Un interesante texto de Bolaño que quería compartir. Espero que te lo pases tan bien como yo cuando lo leí.
Para Alan Pauls
Permitidme que en esta época sombría empiece con
una afirmación llena de esperanza. ¡El estado actual de la literatura en
lengua española es muy bueno! ¡Inmejorable! ¡Óptimo!
Si fuera
mejor incluso me daría miedo.Tranquilicémonos, sin embargo. Es bueno,
pero nadie debe temer un ataque al corazón. No hay nada que induzca a
pensar en un gran sobresalto.
Pérez Reverte, según un crítico
llamado Conte, es el novelista perfecto de España. No tengo el recorte
donde afirma eso, así que no lo puedo citar literalmente. Creo recordar
que decía que era el novelista más perfecto de la actual literatura
española, como si una vez alcanzada la perfección uno pudiera seguir
perfeccionándose. Su principal mérito, pero esto no sé si lo dijo Conte o
el novelista Marsé, es su legibilidad. Esa legibilidad le permite ser
no sólo el más perfecto sino también el más leído. Es decir: el que más
libros vende.
Según este esquema, probablemente el novelista
perfecto de la narrativa española sea Vázquez Figueroa, que en sus ratos
libres se dedica a inventar máquinas desalinizadoras o sistemas
desalinizadores, es decir artefactos que pronto convertirán el agua de
mar en agua dulce, apropiada para regadíos y para que la gente se pueda
duchar e incluso, supongo, apta para ser bebida. Vázquez Figueroa no es
el más perfecto, pero sin duda es perfecto. Legible lo es. Ameno lo es.
Vende mucho. Sus historias, como las de Pérez Reverte, están llenas de
aventuras.
Francamente, me gustaría tener aquí la reseña de ese
Conte. Lástima que yo no ande por ahí guardando recortes de prensa, como
el personaje de La colmena, de Cela, que guarda en un bolsillo de su
raída americana el recorte de una colaboración suya en un diario de
provincias, un diario del Movimiento, es de suponer, un personaje
entrañable, por otra parte, al que siempre veré con el rostro de José
Sacristán, un rostro pálido e inerme en la película, una jeta
inconmensurable de perro apaleado con su arrugado recorte en el
bolsillo, deambulando por la imposible meseta de este país. Llegado a
este punto permitidme dos digresiones exegéticas o dos suspiros: qué
buen actor es José Sacristán, qué ameno, qué legible. Y qué cosa más
curiosa ocurre con Cela: cada día que pasa se asemeja más a un dueño de
fundo chileno o a un dueño de rancho mexicano; sus hijos naturales, como
dicen los púdicos latinoamericanos, o sus bastardos, aparecen y crecen
como los matorrales, vulgares y a disgusto, pero tenaces y con la voz
bronca, o como las cándidas lilas en los lotes baldíos, según la
expresión del cándido Eliot.
Si al cadáver increíblemente gordo
de Cela lo amarramos a un caballo blanco, podemos y de hecho tenemos a
un nuevo Cid de las letras españolas.
Declaración de principios:
En principio yo no tengo nada contra la claridad y la amenidad. Luego, ya veremos.
Esto
siempre resulta conveniente declararlo cuando uno se adentra en esta
especie de Club Mediterranée hábilmente camuflado de pantano, de
desierto, de suburbio obrero, de novela-espejo que se mira a sí misma.
Hay
una pregunta retórica que me gustaría que alguien me contestara: ¿por
qué Pérez Reverte o Vázquez Figueroa o cualquier otro autor de éxito,
digamos, por ejemplo, Muñoz Molina o ese joven de apellido sonoro De
Prada, venden tanto? ¿Sólo porque son amenos y claros? ¿Sólo porque
cuentan historias que mantienen al lector en vilo? ¿Nadie responde?
¿Quién es el hombre que se atreve a responder? Que nadie diga nada.
Detesto que la gente pierda a sus amigos. Responderé yo. La respuesta es
no. No venden sólo por eso. Venden y gozan del favor del público porque
sus historias se entienden. Es decir: porque los lectores, que nunca se
equivocan, no en cuanto lectores, obviamente, sino en cuanto
consumidores, en este caso de libros, entienden perfectamente sus
novelas o sus cuentos. El crítico Conte esto lo sabe o tal vez, porque
es joven, lo intuye. El novelista Marsé, que es viejo, lo tiene bien
aprendido. El público, el público, como le dijo García Lorca a un
chapera mientras se escondían en un zaguán, no se equivoca nunca, nunca,
nunca. ¿Y por qué no se equivoca nunca? Porque entiende.
