científicos intentarán sortear al sistema, ya que a éste sólo le interesa que enfoquen su ingenio hacia el terreno armamentístico. Nada de explotar la inmensa cantidad de fabulosas posibilidades que ahora tienen ante sí: es necesario ganar el pulso tecnológico e inclinar la balanza de la guerra a favor del país.

¿Qué ocurriría si una potencia
tuviese poder ilimitado?
Durante todo el libro reina un fuerte mensaje antimilitarista. Los siniestros burócratas fagocitados por el sistema anhelan apoderarse de las mentes brillantes y hacerlas trabajar a su servicio: «¡Científicos!, quieren dedicarse a coger margaritas mientras el mundo entero se queda a merced de cualquiera». Y el pragmatismo impuesto por la situación domina a los líderes. ¿Cómo reaccionarán los protagonistas? ¿Se someterán?

La máquina génesis, título bastante revelador, es una obra destrozada por una traducción pésima. Si a eso se le suma que pertenece a un género leído por un público minoritario, y que no es lo mejor de Hogan, el resultado es un libro que ha pasado casi desapercibido. Dudo que mucha gente pagase los más de veinte euros que costaba al principio. Búscalo sólo en caso de que el tema te llame a gritos.

«Créanme, no van a vencer al sistema. Esto es sólo el comienzo y las cosas empeorarán. No subestimen a las personas a las que se enfrentan: muchas de ellas son estúpidas, pero tienen poder, y ésa es una combinación temible». 

jueves, 18 de julio de 2013

El arrancacorazones

Esta cubierta encaja bien con lo que
vamos a encontrar en el interior
Antes de afrontar la lectura de esta novela, conviene saber que Boris Vian es un autor irreverente, anárquico, capaz de conseguir que el lector enarque sus cejas por uno u otro motivo. El precio de su rebeldía fue tener que vérselas con la censura —demasiada violencia y sexo para la época—, y no lograr el reconocimiento que se merecía. Sólo tras su muerte temprana empezó a ser mirado con otros ojos.

Tengo la seguridad de que, incluso hoy, El arrancacorazones le daría un buen dolor de cabeza a algunos críticos inflexibles; sobre todo cuando lean oraciones como «La vieja modista era vieja y cosía a mano». Además, Vian puntúa a su manera si le conviene; no está encerrado dentro de las normas. ¿Y la trama? La trama es lo mejor: está henchida de surrealismo satírico y gamberro. Si tienes la mente abierta, pocas historias te divertirán tanto.

Esta otra, en cambio, le da al
libro un equivocado toque
de gravedad
Jacquemort, un psicoanalista que necesita alimentarse de los deseos ajenos, llega casualmente a la casa de Clémentine y Ángel, un matrimonio que está a punto de tener trillizos; así que decide ayudar en el parto. Después de esa buena acción, se integra en la familia como uno más, y ayuda en la medida de lo posible sin olvidarse de su propósito original: buscar criaturas que le desvelen sus secretos más íntimos; cualquiera sirve, incluso los animales. Sus mejores hallazgos los hace en un pueblo cercano, donde tiene que ir varias veces para cumplir los encargos de Clémentine. Allí conocerá las extravagantes costumbres de los pueblerinos, que tienen una feria para vender viejos al mejor postor, un tipo que se encarga de recoger la vergüenza de los demás a cambio de oro, un cura que boxea con el diablo...

Es imposible aburrirse con esa trama. Cada capítulo resulta ameno e imprevisible.

¡Feliz San Valentín!
Hay, a pesar de lo dicho, momentos excesivamente redundantes en la última parte. Se producen cuando la madre se obsesiona con la seguridad de sus hijos y no deja de pensar en posibles accidentes. Si esta situación estuviese más diseminada, no habría problema, ya que tiene un claro objetivo; pero Vian hace que el lector se enfrente a largas concatenaciones de cábalas negativas. Imagino que habrá quien las disfrute; yo no.

