lunes, 31 de marzo de 2014

El colapsio

Excelente cubierta de Jim Burns,
ilustrador habitual del género

Con los tres relatos largos que dan forma a El colapsio, McCarthy ofrece una clase sobre cómo aunar hard y space opera sin descalabrarse en el intento. Las partes técnicas son complejas, pero sus ásperas lecturas se rodean con pompa, fantasía y alborozo. Además, no faltan las consabidas críticas a la humanidad. Cualquiera, aun el más receloso del hard, puede acercarse sin temor a esta novela y sacarle provecho al universo planteado.

La base es simple: dos eminentes científicos emprenden una lucha por inmortalizar su nombre. El más destacado, Bruno de Towaji, inventa el colapsio, un «material cristalino romboédrico compuesto por agujeros negros de masa neubla» —¿está claro? Y a callar—; su rival, Marlon Sykes, se aprovecha de esa invención para hacer realidad su proyecto más ambicioso: construir un anillo de colapsio alrededor del sol. Ese anillo sería magnífico si no fuese porque está deslizándose hacia el sol... amenazando con destruir el sistema.

La reina, Tamra, custodiada por dos
robots guardianes
Bruno vive enclaustrado en un pequeño planeta donde trabaja sin descanso mientras le cuida su séquito de diligentes, sumisos y abnegados robots. Como los humanos le han dado esquinazo a la muerte, dispone de todo el tiempo que quiera; o eso pensaba hasta que la mismísima reina le hace una visita para informarle de la inminente desgracia, y a Bruno no le quedará más remedio que dejar su retiro para echarle una mano a ese tal Marlon: ¿a quién le interesa la destrucción total? A pesar de la ayuda inestimable, Marlon siente una aversión ostensible hacia el único hombre que puede superarle en su campo. El lío está servido.

Quizá resulte chocante que los humanos, después de lo que han pasado, volviesen a la monarquía; mas el motivo es poderoso: tener un rostro al que admirar y vituperar, un ídolo que también sirve de chivo expiatorio. No conforme con eso, McCarthy le da una fuerte presencia a la religión, detalle que conduce al clásico e interesante debate.

Deduce tú mismo lo que pienso de
la imagen
El colapsio es una obra que invita a la reflexión, juega con hipótesis factibles desde un sincero prisma pragmático. Su distante futuro muestra las mismas contradicciones que posee el humano de hoy, no enaltece a éste en ningún sentido. El intelecto superior del archimaestro Marlon no le priva de tener pretenciosidad o, peor aún, falta de empatía; lo primero le lleva a competir, lo segundo, a arriesgar otras vidas. ¿Quién de los dos prevalecerá? ¿El hosco pero honorable Bruno o el rencoroso Marlon? 

Salvo en las partes técnicas, el tono predominante es desenfadado, campechano; el autor sólo ambiciona divertir y generar cavilaciones. Objetivos muy nobles que se perciben en cada capítulo. La novela es, por lo tanto, adecuada para conocer la parte más dura de la ciencia ficción. Podría verse como una alegoría: dos hechiceros enfrentándose para obtener el dominio del reino y la sumisión del odiado rival. 

lunes, 24 de marzo de 2014

La piel del tambor

Aunque esta cubierta es aceptable,
no encaja del todo con la novela: le
da un carácter que no tiene
Vaya por delante que el Reverte articulista me gusta, y mucho; se ganó mi respeto con La risa de las ratas. Pero el Reverte novelista —Alatristes aparte— no ha llegado, de momento, a despertarme tanta simpatía. Explicaré los porqués más adelante.

El anzuelo principal de La piel del tambor es descubrir quién es Vísperas, apodo que se le da al pirata informático que logró infiltrarse en el vaticano y dejarle un mensaje al papa: «[...] Hay un lugar en España, en Sevilla, donde los mercaderes amenazan la casa de Dios, y donde una pequeña iglesia del siglo XVII, desamparada por el poder eclesiástico tanto como por el seglar, mata para defenderse [...]». Lorenzo Quart, cura enviado por Roma, debe encargarse de resolver el misterio, indagar por todos los rincones como haría cualquier detective del género policíaco. Si te atrae dicho género, es posible que esta novela no te desagrade.