Por
supuesto es aconsejable aceptar y exigir, faltaría más, el ejercicio
incesante de la claridad y la amenidad en la novela, que es un arte,
digamos, que discurre al margen de los movimientos que transforman la
historia y la historia particular, coto exclusivo de la ciencia y de la
televisión, aunque en ocasiones si uno extiende la exigencia o el
dictado de lo entretenido, de lo claro, al ensayo y a la filosofía, el
resultado puede ser a primera vista catastrófico sin por ello perder su
potencia de promesa o dejar de ser, a medio plazo, algo providencial y
deseable. Por ejemplo, el pensamiento débil. Honestamente no tengo ni
idea de en qué consistió (o consiste) el pensamiento débil. Su promotor,
creo recordar, fue un filósofo italiano del siglo XX. Nunca leí un
libro suyo ni un libro acerca de él. Entre otras razones, y no me estoy
disculpando, porque carecía de dinero para comprarlo. Así que lo cierto
es que, en algún periódico, debí de enterarme de su existencia. Había un
pensamiento débil. Probablemente aún esté vivo el filósofo italiano.
Pero en resumidas cuentas el italiano no importa. Quizá quería decir
otras cosas cuando hablaba de pensamiento débil. Es probable. Lo que
importa es el título de su libro. De la misma manera que cuando nos
referimos al Quijote lo que menos importa es el libro sino el título y
unos cuantos molinos de viento. Y cuando nos referimos a Kafka lo que
menos importa (Dios me perdone) es Kafka y el fuego, sino una señora o
un señor detrás de una ventanilla. (A esto se le llama concreción,
imagen retenida y metabolizada por nuestro organismo, memoria histórica,
solidificación del azar y del destino). La fuerza del pensamiento
débil, lo intuí como si me hubiera mareado de repente, un mareo
producido por el hambre, radicaba en que se proponía a sí mismo como
método filosófico para la gente no versada en los sistemas filosóficos.
Pensamiento débil para gente que pertenece a las clases débiles. Un
obrero de la construcción de Gerona, que no se ha sentado jamás con su
Tractatus logico-philosophicus al borde del andamio, a treinta metros de
altura, ni lo ha releído mientras mastica su bocadillo de chope,
podría, con una buena campaña publicitaria, leer al filósofo italiano o a
alguno de sus discípulos, cuya escritura clara y amena e inteligible
les llegaría al fondo del corazón.
En aquel momento, a pesar de
los mareos, me sentí como Nietzsche en la epifanía del Eterno Retorno.
Nanosegundos que se suceden inexorables y todos bendecidos por la
eternidad.
¿Qué es el chope? ¿En qué consiste un bocadillo de
chope? ¿Está el pan untado con tomate y unas gotitas de aceite de oliva o
va el pan seco, envuelto en papel de aluminio, también llamado, por la
marca del fabricante, papel albal? ¿Y en qué consiste el chope? ¿Es
acaso mortadela? ¿Es una mezcla de jamón york y mortadela? ¿Una mezcla
de salami y mortadela? ¿Hay algo de chorizo o salchichón en el chope? ¿Y
por qué la marca del papel de aluminio se llama albal? ¿Es un apellido,
el apellido del señor Nemesio Albal? ¿O alude a alba, al alba clara de
los enamorados y de los trabajadores que antes de partir a su tarea
meten en su tartera medio kilo de pan con su correspondiente ración de
lonchas de chope?
Alba con un ligero fulgor metalizado. Alba
clara sobre el cagadero. Así se llamaba un poema que escribí con Bruno
Montané hace siglos. No hace mucho, sin embargo, leí que ese título y
ese poema se lo atribuían a otro poeta. Ay, ay, ay, ay, los
inconscientes, qué lejos se remonta el rastreo, la asechanza, el acoso. Y
lo peor de todo es que el título es malísimo.