Esos momentos redundantes se perderán como lágrimas en la lluvia tras leer el final, porque es de los que permenecen siempre en la memoria. Seguro que satisface y compensa a la mayoría de los que se atrevan con El arrancacorazones, la novela de un autor que también se dedicaba a otras cosas: periodismo, traducción, poesía, ingeniería, música de jazz...


domingo, 14 de julio de 2013

Batman se enfrenta al Jabberwocky-isla


       —Oye, Watson, hace dos horas que entramos en este bosque apestoso. 
       —¿Qué pasa, Moriarty? ¿Tienes miedo?
       —¿Debo tenerlo?
       —Realmente..., realmente no. Hay un Jabberwocky que vive por aquí, pero da lo mismo. No te preocupes.
       —¿Un... Jabruky? ¿Qué es eso?
       —Pues esto:


       —Impresionante explicación, Watson; tan diáfana como si hubieses puesto una imagen en un blog.
       —No te fíes, el que escribe este diálogo anda mal de la cabeza y seguro que le da otra forma. Además, no respeta la lógica para nada, porque no entiendo qué hacemos tú y yo en un bosque.
       —Pensé que lo sabrías.
       —Pues no.
        Escuchan un ruido seguido de otro ruido y otro más cercano seguidodeotroruido. Los árboles salen volando como cohetes a reacción y aparece el horrible Jabberwocky-isla, meneando sus tentáculogarras.
       —¡Hala! —exclama Moriarty mientras se le cae el monóculo—, vamos a morir. 
       —Que no, que ya te dije que no te preocupes: nos va a salvar un deus ex machina seguidodeotro. 
       Otroruidoseguidodeotro y aparece Batman montado en el tractor de Zapato veloz. Va directo hacia el Jabberwocky-isla hasta estamparse con él. Eso provoca la apertura de un portal dimensional que absorbe a ambos contendientes.
       —Era previsible —dice Watson.
       —¿Previsible? Explícame lo del fenómeno que se ha tragado a esos seres.
       —Es lo que siempre ocurre cuando un Batman montado en tractor choca contra un Jabberwocky-isla. Ni que hubieses nacido ayer, Moriarty. 

domingo, 7 de julio de 2013

Los pazos de Ulloa

Las cubiertas que encontré han
sido decepcionantes. Yo esperaba
el dibujo de algún pazo, pero...
Admito que el naturalismo no es un estilo que me atraiga mucho. No tanto como el realismo mágico, verbigracia; pero Los pazos de Ulloa es una de las pocas novelas naturalistas que consiguen entusiasmarme.

El libro arranca con el viaje de Julián, un joven sacerdote que se dirige al distante pazo de un seudomarqués —«seudo» porque vendió el título—. Cuando consigue llegar a su destino, preparado para servir como administrador, encuentra una situación terrible donde el pecado campa a sus anchas: Pedro, el señorito, tiene un hijo ilegítimo con la cocinera; ésta, por si fuese poco, se atreve a coquetear con el sacerdote y tiene tratos con una meiga. Los problemas no se terminan ahí, porque Pedro está dominado por Primitivo, un taimado mayordomo que controla los negocios del amo... y es el padre de la cocinera. No es de extrañar que Julián termine opinando que vive en una sentina.
Clint Eastwood en El cura de las
pistolas doradas. Próximamente
en los mejores cines

Decía Hemingway que un escritor necesita aprender a detectar la basura; es decir, a eliminar todo aquello que sobre. El detector de Emilia Pardo Bazán debía ser tremendo, porque a Los pazos no le sobra nada, ni una coma. La prosa circunda, la mayor parte del tiempo, a los personajes principales, y no se pierde en digresiones salvo para crear atmósfera o hacer avanzar la historia con alguna novedad. Conviene añadir que esa prosa, teniendo a quien tiene detrás, es sobresaliente.

A lo anterior hay que añadir la efectividad de la trama, cuya evolución mantiene vivo el deseo del lector por saber lo que ocurrirá tras cada acontecimiento importante. Nadie debería sorprenderse de que esta novela sea leída aún hoy, y de que la gente disfrute su lectura tanto o más que el día de su publicación.