¡Hala!, ¿quién es el gamberro que
hizo eso con un rotulador azul?
La trama no se queda ahí, por supuesto. A la investigación se le añade un buen número de complicaciones: dos hombres tuvieron accidentes mortales en la iglesia que «mata para defenderse», la misma que un banquero quiere eliminar para apropiarse del terreno; tres esbirros pintorescos e incapaces, contratados por el también incapaz subordinado del banquero, reciben el encargo de obstaculizar a la iglesia; y el páter investigador se encuentra con una hermosa y tentadora mujer.

Quart se enfrenta a los inconvenientes con disciplina y tesón, porque en su interior hay un soldado, un templario dispuesto a sacrificarse por un bien mayor. Su meta es informar de lo que sucede sin implicarse, y si ruedan cabezas, que rueden; él sirve a su institución, y el banquero no es el único interesado en quitar de en medio esa iglesia, donde un obstinado y atávico párroco lucha para impedir su derrumbe, oficiando misas sin inmutarse ante los tiburones que lo persiguen. 

¿Se ha traducido? Supongo que debió
ser un desastre para los antirevertes.
Qué dura es la vida del antireverte
La novela cumple desde un punto de vista comercial, porque está escrita con profesionalidad y le da al consumidor lo que pide. Reverte escogió un tema que le atraía para transformarlo en una historia muy vendible, lo cual me parece lícito, tanto como escribir para un público minoritario; cada uno sabrá dónde quiere meterse.

Los personajes están sumamente trabajados: Reverte deja poco a la imaginación, describe con minuciosidad sus experiencias pasadas, actitudes, aptitudes y hábitos. Esto ayuda a conocer los orígenes de cada sujeto, a comprender mejor los motivos que lo impulsan; mas lentifica al desarrollo. Aunque, por mi parte, prefiero más ligereza, no lo digo en sentido peyorativo, sino informativo. No me parece que esas descripciones empeoren el conjunto. Otra cosa son los diálogos, en ocasiones impostados, o el demasiado predecible final. De todas maneras, La piel del tambor es una novela que se deja leer y entretiene lo suyo.

lunes, 17 de marzo de 2014

Cinco al cuadrado, diez


Hoy toca anécdota. Antes de decidirme a escribirla, le he dado muchas vueltas al asunto porque no sabía si iba a ser interesante: es una de tantas escenas infantiles que pueden causar lástima, nada especial. Empero, conecta con otra escena que sucedió años después, y esa conexión me ayudó, cuando era más joven, a sacar conclusiones útiles sobre la época inmadura que nos rodea.

Ya no recuerdo con exactitud qué edad tenía; once, quizá doce. Estaba sentado al final de la clase, soñando, seguramente, con llevar un gabán mientras resolvía algún crimen, acompañado de un bigotudo colega. El profesor de matemáticas notó mi distracción y me ordenó, con sonrisa de psicópata, que saliese al encerado. Yo sabía que la tormenta se desataría de una forma u otra, ya que ese profesor era aficionado a la vejación, a mofarse de esos pequeños cabroncetes díscolos que no le escuchaban. Solía caminar entre los pupitres, escrutándonos con unos ojos desviados a través de sus gafas gruesas; buscaba excusas para ladrar, y cuando te cazaba, no sabías si te echaba la bronca a ti o al de al lado.