Pero volvamos al
pensamiento débil, ese guante que se ajusta sobre el andamio. Amenidad
no le falta. De claridad tampoco anda escaso. Y los así llamados débiles
socialmente entienden perfectamente el mensaje. Hitler, por ejemplo, es
un ensayista o un filósofo, como queráis llamarle, de pensamiento
débil. ¡Se le entiende todo! Los libros de autoayuda son en realidad
libros de filosofía práctica, de filosofía amena, en la calle, filosofía
inteligible para la mujer y para el hombre. Ese filósofo español, que
glosa y que interpreta los avatares del programa de televisión «Gran
Hermano», es un filósofo legible y claro, aunque en su caso la
revelación haya llegado con algunas décadas de retraso. No consigo
recordar su nombre, pues este discurso, como muchos de vosotros ya
habéis adivinado, lo escribo de memoria y pocos días antes de ser
pronunciado. Sólo recuerdo que el filósofo pasó muchos años en un país
latinoamericano, un país que imagino tropical, harto del exilio, harto
de los mosquitos, harto de la atroz exuberancia de las flores del mal.
Ahora el viejo filósofo vive en una ciudad española que no está en
Andalucía, soportando inviernos interminables, cubierto con una bufanda y
con una boina, contemplando en la tele a los concursantes de «Gran
Hermano» y escribiendo sus apuntes en una libreta de hojas blancas y
frías como la nieve.
Sánchez Dragó es quien escribe los mejores
libros de teología. Un tipo cuyo nombre no recuerdo, especialista en
ovnis, es quien escribe los mejores libros de divulgación científica.
Lucía Etxebarría es quien escribe los mejores libros sobre
intertextualidad. Sánchez Dragó es quien mejor escribe los libros sobre
multiculturalidad. Juan Goytisolo es quien escribe los mejores libros
políticos. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores libros sobre
historia y mitos. Ana Rosa Quintana, una presentadora de televisión
simpatiquísima, es quien escribe el mejor libro sobre la mujer
maltratada de nuestros días. Sánchez Dragó es quien escribe los mejores
libros de viajes. Me encanta Sánchez Dragó. No se le notan los años. ¿Se
teñirá el pelo con henna o con un tinte común y corriente de
peluquería? ¿O no le salen canas? ¿Y si no le salen canas, por qué no se
queda calvo, que es lo que suele pasarles a aquellos que conservan su
viejo color de pelo?
Y la pregunta que de verdad me importa: ¿qué
espera Sánchez Dragó para invitarme a su programa de televisión? ¿Que
me ponga de rodillas y me arrastre hacia él como el pecador hacia la
zarza ardiente? ¿Que mi salud sea más mala de lo que ya es? ¿Que consiga
una recomendación de Pitita Ridruejo? ¡Pues ándate con cuidado, Víctor
Sánchez Dragó! ¡Mi paciencia tiene un límite y yo en otro tiempo estuve
en la pesada! ¡No digas luego que nadie te lo advirtió, Gregorio Sánchez
Dragó!
Sepan. A manderecha del poste rutinario, viniendo, claro
está, desde el nornoroeste, allí mero donde se aburre una osamenta, se
puede divisar ya Comala, la ciudad de la muerte. Hacia esa ciudad se
dirige montado en un asno este discurso magistral y hacia esa ciudad me
dirijo yo y todos ustedes, de una u otra manera, con mayor o menor
alevosía. Pero antes de entrar en ella me gustaría contar una historia
referida por Nicanor Parra, a quien consideraría mi maestro si yo
tuviera suficientes méritos como para ser su discípulo, que no es el
caso. Un día, no hace demasiado, a Nicanor Parra lo nombraron doctor
honoris causa por la Universidad de Concepción. Lo mismo lo hubieran
podido nombrar doctor honoris causa por la Universidad de Santa Bárbara o
Mulchén o Coigüe, en Chile, según me cuentan, bastaba con tener la
primaria terminada y una casa más o menos grande para fundar una
universidad privada, beneficios del libre mercado. Lo cierto es que la
Universidad de Concepción tiene cierto prestigio, es una universidad
grande, hasta donde sé todavía es estatal, y allí homenajean a Nicanor
Parra y lo nombran doctor honoris causa y lo invitan a pronunciar una
clase magistral. Nicanor Parra acude y lo primero que explica es que
cuando él era un niño o un adolescente, había ido a esa universidad,
pero no a estudiar sino a vender bocadillos, que en Chile se los llama
sándwich o sánguches, que los estudiantes compraban y devoraban entre
clase y clase. A veces Nicanor Parra iba acompañando a su tío, otras iba
acompañando a su madre y en alguna ocasión acudió solo, con la bolsa
llena de sánguches cubiertos no con papel albal sino con papel de
periódico o con papel de estraza, y tal vez ni siquiera con una bolsa
sino con un canasto, tapado con un paño de cocina por motivos higiénicos
y estéticos e incluso prácticos. Y ante la sala llena de profesores
sureños que sonreían Nicanor Parra evocó la vieja Universidad de
Concepción, que probablemente se está perdiendo en el vacío y que sigue,
ahora, perdiéndose en la inercia del vacío o de nuestra percepción del
vacío, y se recordó a sí mismo, digamos, mal vestido y con ojotas, con
la ropa que no tarda en quedarles pequeña a los adolescentes pobres, y
todo, hasta el olor de aquellos tiempos, que era un olor a resfriado
chileno, a constipado sureño, quedó atrapado como una mariposa ante la
pregunta que se plantea y nos plantea Wittgenstein, desde otro tiempo y
desde la lejana Europa, y que no tiene respuesta: ¿esta mano es una mano
o no es una mano?