Se hizo una serie de televisión. Puedes
verla aquí si te interesa
Yo estaba preocupado por cómo sería el final, porque Emilia escribió una secuela, La madre naturaleza, donde podemos descubrir qué ocurrió con algunos personajes tras los hechos acontecidos en Los pazos. Esa preocupación se despejó por completo al leerlo, ya que me pareció satisfactorio aun siendo un poco abierto. Lo único que me incita a adquirir la secuela no es la curiosidad, sino saber por qué algunos críticos dicen que su calidad literaria no alcanza el nivel de la primera. Prometo reseñarla si me decido a leerla, aunque será en un futuro lejano debido a la gigantesca cantidad de lecturas pendientes.

Novelas como éstas son las que le recuerdan a uno el porqué de dedicarse a las letras. Creo que con eso ya lo he dicho todo.

Siento no poder comentar algo de la serie, pues no la he visto.

domingo, 30 de junio de 2013

Los mitos de Cthulhu por Roberto Bolaño


Un interesante texto de Bolaño que quería compartir. Espero que te lo pases tan bien como yo cuando lo leí.

Para Alan Pauls

Permitidme que en esta época sombría empiece con una afirmación llena de esperanza. ¡El estado actual de la literatura en lengua española es muy bueno! ¡Inmejorable! ¡Óptimo!

Si fuera mejor incluso me daría miedo.Tranquilicémonos, sin embargo. Es bueno, pero nadie debe temer un ataque al corazón. No hay nada que induzca a pensar en un gran sobresalto.

Pérez Reverte, según un crítico llamado Conte, es el novelista perfecto de España. No tengo el recorte donde afirma eso, así que no lo puedo citar literalmente. Creo recordar que decía que era el novelista más perfecto de la actual literatura española, como si una vez alcanzada la perfección uno pudiera seguir perfeccionándose. Su principal mérito, pero esto no sé si lo dijo Conte o el novelista Marsé, es su legibilidad. Esa legibilidad le permite ser no sólo el más perfecto sino también el más leído. Es decir: el que más libros vende.

Según este esquema, probablemente el novelista perfecto de la narrativa española sea Vázquez Figueroa, que en sus ratos libres se dedica a inventar máquinas desalinizadoras o sistemas desalinizadores, es decir artefactos que pronto convertirán el agua de mar en agua dulce, apropiada para regadíos y para que la gente se pueda duchar e incluso, supongo, apta para ser bebida. Vázquez Figueroa no es el más perfecto, pero sin duda es perfecto. Legible lo es. Ameno lo es. Vende mucho. Sus historias, como las de Pérez Reverte, están llenas de aventuras.

Francamente, me gustaría tener aquí la reseña de ese Conte. Lástima que yo no ande por ahí guardando recortes de prensa, como el personaje de La colmena, de Cela, que guarda en un bolsillo de su raída americana el recorte de una colaboración suya en un diario de provincias, un diario del Movimiento, es de suponer, un personaje entrañable, por otra parte, al que siempre veré con el rostro de José Sacristán, un rostro pálido e inerme en la película, una jeta inconmensurable de perro apaleado con su arrugado recorte en el bolsillo, deambulando por la imposible meseta de este país. Llegado a este punto permitidme dos digresiones exegéticas o dos suspiros: qué buen actor es José Sacristán, qué ameno, qué legible. Y qué cosa más curiosa ocurre con Cela: cada día que pasa se asemeja más a un dueño de fundo chileno o a un dueño de rancho mexicano; sus hijos naturales, como dicen los púdicos latinoamericanos, o sus bastardos, aparecen y crecen como los matorrales, vulgares y a disgusto, pero tenaces y con la voz bronca, o como las cándidas lilas en los lotes baldíos, según la expresión del cándido Eliot.

Si al cadáver increíblemente gordo de Cela lo amarramos a un caballo blanco, podemos y de hecho tenemos a un nuevo Cid de las letras españolas.

Declaración de principios:
En principio yo no tengo nada contra la claridad y la amenidad. Luego, ya veremos.

Esto siempre resulta conveniente declararlo cuando uno se adentra en esta especie de Club Mediterranée hábilmente camuflado de pantano, de desierto, de suburbio obrero, de novela-espejo que se mira a sí misma.

