Voy a ir al grano: las primeras cincuenta páginas han sido como un dolor de muelas. Murakami suele ser bastante reiterativo, pero en esta novela se ha superado; haceros a la idea de que vais a leer lo mismo varias veces. A eso añadidle —desconozco hasta qué punto es culpable el traductor— el abuso desmedido de algunos verbos. Aunque la interesante trama atenúa un poco las carencias, fallan las elipsis: excesivas acciones cotidianas descritas minuciosamente. Me ha costado, mientras lo leía con asombro, reconocer al autor de Tokio blues y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Sin embargo, es él. No hay duda. La prosa es tan adictiva como siempre, y he vuelto a encontrarme con uno de sus tópicos preferidos: «Oscuro como boca de lobo».
Lo bueno de Murakami es que se atreve a traspasar la realidad y adentrarse en un universo onírico. En Baila, baila, baila recurre a uno de sus personajes más fascinantes: el misterioso hombre carnero, cuya aparición deja claro que cualquier cosa puede suceder. El protagonista, un redactor freelance que escribe artículos de toda índole, vuelve a uno de los lugares que visitó hace años: el viejo y pequeño Hotel Delfín. Allí descubre que lo han derribado para construir otro en su lugar. Conserva el nombre del anterior, pero ahora es suntuoso, un enorme edificio de veintiséis plantas. Sorprendido, empieza a indagar el motivo de que el hotel original desapareciese, y así capta la atención de una joven recepcionista que tuvo, mientras trabajaba, una experiencia fuera de lo común...
Como podéis ver, el argumento no es malo; engancha por sí solo. Por desgracia la novela está plagada de párrafos y párrafos que cuentan la monótona existencia del protagonista: ora cocino, ora voy al cine, ora voy otra vez al cine... Lo peculiar es que la prosa atrapa incluso en esas condiciones. No importa qué haga el tipo al que estamos siguiendo, porque tarde o temprano llegará una gran escena que compensará tanta paja. Es posible que en Japón estén acostumbrados a ese ritmo narrativo. Tal vez lo que para mí es paja, para ellos sea un tremendo entretenimiento, no lo sé. Yo metería tijera en un montón de oraciones que considero superfluas. Opino que podría haberse contado lo mismo en la mitad de páginas, que no son pocas, por cierto.
—Entonces, tu padre es el escritor Hiraku Makimura, ¿no?
—Sí. No es mala persona. Pero no tiene talento.
Baila, baila, baila se salva gracias a que se nota la impronta del autor, su carácter: personajes melómanos, momentos kafkianos, sexo, filosofía tras los diálogos significativos. El final es uno de sus puntos fuertes, porque la tensión no flaquea hasta el último segundo; deja al lector en vilo, preguntándose si sucederá lo predecible o no. Lástima que el nivel sea un poco más bajo de lo habitual en Murakami. Pienso que esta «nueva» obra —se publicó en 1988, después de Tokio blues— que acaba de aparecer en la editorial Tusquets, quizá defraude a los más exigentes. Desaconsejo su lectura si no se han leído antes otros títulos del autor. Mentiría si dijese que me decepcionó, pues me ha gustado, pero debo ser fiel a la señora Objetividad.
A mediados de este mes —más vale tarde que nunca— recibí esta novela gratuitamente gracias a una iniciativa de PriceMinister. Se trata de escoger los mejores libros del 2012. Yo, evidentemente, creo que éste no debería ser elegido... y seguro que tampoco los otros que han propuesto. Publicidad, ya se sabe.
Lo bueno de Murakami es que se atreve a traspasar la realidad y adentrarse en un universo onírico. En Baila, baila, baila recurre a uno de sus personajes más fascinantes: el misterioso hombre carnero, cuya aparición deja claro que cualquier cosa puede suceder. El protagonista, un redactor freelance que escribe artículos de toda índole, vuelve a uno de los lugares que visitó hace años: el viejo y pequeño Hotel Delfín. Allí descubre que lo han derribado para construir otro en su lugar. Conserva el nombre del anterior, pero ahora es suntuoso, un enorme edificio de veintiséis plantas. Sorprendido, empieza a indagar el motivo de que el hotel original desapareciese, y así capta la atención de una joven recepcionista que tuvo, mientras trabajaba, una experiencia fuera de lo común...
Como podéis ver, el argumento no es malo; engancha por sí solo. Por desgracia la novela está plagada de párrafos y párrafos que cuentan la monótona existencia del protagonista: ora cocino, ora voy al cine, ora voy otra vez al cine... Lo peculiar es que la prosa atrapa incluso en esas condiciones. No importa qué haga el tipo al que estamos siguiendo, porque tarde o temprano llegará una gran escena que compensará tanta paja. Es posible que en Japón estén acostumbrados a ese ritmo narrativo. Tal vez lo que para mí es paja, para ellos sea un tremendo entretenimiento, no lo sé. Yo metería tijera en un montón de oraciones que considero superfluas. Opino que podría haberse contado lo mismo en la mitad de páginas, que no son pocas, por cierto.
—Entonces, tu padre es el escritor Hiraku Makimura, ¿no?
—Sí. No es mala persona. Pero no tiene talento.
Baila, baila, baila se salva gracias a que se nota la impronta del autor, su carácter: personajes melómanos, momentos kafkianos, sexo, filosofía tras los diálogos significativos. El final es uno de sus puntos fuertes, porque la tensión no flaquea hasta el último segundo; deja al lector en vilo, preguntándose si sucederá lo predecible o no. Lástima que el nivel sea un poco más bajo de lo habitual en Murakami. Pienso que esta «nueva» obra —se publicó en 1988, después de Tokio blues— que acaba de aparecer en la editorial Tusquets, quizá defraude a los más exigentes. Desaconsejo su lectura si no se han leído antes otros títulos del autor. Mentiría si dijese que me decepcionó, pues me ha gustado, pero debo ser fiel a la señora Objetividad.
A mediados de este mes —más vale tarde que nunca— recibí esta novela gratuitamente gracias a una iniciativa de PriceMinister. Se trata de escoger los mejores libros del 2012. Yo, evidentemente, creo que éste no debería ser elegido... y seguro que tampoco los otros que han propuesto. Publicidad, ya se sabe.