Latinoamérica fue el manicomio de Europa así
como Estados Unidos fue su fábrica. La fábrica está ahora en poder de
los capataces y locos huidos son su mano de obra. El manicomio, desde
hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su
propia grasa.
Hoy he leído una entrevista con un prestigioso y
resabiado escritor latinoamericano. Le dicen que cite a tres personajes
que admire. Responde. Nelson Mándela, Gabriel García Márquez y Mario
Vargas Llosa. Se podría escribir una tesis sobre el estado de la
literatura latinoamericana sólo basándose en esa respuesta. El lector
ocioso puede preguntarse en qué se parecen estos tres personajes. Hay
algo que une a dos de ellos: el Premio Nobel. Hay más de algo que los
une a los tres: hace años fueron de izquierda. Es probable que los tres
admiren la voz de Miriam Makeba. Es probable que los tres hayan bailado,
García Márquez y Vargas Llosa en abigarrados apartamentos de
latinoamericanos, Mándela en la soledad de su celda, el pegadizo
pata-pata. Los tres dejan delfines lamentables, escritores epigonales,
pero claros y amenos, en el caso de García Márquez y Vargas Llosa, y el
inefable Thabo Mbeki, actual presidente de Sudáfrica, que niega la
existencia del sida, en el caso de Mándela. ¿Cómo alguien puede decir, y
quedarse tan fresco, que los personajes que más admira son estos tres?
¿Por qué no Bush, Putin y Castro? ¿Por qué no el mulá Omar, Haider y
Berlusconi? ¿Por qué no Sánchez Dragó, Sánchez Dragó y Sánchez Dragó,
disfrazado de Santísima Trinidad?
Con declaraciones como ésta,
así nos va. Por supuesto, estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario
(aunque esto suene innecesariamente melodramático) para que ese escritor
resabiado pueda hacer esta y cualquier otra declaración, según sea su
gusto y ganas. Que cualquiera pueda decir lo que quiera decir y escribir
lo que quiera escribir y además pueda publicar. Estoy en contra de la
censura y de la autocensura. Con una sola condición, como dijo Alceo de
Mitilene: que si vas a decir lo que quieres, también vas a oír lo que no
quieres.
En realidad la literatura latinoamericana no es Borges
ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni
Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García
Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende,
Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez,
un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en
este momento no recuerdo.
La obra de Reinaldo Arenas ya está
perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a
Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido
declarar que tres de sus personajes inolvidables son Mándela, García
Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce
Echenique, no tardará en entrar de lleno en la mecánica del olvido.
Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del
escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o
en la Clínica Mayo de Nueva York. La mejor lección de literatura que
dio Vargas Llosa fue salir a hacer jogging con las primeras luces del
alba. La mejor lección de García Márquez fue recibir al Papa de Roma en
La Habana, calzado con botines de charol, García, no el Papa, que
supongo iría con sandalias, junto a Castro, que iba con botas. Aún
recuerdo la sonrisa que García Márquez, en aquella magna fiesta, no pudo
disimular del todo. Los ojos entrecerrados, la piel estirada como si
acabara de hacerse un lifting, los labios ligeramente fruncidos, labios
sarracenos habría dicho Amado Nervo muerto de envidia.