Hay una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿por qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito, digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro De Prada, venden tanto? ¿Sólo porque son amenos y claros? ¿Sólo porque cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde? ¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada. Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es no. No venden sólo por eso. Venden y gozan del favor del público porque sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se equivocan, no en cuanto lectores, obviamente, sino en cuanto consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus novelas o sus cuentos. El crítico Conte esto lo sabe o tal vez, porque es joven, lo intuye. El novelista Marsé, que es viejo, lo tiene bien aprendido. El público, el público, como le dijo García Lorca a un chapera mientras se escondían en un zaguán, no se equivoca nunca, nunca, nunca. ¿Y por qué no se equivoca nunca? Porque entiende.

Por supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio incesante de la claridad y la amenidad en la novela, que es un arte, digamos, que discurre al margen de los movimientos que transforman la historia y la historia particular, coto exclusivo de la ciencia y de la televisión, aunque en ocasiones si uno extiende la exigencia o el dictado de lo entretenido, de lo claro, al ensayo y a la filosofía, el resultado puede ser a primera vista catastrófico sin por ello perder su potencia de promesa o dejar de ser, a medio plazo, algo providencial y deseable. Por ejemplo, el pensamiento débil. Honestamente no tengo ni idea de en qué consistió (o consiste) el pensamiento débil. Su promotor, creo recordar, fue un filósofo italiano del siglo XX. Nunca leí un libro suyo ni un libro acerca de él. Entre otras razones, y no me estoy disculpando, porque carecía de dinero para comprarlo. Así que lo cierto es que, en algún periódico, debí de enterarme de su existencia. Había un pensamiento débil. Probablemente aún esté vivo el filósofo italiano. Pero en resumidas cuentas el italiano no importa. Quizá quería decir otras cosas cuando hablaba de pensamiento débil. Es probable. Lo que importa es el título de su libro. De la misma manera que cuando nos referimos al Quijote lo que menos importa es el libro sino el título y unos cuantos molinos de viento. Y cuando nos referimos a Kafka lo que menos importa (Dios me perdone) es Kafka y el fuego, sino una señora o un señor detrás de una ventanilla. (A esto se le llama concreción, imagen retenida y metabolizada por nuestro organismo, memoria histórica, solidificación del azar y del destino). La fuerza del pensamiento débil, lo intuí como si me hubiera mareado de repente, un mareo producido por el hambre, radicaba en que se proponía a sí mismo como método filosófico para la gente no versada en los sistemas filosóficos. Pensamiento débil para gente que pertenece a las clases débiles. Un obrero de la construcción de Gerona, que no se ha sentado jamás con su Tractatus logico-philosophicus al borde del andamio, a treinta metros de altura, ni lo ha releído mientras mastica su bocadillo de chope, podría, con una buena campaña publicitaria, leer al filósofo italiano o a alguno de sus discípulos, cuya escritura clara y amena e inteligible les llegaría al fondo del corazón.

En aquel momento, a pesar de los mareos, me sentí como Nietzsche en la epifanía del Eterno Retorno. Nanosegundos que se suceden inexorables y todos bendecidos por la eternidad.

¿Qué es el chope? ¿En qué consiste un bocadillo de chope? ¿Está el pan untado con tomate y unas gotitas de aceite de oliva o va el pan seco, envuelto en papel de aluminio, también llamado, por la marca del fabricante, papel albal? ¿Y en qué consiste el chope? ¿Es acaso mortadela? ¿Es una mezcla de jamón york y mortadela? ¿Una mezcla de salami y mortadela? ¿Hay algo de chorizo o salchichón en el chope? ¿Y por qué la marca del papel de aluminio se llama albal? ¿Es un apellido, el apellido del señor Nemesio Albal? ¿O alude a alba, al alba clara de los enamorados y de los trabajadores que antes de partir a su tarea meten en su tartera medio kilo de pan con su correspondiente ración de lonchas de chope?

Alba con un ligero fulgor metalizado. Alba clara sobre el cagadero. Así se llamaba un poema que escribí con Bruno Montané hace siglos. No hace mucho, sin embargo, leí que ese título y ese poema se lo atribuían a otro poeta. Ay, ay, ay, ay, los inconscientes, qué lejos se remonta el rastreo, la asechanza, el acoso. Y lo peor de todo es que el título es malísimo.