El caso es que ahí me tenéis, ante la pizarra, de espaldas a mis compañeros y con Pitágoras cerca, sentado en su mesa. Me propuso unas cuantas potencias que yo resolví con rapidez, todas salvo la última, que era cinco al cuadrado: escribí diez en lugar de veinticinco. Él, al verlo, ensanchó aún más su sonrisa y me pidió que diese media vuelta; luego rogó silencio a la clase y me preguntó cuánto era cinco al cuadrado. Yo respondí «Diez» con aplomo. Y entonces ocurrió algo tan extraño, tan kafkiano, tan demente, que jamás he podido olvidarlo: el tipo se dejó caer encima de su mesa y se sujetó el abdomen mientras pataleaba en el aire como un dibujo animado. Sus carcajadas, acompañadas por las risas de mis compañeros, me ensordecieron. Pocas veces llegué a sentirme más solo, empequeñecido. Escuché esas risas durante mucho tiempo.

Siete años después, en el instituto, me llevé una sorpresa mayúscula. Un chaval resolvía, no sin dificultad, el ejercicio matemático que la maestra dejó escrito en el encerado. Yo no prestaba atención, pero mi sentido arácnido se activó cuando escuché «¿Cuánto es cinco al cuadrado?». Casi no podía creerlo: misma situación, misma pregunta; con la diferencia de que ahora me hallaba entre los espectadores. ¿Imagináis qué respondió el chaval? «Diez», eso dijo. Pensé que habría un aluvión de carcajadas, y el pobre chico regresaría, cabizbajo, a su asiento. No fue así: la profesora, que no se parecía en nada al bufón de antes, le explicó que había multiplicado cinco por dos en vez de cinco por cinco; lo hizo con calma, sin inmutarse, como si aquello no tuviese —y no la tenía— importancia alguna. Ni una risita, ni un leve murmullo. Silencio. El chaval asintió con la cabeza, agradecido, y terminó el ejercicio.

Eso hizo que interpretase la primera escena, la que me acosó durante años, de una manera distinta: el único culpable de aquella humillación fue el profesor. Los niños se rieron porque son niños; podrían haberlo hecho con cualquier otro. Ese tipo, profesional deficiente, se mofaba de sus alumnos para espabilarlos y que se esmerasen. La táctica sirve, por supuesto, sirve si crees que el fin justifica los medios. Yo aprobé matemáticas ese curso, y de paso aprendí lo que significa la palabra «odio». Si alguna vez te ha pasado algo parecido, pregúntate quién es el verdadero culpable, porque a veces no eres tú. El caprichoso azar pone gente de toda índole en tu camino.

Hace poco me crucé con el amigo Pitágoras. Como se ha operado, ya no lleva esas gafas gruesas, y tampoco desvía los ojos hacia Indonesia. Supongo que ahora podrá mirar fijamente a sus alumnos cuando ladre y bufonee, el muy hijo de perra.

lunes, 10 de marzo de 2014

Dominions 4


Alabemos al Dominions, hermanos, porque es uno de los mejores juegos de estrategia que se han creado para PC. Y suelto esto así, nada más empezar, sin que me tiemble el pulso. Esa pequeña compañía sueca, Illwinter, se merece cualquier reconocimiento que le hagan. Parece increíble que sólo esté formada por dos personas; estos chicos recuerdan a los geniales Adams —Dwarf Fortress—. No exagero. 

Evita juzgar a este juego sólo por los gráficos y dale una oportunidad a la demo gratuita de la tercera parte, que es casi como la cuarta. Si te gusta la estrategia por turnos, la fantasía y el mimo por los detalles, vas a descubrir un título que durará años en tu disco duro. Como ronda los veinte euros, quizá dé la impresión de ser caro, sobre todo con esos gráficos salidos de los años noventa; pero se amortiza porque tiene una vida muy extensa; más aún si se juega contra humanos. El manual, un mostrenco de cuatrocientas páginas, puede adquirirse gratis o en papel. 