¿Qué
pueden hacer Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la
avalancha de glamour? Poca cosa. Literatura. Pero la literatura no vale
nada si no va acompañada de algo más refulgente que el mero acto de
sobrevivir. La literatura, sobre todo en Latinoamérica, y sospecho que
también en España, es éxito, éxito social, claro, es decir es grandes
tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo nombrar veinte
idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener problemas,
no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me cuesta
imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de
emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva
York o Los Ángeles, cenas con grandes magnatarios (para que así
descubramos que Bill Clinton puede recitar de memoria párrafos enteros
de Huckleberry Finn con la misma soltura con que el presidente Aznar lee
a Cernuda), portadas en Newsweek y anticipos millonarios.
Los
escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer,
señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos
un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del
proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad,
deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del pueblo de
Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en la
clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan
desesperadamente. Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar
libros, sonreír, viajar a lugares desconocidos, sonreír, hacer de
payaso en los programas del corazón, sonreír mucho, sobre todo no morder
la mano que les da de comer, asistir a ferias de libros y contestar de
buen talante las preguntas más cretinas, sonreír en las peores
situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el crecimiento
demográfico, dar siempre las gracias.
No es de extrañar que de
golpe se sientan cansados. La lucha por la respetabilidad es agotadora.
Pero los nuevos escritores tuvieron y algunos aún tienen (y Dios se los
conserve por muchos años) padres que se agotaron y gastaron por un
simple jornal de obrero y por lo tanto saben, los nuevos escritores, que
hay cosas mucho más agotadoras que sonreír incesantemente y decirle sí
al poder. Claro que hay cosas mucho más agotadoras. Y de alguna forma es
conmovedor buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de
la respetabilidad. Ya no existe Aldana, ya nadie dice que ahora es
preciso morir, pero existe, en cambio, el opinador profesional, el
tertuliano, el académico, el regalón del partido, sea éste de derecha o
de izquierda, existe el hábil plagiario, el trepa contumaz, el cobarde
maquiavélico, figuras que en el sistema literario no desentonan de las
figuras del pasado, que cumplen, a trancas y barrancas, a menudo con
cierta elegancia, su rol, y que nosotros, los lectores o los
espectadores o el público, el público, el público, como le decía al oído
Margarita Xirgu a García Lorca, nos merecemos.
Dios bendiga a
Hernán Rivera Letelier, Dios bendiga su cursilería, su sentimentalismo,
sus posiciones políticamente correctas, sus torpes trampas formales,
pues yo he contribuido a ello. Dios bendiga a los hijos tarados de
García Márquez y a los hijos tarados de Octavio Paz, pues yo soy
responsable de esos alumbramientos. Dios bendiga los campos de
concentración para homosexuales de Fidel Castro y los veinte mil
desaparecidos de Argentina y la jeta perpleja de Videla y la sonrisa de
macho anciano de Perón que se proyecta en el cielo y a los asesinos de
niños de Río de Janeiro y el castellano que utiliza Hugo Chávez, que
huele a mierda y es mierda y que he creado yo.
Todo es, a final
de cuentas, folclore. Somos buenos para pelear y somos malos para la
cama. ¿O tal vez era al revés, Maquieira? Ya no me acuerdo. Tiene razón
Fuguet: hay que conseguir becas y anticipos sustanciosos. Hay que
venderse antes de que ellos, quienes sean, pierdan el interés por
comprarte. Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jacques
Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos. La
novela de Penélope Cruz en la India está a la altura de nuestros más
preclaros estilistas. Llega Pe a la India. Como le gusta el color local o
lo auténtico va a comer a uno de los peores restaurantes de Calcuta o
de Bombay. Así lo dice Pe. Uno de los peores o uno de los más baratos o
uno de los más populares. En la puerta ve a un niño famélico quien a su
vez no le quita los ojos de encima. Pe se levanta y sale y le pregunta
al niño qué le pasa. El niño le dice si le puede dar un vaso de leche.
Curioso, pues Pe no está bebiendo leche. En cualquier caso nuestra
actriz consigue un vaso de leche y se lo lleva al niño, que sigue en la
puerta. Acto seguido el niño bebe el vaso de leche ante la atenta mirada
de Pe. Cuando se lo acaba, cuenta Pe, la mirada de agradecimiento y de
felicidad del niño la lleva a pensar en la cantidad de cosas que ella
posee y que no necesita, aunque allí Pe se equivoca, pues todo,
absolutamente todo lo que posee, lo necesita. Al cabo de unos días Pe
mantiene una larga conversación filosófica y también de orden práctico
con la madre Teresa de Calcuta. En determinado momento Pe le cuenta esta
historia. Habla de lo necesario y de lo superfluo, de ser y no ser, de
ser con relación a y de no ser en relación ¿con qué?, ¿y cómo?, ¿y a
final de cuentas qué es eso de ser?, ¿ser tú misma?, Pe se hace un lío.