Pero volvamos al pensamiento débil, ese guante que se ajusta sobre el andamio. Amenidad no le falta. De claridad tampoco anda escaso. Y los así llamados débiles socialmente entienden perfectamente el mensaje. Hitler, por ejemplo, es un ensayista o un filósofo, como queráis llamarle, de pensamiento débil. ¡Se le entiende todo! Los libros de autoayuda son en realidad libros de filosofía práctica, de filosofía amena, en la calle, filosofía inteligible para la mujer y para el hombre. Ese filósofo español, que glosa y que interpreta los avatares del programa de televisión «Gran Hermano», es un filósofo legible y claro, aunque en su caso la revelación haya llegado con algunas décadas de retraso. No consigo recordar su nombre, pues este discurso, como muchos de vosotros ya habéis adivinado, lo escribo de memoria y pocos días antes de ser pronunciado. Sólo recuerdo que el filósofo pasó muchos años en un país latinoamericano, un país que imagino tropical, harto del exilio, harto de los mosquitos, harto de la atroz exuberancia de las flores del mal. Ahora el viejo filósofo vive en una ciudad española que no está en Andalucía, soportando inviernos interminables, cubierto con una bufanda y con una boina, contemplando en la tele a los concursantes de «Gran Hermano» y escribiendo sus apuntes en una libreta de hojas blancas y frías como la nieve.

Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de teología. Un tipo cuyo nombre no recuerdo, especialista en ovnis, es quien escribe los mejores libros de divulgación científica. Lucía Etxebarría es quien escribe los mejores libros sobre intertextualidad. Sánchez Dragó es quien mejor escribe los libros sobre multiculturalidad. Juan Goytisolo es quien escribe los mejores libros políticos. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros sobre historia y mitos. Ana Rosa Quintana, una presentadora de televisión simpatiquísima, es quien escribe el mejor libro sobre la mujer maltratada de nuestros días. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros de viajes. Me encanta Sánchez Dragó. No se le notan los años. ¿Se teñirá el pelo con henna o con un tinte común y corriente de peluquería? ¿O no le salen canas? ¿Y si no le salen canas, por qué no se queda calvo, que es lo que suele pasarles a aquellos que conservan su viejo color de pelo?

Y la pregunta que de verdad me importa: ¿qué espera Sánchez Dragó para invitarme a su programa de televisión? ¿Que me ponga de rodillas y me arrastre hacia él como el pecador hacia la zarza ardiente? ¿Que mi salud sea más mala de lo que ya es? ¿Que consiga una recomendación de Pitita Ridruejo? ¡Pues ándate con cuidado, Víctor Sánchez Dragó! ¡Mi paciencia tiene un límite y yo en otro tiempo estuve en la pesada! ¡No digas luego que nadie te lo advirtió, Gregorio Sánchez Dragó!

Sepan. A manderecha del poste rutinario, viniendo, claro está, desde el nornoroeste, allí mero donde se aburre una osamenta, se puede divisar ya Comala, la ciudad de la muerte. Hacia esa ciudad se dirige montado en un asno este discurso magistral y hacia esa ciudad me dirijo yo y todos ustedes, de una u otra manera, con mayor o menor alevosía. Pero antes de entrar en ella me gustaría contar una historia referida por Nicanor Parra, a quien consideraría mi maestro si yo tuviera suficientes méritos como para ser su discípulo, que no es el caso. Un día, no hace demasiado, a Nicanor Parra lo nombraron doctor honoris causa por la Universidad de Concepción. Lo mismo lo hubieran podido nombrar doctor honoris causa por la Universidad de Santa Bárbara o Mulchén o Coigüe, en Chile, según me cuentan, bastaba con tener la primaria terminada y una casa más o menos grande para fundar una universidad privada, beneficios del libre mercado. Lo cierto es que la Universidad de Concepción tiene cierto prestigio, es una universidad grande, hasta donde sé todavía es estatal, y allí homenajean a Nicanor Parra y lo nombran doctor honoris causa y lo invitan a pronunciar una clase magistral. Nicanor Parra acude y lo primero que explica es que cuando él era un niño o un adolescente, había ido a esa universidad, pero no a estudiar sino a vender bocadillos, que en Chile se los llama sándwich o sánguches, que los estudiantes compraban y devoraban entre clase y clase. A veces Nicanor Parra iba acompañando a su tío, otras iba acompañando a su madre y en alguna ocasión acudió solo, con la bolsa llena de sánguches cubiertos no con papel albal sino con papel de periódico o con papel de estraza, y tal vez ni siquiera con una bolsa sino con un canasto, tapado con un paño de cocina por motivos higiénicos y estéticos e incluso prácticos. Y ante la sala llena de profesores sureños que sonreían Nicanor Parra evocó la vieja Universidad de Concepción, que probablemente se está perdiendo en el vacío y que sigue, ahora, perdiéndose en la inercia del vacío o de nuestra percepción del vacío, y se recordó a sí mismo, digamos, mal vestido y con ojotas, con la ropa que no tarda en quedarles pequeña a los adolescentes pobres, y todo, hasta el olor de aquellos tiempos, que era un olor a resfriado chileno, a constipado sureño, quedó atrapado como una mariposa ante la pregunta que se plantea y nos plantea Wittgenstein, desde otro tiempo y desde la lejana Europa, y que no tiene respuesta: ¿esta mano es una mano o no es una mano?