La propuesta es sumamente atractiva: eres un dios que aspira a convertirse en el único ser divino adorado —¡sólo puede quedar uno!—, y debe extender sus dominios, terrenales y religiosos, al tiempo que elimina a los oponentes. De ahí que el juego se llame Dominions. Para exterminar a esos indeseables que quieren quitarte el trono celestial, o infernal si te van más las maldades, hay que comenzar creando al dios, y eso es algo que te llevará bastante porque las opciones abundan e importan. Arriba tienes una imagen de las diferentes manifestaciones físicas, avatares, que puede escoger una nación; éstas varían de una a otra, y sus características son diferentes. No es igual escoger un pequeño mago decrépito que una bestia parda capaz de arrasar un ejército ella solita. Cada forma tiene sus ventajas e inconvenientes, hasta puedes optar, a veces, por un barato monolito.

Luego, escogida la forma del dios, queda decidir si éste va a empezar la partida despierto, dormido o encarcelado. Lo tendrás disponible desde el primer turno si está despierto. Evidentemente, las otras opciones harán que tarde más en aparecer; aunque así obtendremos puntos para mejorar nuestra nación: mayores suministros, suerte... Es necesario tomar estas decisiones con cuidado, ya que una mala configuración puede echar al traste la partida. He visto guías enteras que se centraban en estos laboriosos preliminares. Al final, como suele suceder, la experiencia  es lo que garantiza hacerlo bien; es normal ir a ciegas cuando aún no se conocen las naciones.


Dominions cuenta con un número considerable de naciones, tantas que es improbable llegar a catarlas todas. Algunas están basadas en civilizaciones antiguas, otras en animales antropomórficos, otras en criaturas mitológicas... incluso existe una inspirada en Lovecraft, sí, sí, como lo oyes: R'lyeh, un imperio acuático. Esta enorme variedad permite elegir aquello con lo que te sientas más a gusto. Quizá prefieras el reino de los hombres mono porque tiene arqueros sagrados que, con la bendición adecuada, son capaces de disparar flechas de fuego; o a lo mejor escoges a los chinos por su variedad mágica. ¿Que te gustan los pequeños ejércitos de élite? Pues los gigantes de hielo..., y esa nación con tropas rodeadas de fuego mágico tampoco está mal; a ver quién es el barbián que se les acerca.

Los ejércitos se mueven por sí mismos durante las batallas: nosotros
debemos posicionarlos y ordenarles cómo han de actuar


Lo explicado hasta ahora ya debería dar a entender que Dominions no es un juego convencional. Puede encuadrarse dentro de los 4X —explore, expand, exploit, and exterminate—, pero tiene personalidad propia, es duro. Las naciones suelen poseer una sola provincia en el primer turno, y está rodeada de hostilidad, ejércitos independientes que se oponen a arrodillarse ante tu magnificencia. Y reza para que no aparezca un tal Bogus en tus dominios, porque es un troll con muy malas pulgas. Si tienes paciencia, tal vez prefieras esperar a tener un ejército fiable con el que enseñarle a esos bárbaros quién manda... y así permitir, por pusilánime, que sean otros dioses los que conquisten.

Guerrear es saludable para expandir la fe, pero tampoco hay que olvidarse de la magia; la magia es todo un mundo dentro del juego: unos ochocientos hechizos. Resulta ideal reclutar un mago cada turno para que investigue todos esos encantamientos, invocaciones, conjuros; y forje, llegado el momento, objetos mágicos. ¿Una nación submarina amenaza tus fronteras? Habrá que encontrar, entre los más de trescientos objetos, algo que permita a tus tropas meterse bajo el agua. También es útil ir por las provincias en busca de lugares mágicos que den gemas, porque éstas sirven para lanzar magia y forjar esas espadas flamígeras tan chulas, entre otras cosas.


Como se puede ver, la belleza de los mapas es indiscutible, y, qué demonios, a mí los gráficos de las batallas no me parecen malos; me recuerdan a la encantadora época de los dieciséis bits. Y la banda sonora cumple a la perfección. Es una pena que juegos así pasen desapercibidos.