La madre Teresa, mientras tanto, no para de moverse como una comadreja
reumática de un lado a otro de la habitación o del porche que las
cobija, mientras el sol de Calcuta, el sol balsámico y también el sol de
los muertos vivientes, espolvorea sus postreros rayos imantado ya por
el oeste. Eso, eso, dice la madre Teresa de Calcuta, y luego murmura
algo que Pe no entiende. ¿Qué?, dice Pe en inglés. Sé tú misma. No te
preocupes por arreglar el mundo, dice la madre Teresa, ayuda, ayuda,
ayuda a uno, dale un vaso de leche a uno y ya será suficiente, apadrina a
un niño, sólo a uno, y ya será suficiente, dice la madre Teresa en
italiano y con evidente mal humor. Al caer la noche Pe vuelve al hotel.
Se ducha, se cambia de ropa, se pone unas gotas de perfume sin poder
dejar de pensar en las palabras de la madre Teresa. A la hora de los
postres, de golpe, la iluminación. Todo consiste en sacar un pellizco
microscópico de los ahorros. Todo consiste en no atribularse. Tú dale a
un niño indio doce mil pesetas al año y ya estarás haciendo algo. Y no
te atribules ni tengas mala conciencia. No fumes, come frutos secos y no
tengas mala conciencia. El ahorro y el bien están indisolublemente
unidos.
Quedan algunos enigmas flotando como ectoplasmas en el
aire. ¿Si Pe iba a comer a un restaurante barato cómo es que no le dio
una gastroenteritis? ¿Y por qué Pe, que tiene dinero, iba precisamente a
comer a un restaurante barato? ¿Por ahorrar?
Somos malos para la
cama, somos malos para la intemperie, pero buenos para el ahorro. Todo
lo guardamos. Como si supiéramos que el manicomio se va a quemar. Todo
lo escondemos. No sólo los tesoros que cíclicamente sustraerá Pizarro,
sino las cosas más inútiles, las baratijas, hilos sueltos, cartas,
botones, que enterramos en sitios que luego se borran de nuestra
memoria, pues nuestra memoria es débil. Nos gusta, sin embargo, guardar,
atesorar, ahorrar. Si pudiéramos, nos ahorraríamos a nosotros mismos
para épocas mejores. No sabemos estar sin papá y mamá. Aunque
sospechamos que papá y mamá nos hicieron feos y tontos y malos para así
engrandecerse aún más ellos mismos ante las generaciones venideras. Pues
para papá y mamá el ahorro era interpretado como perdurabilidad y como
obra y como panteón de hombres ilustres, mientras que para nosotros el
ahorro es éxito, dinero, respetabilidad. Sólo nos interesa el éxito, el
dinero, la respetabilidad. Somos la generación de la clase media.
La
perdurabilidad ha sido vencida por la velocidad de las imágenes vacías.
El panteón de los hombres ilustres, lo descubrimos con estupor, es la
perrera del manicomio que se quema.
Si pudiéramos crucificar a
Borges, lo crucificaríamos. Somos los asesinos tímidos, los asesinos
prudentes. Creemos que nuestro cerebro es un mausoleo de mármol, cuando
en realidad es una casa hecha con cartones, una chabola perdida entre un
descampado y un crepúsculo interminable. (Quién dice, por otra parte,
que no hayamos crucificado a Borges. Lo dice Borges, que murió en
Ginebra).
Sigamos, pues, los dictados de García Márquez y leamos a
Alejandro Dumas. Hagámosle caso a Pérez Dragó o a García Conte y leamos
a Pérez Reverte. En el folletón está la salvación del lector (y de
paso, de la industria editorial). Quién nos lo iba a decir. Mucho
presumir de Proust, mucho estudiar las páginas de Joyce que cuelgan de
un alambre, y la respuesta estaba en el folletón. Ay, el folletón. Pero
somos malos para la cama y probablemente volveremos a meter la pata.
Todo lleva a pensar que esto no tiene salida.