Latinoamérica fue el manicomio de Europa así como Estados Unidos fue su fábrica. La fábrica está ahora en poder de los capataces y locos huidos son su mano de obra. El manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su propia grasa.

Hoy he leído una entrevista con un prestigioso y resabiado escritor latinoamericano. Le dicen que cite a tres personajes que admire. Responde. Nelson Mándela, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Se podría escribir una tesis sobre el estado de la literatura latinoamericana sólo basándose en esa respuesta. El lector ocioso puede preguntarse en qué se parecen estos tres personajes. Hay algo que une a dos de ellos: el Premio Nobel. Hay más de algo que los une a los tres: hace años fueron de izquierda. Es probable que los tres admiren la voz de Miriam Makeba. Es probable que los tres hayan bailado, García Márquez y Vargas Llosa en abigarrados apartamentos de latinoamericanos, Mándela en la soledad de su celda, el pegadizo pata-pata. Los tres dejan delfines lamentables, escritores epigonales, pero claros y amenos, en el caso de García Márquez y Vargas Llosa, y el inefable Thabo Mbeki, actual presidente de Sudáfrica, que niega la existencia del sida, en el caso de Mándela. ¿Cómo alguien puede decir, y quedarse tan fresco, que los personajes que más admira son estos tres? ¿Por qué no Bush, Putin y Castro? ¿Por qué no el mulá Omar, Haider y Berlusconi? ¿Por qué no Sánchez Dragó, Sánchez Dragó y Sánchez Dragó, disfrazado de Santísima Trinidad?

Con declaraciones como ésta, así nos va. Por supuesto, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario (aunque esto suene innecesariamente melodramático) para que ese escritor resabiado pueda hacer esta y cualquier otra declaración, según sea su gusto y ganas. Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir lo que quiera escribir y además pueda publicar. Estoy en contra de la censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no quieres.

En realidad la literatura latinoamericana no es Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo.

La obra de Reinaldo Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido declarar que tres de sus personajes inolvidables son Mándela, García Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce Echenique, no tardará en entrar de lleno en la mecánica del olvido. Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o en la Clínica Mayo de Nueva York. La mejor lección de literatura que dio Vargas Llosa fue salir a hacer jogging con las primeras luces del alba. La mejor lección de García Márquez fue recibir al Papa de Roma en La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún recuerdo la sonrisa que García Márquez, en aquella magna fiesta, no pudo disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia.

¿Qué pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo nombrar veinte idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener problemas, no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me cuesta imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios (para que así descubramos que Bill Clinton puede recitar de memoria párrafos enteros de Huckleberry Finn con la misma soltura con que el presidente Aznar lee a Cernuda), portadas en Newsweek y anticipos millonarios.

Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.

No es de extrañar que de golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora. Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea éste de derecha o de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los espectadores o el público, el público, el público, como le decía al oído Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.

Dios bendiga a Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales, pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que huele a mierda y es mierda y que he creado yo.