He tenido que describirlo por encima, pues profundizar en él me llevaría demasiado. Si estás interesado en probarlo, debes tener en cuenta que es complejo; requiere horas de aprendizaje. La inteligencia artificial basta para aprender, experimentar. Sin embargo, no es nada comparada con un oponente humano, uno que se sepa las innumerables combinaciones de objetos y magia. Lo bueno es que esas primeras horas donde, probablemente, meterás la pata una y otra vez, quedarán compensadas por una tonelada de diversión. ¡Muerte a los infieles!

¿Qué? ¿No te he convencido? Entonces le pediré ayuda a Conan de nuevo.

lunes, 3 de marzo de 2014

El color de la magia

La cubierta muestra una escena del
libro, y no lo hace mal: Pratchett es
capaz de provocar ese caos; un caos
en el buen sentido, es decir, hilarante
He aquí otro ejemplo de que los Best Seller no tienen por qué ser malos. Que algo se venda mucho sólo significa eso: que se vende mucho. Las novelas de Pratchett tienen un éxito fuera de lo común y son magníficas en su línea, la del humor. Ofrecen, a través de un rimbombante mundo fantástico, escenarios cargados de simpatía y acción. ¿La meta? Divertir al afortunado lector. 

No es imprescindible empezar por El color de la magia —mi primera novela de Pratchett fue Rechicero, si no recuerdo mal; pero sí conveniente. En ella se presentan los detalles de ese curioso planeta-tortuga, y lo hace de una forma muy habilidosa: a través de un turista. Éste llega con el kit completo: equipaje, máquina fotográfica y, por si su llamativo aspecto no fuese suficiente, una cantidad asombrosa de oro. El destino que va a tener en la zona pobre de Ankh-Morpork, ciudad llena de ladrones y asesinos, parece predecible; menos mal que Rincewind recibe el encargo de defenderlo. Aunque... un momento...

¿Qué pensarían los primeros lectores de
Pratchett al leer cómo es Mundodisco?
Ese protector, Rincewind, es un mago que fue expulsado de la universidad por hacer lo que no debía, y sólo se sabe un hechizo; así que tenemos a un turista inconsciente del peligro que le rodea —enorme peligro— junto a un mago medio inútil y que sí es, por desgracia para él, consciente de todo lo que se le viene encima. La fórmula, mezclada con el imaginario de Pratchett, da como resultado una gran cantidad de situaciones graciosas.

Me gusta pensar que el turista somos nosotros, los lectores, y que Rincewind hace las veces de guía, enseñándonos algunos lugares de su universo, el mismo que visitaremos en las próximas novelas. Cuando se termina El color de la magia, el lector deja de ser un turista despistado: se convierte en compañero de aventuras, porque en Mundodisco también hay épicas empresas heroicas. No se me ocurre un mejor exordio para esta colección.

Esta novela suele venderse a un
precio reducido, así es más fácil
crear nuevos aficionados

En lo concerniente a la parte técnica, Pratchett es un autor coetáneo y denodado: descripciones someras, velocidad, movimiento. Las figuras retóricas buscan potenciar el humor, no enriquecer una prosa que no lo necesita, pues su parquedad le da a la imaginación una larga autopista de despegue. Parece increíble que el autor, escribiendo así, sea capaz de evocar imágenes tan complejas como la que aparece en la primera cubierta, o en la segunda; pero lo hace eficazmente. Me han asombrado las ilustraciones que encontré de sus novelas, porque lo que yo imaginé se acerca bastante.

Las historias de Mundodisco divierten más si se conoce el género fantástico, parodiado por ellas. Podrían ser una excusa muy válida para adentrarse en él, descubrir sus lugares comunes y reconocerlos cuando se les dé una perspectiva desenfadada, sin gazmoñerías. Rincewind no es el clásico héroe —¿es un héroe?— que salva vidas desinteresadamente. ¿Qué habría dicho alguien como Tolkien de estas novelas?