Todo es, a final de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por comprarte. Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jacques Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos. La novela de Penélope Cruz en la India está a la altura de nuestros más preclaros estilistas. Llega Pe a la India. Como le gusta el color local o lo auténtico va a comer a uno de los peores restaurantes de Calcuta o de Bombay. Así lo dice Pe. Uno de los peores o uno de los más baratos o uno de los más populares. En la puerta ve a un niño famélico quien a su vez no le quita los ojos de encima. Pe se levanta y sale y le pregunta al niño qué le pasa. El niño le dice si le puede dar un vaso de leche. Curioso, pues Pe no está bebiendo leche. En cualquier caso nuestra actriz consigue un vaso de leche y se lo lleva al niño, que sigue en la puerta. Acto seguido el niño bebe el vaso de leche ante la atenta mirada de Pe. Cuando se lo acaba, cuenta Pe, la mirada de agradecimiento y de felicidad del niño la lleva a pensar en la cantidad de cosas que ella posee y que no necesita, aunque allí Pe se equivoca, pues todo, absolutamente todo lo que posee, lo necesita. Al cabo de unos días Pe mantiene una larga conversación filosófica y también de orden práctico con la madre Teresa de Calcuta. En determinado momento Pe le cuenta esta historia. Habla de lo necesario y de lo superfluo, de ser y no ser, de ser con relación a y de no ser en relación ¿con qué?, ¿y cómo?, ¿y a final de cuentas qué es eso de ser?, ¿ser tú misma?, Pe se hace un lío. La madre Teresa, mientras tanto, no para de moverse como una comadreja reumática de un lado a otro de la habitación o del porche que las cobija, mientras el sol de Calcuta, el sol balsámico y también el sol de los muertos vivientes, espolvorea sus postreros rayos imantado ya por el oeste. Eso, eso, dice la madre Teresa de Calcuta, y luego murmura algo que Pe no entiende. ¿Qué?, dice Pe en inglés. Sé tú misma. No te preocupes por arreglar el mundo, dice la madre Teresa, ayuda, ayuda, ayuda a uno, dale un vaso de leche a uno y ya será suficiente, apadrina a un niño, sólo a uno, y ya será suficiente, dice la madre Teresa en italiano y con evidente mal humor. Al caer la noche Pe vuelve al hotel. Se ducha, se cambia de ropa, se pone unas gotas de perfume sin poder dejar de pensar en las palabras de la madre Teresa. A la hora de los postres, de golpe, la iluminación. Todo consiste en sacar un pellizco microscópico de los ahorros. Todo consiste en no atribularse. Tú dale a un niño indio doce mil pesetas al año y ya estarás haciendo algo. Y no te atribules ni tengas mala conciencia. No fumes, come frutos secos y no tengas mala conciencia. El ahorro y el bien están indisolublemente unidos.

Quedan algunos enigmas flotando como ectoplasmas en el aire. ¿Si Pe iba a comer a un restaurante barato cómo es que no le dio una gastroenteritis? ¿Y por qué Pe, que tiene dinero, iba precisamente a comer a un restaurante barato? ¿Por ahorrar?

Somos malos para la cama, somos malos para la intemperie, pero buenos para el ahorro. Todo lo guardamos. Como si supiéramos que el manicomio se va a quemar. Todo lo escondemos. No sólo los tesoros que cíclicamente sustraerá Pizarro, sino las cosas más inútiles, las baratijas, hilos sueltos, cartas, botones, que enterramos en sitios que luego se borran de nuestra memoria, pues nuestra memoria es débil. Nos gusta, sin embargo, guardar, atesorar, ahorrar. Si pudiéramos, nos ahorraríamos a nosotros mismos para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.

La perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías. El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la perrera del manicomio que se quema.

Si pudiéramos crucificar a Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos prudentes. Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un descampado y un crepúsculo interminable. (Quién dice, por otra parte, que no hayamos crucificado a Borges. Lo dice Borges, que murió en Ginebra).

Sigamos, pues, los dictados de García Márquez y leamos a Alejandro Dumas. Hagámosle caso a Pérez Dragó o a García Conte y leamos a Pérez Reverte. En el folletón está la salvación del lector (y de paso, de la industria editorial). Quién nos lo iba a decir. Mucho presumir de Proust, mucho estudiar las páginas de Joyce que cuelgan de un alambre, y la respuesta estaba en el folletón. Ay, el folletón. Pero somos malos para la cama y probablemente volveremos a meter la pata. Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.