martes, 2 de diciembre de 2014

Tres juegos que amarás y odiarás


Faster Than Light sería el juego preferido del capitán Picard: exploración, misiones de socorro, combates tácticos entre naves espaciales. Cada lugar desconocido del mapa esconde sorpresas: ¿nos interceptarán los piratas? ¿Aparecerá una tienda para mejorar el armamento o reclutar nuevos tripulantes? ¿Dañarán el casco esos asteroides? ¿Seremos abordados? Si hay que luchar, la victoria supone jugosas recompensas; pero la derrota es definitiva, como en los roguelikes. La buena noticia es que se desbloquean distintos modelos de naves según se avanza, y las azarosas situaciones que pueden hallarse durante el viaje son muy variadas y divertidas; ésos son dos enormes alicientes que incrementan la durabilidad del juego. 

Requisito indispensable: jugar escuchando las canciones que aparecen en Guardianes de la galaxia —la película es pueril, pero qué canciones—, o al menos Tom Sawyer


Hablando de rogues, ¿conoces Tales of Maj' Eyal? Si nunca has oído hablar de él, te alegrará saber que es gratuito; aunque se pueden hacer donaciones —muy merecidas— en la página.

Los gráficos no están nada mal, son de lo mejor que he visto en el género, y la rejugabilidad... la rejugabilidad es enorme..., ciclópea, diría nuestro amigo Lovecraft. Hay un montón de razas y profesiones para escoger, y las mazmorras pueden reservar sorpresas diferentes cuando se entra de nuevo en ellas; aun usando el mismo personaje, es complicado que dos partidas sean iguales. En la última que jugué, un jefe troll me dejó su poderosísima arma: un tronco, pero uno muy grande. Me pasé la mitad de las mazmorras a troncazo limpio. Da igual que el enemigo sea un archimago o un elemental gigante: los troncazos en la cabeza siempre funcionan.


El remake de Binding of Isaac es una maravilla, porque mejora un juego que ya era una genialidad, incrementa su elemento esencial: los objetos. Una buena combinación de objetos puede hacer que disminuya notablemente la dificultad, pero la mayor parte de las veces hay que adaptarse a lo malo que surja. ¿Y qué es The Binding of Isaac? Pues un rogue de acción que recuerda a los matamarcianos de siempre;  encantará al que le atraigan ambos conceptos, disparo y búsqueda. A esa mezcla original, hay que añadir una estética impactante, llena de imágenes truculentas y escatológicas. El creador se atreve con todo.

Sobre si es un juego ofensivo desde el punto de vista religioso, diría que no, porque mantiene cierta coherencia con esa materia: Isaac es perseguido por su madre, una fanática religiosa que quiere sacrificarlo porque Dios se lo ordena cuando está sentada en el sofá, viendo la televisión. Si ese personaje es una mofa hacia la iglesia, ¿por qué en el juego puede destruirse automáticamente con la Biblia? De lo último se colige que ella, en realidad, sólo es una chalada que escucha voces, no una sirviente directa de Dios, pues éste ayuda a Isaac en su destrucción.

En resumen, no hay excusas: cualquiera de estos tres juegos son muy divertidos, largos y consumen poco tiempo. Su dificultad es alta, así que habrá una inevitable relación de amor-odio. 

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Taksim


La encontré en una librería de viejo, entre una novela de Sagan y otra de Asimov —buena compañía—. Su lomo estaba perfecto, nada de esas arrugas que se forman con el uso; así que el anterior propietario no debió estrenarla, o tal vez sólo leyese los primeros capítulos antes de olvidarse de ella, abrumado por un ritmo que, objetivamente hablando, es lento: mucha descripción, mucho detalle cotidiano, mucha atmósfera y poco diálogo. Desde luego, un ritmo así puede espantar a algunos lectores; pero no es un detalle reprochable, sino una opción a la hora de narrar; y una denodada, además, porque se aleja del camino más transitado, vendible. 

Ahora el lomo sí que tiene arrugas, porque a mí me pareció un buen libro, uno sincero donde se percibe la melancolía del autor, pues la obra muestra otro de esos futuros negativos que tanto se ven en la ciencia ficción actual. Con el panorama que estamos viviendo, a ver quién se pone a escribir sobre humanos felices que conquistan el espacio a golpe de imposiciones morales.

Taksim va sobre guerra, ejecuciones masivas, la futura hegemonía de las multinacionales, que logran, además de un poder absoluto, cambiar los nombres del mapa; en consecuencia, es posible vivir en una ciudad que se llame Coca-Cola, por ejemplo. Los robots forman parte del día a día y se les da un mal uso: padres que ignoran a sus hijos, dejándolos demasiado tiempo en compañía de sofisticados androides; jóvenes irresolutos que prefieren relacionarse con máquinas, ya que así no hay riesgo alguno; corporaciones con agentes robóticos para realizar misiones cuestionables... Y para poner la guinda al distópico pastel, la televisión sigue emitiendo esos programas infumables donde se expone a los famosos de turno; contertulios tirándose excrementos, haciendo aspavientos y gesticulando como si tuviesen problemas graves de salud. Taksim va, sobre todo, de los restos que deja un pasado ponzoñoso.

Las distopías, aunque se desarrollan en el futuro, suelen hablar del presente, especulan sobre posibles evoluciones que podría tomar la actualidad. Taksim coge nuestra época y potencia sus sombras, porque hay sombras, y no pocas. Si Jonathan Swift levantase la cabeza, le daría un ataque de risa tan intenso que volvería a espicharla.

El único aspecto de la obra que no me agradó del todo fue la prosa. Es adictiva, el autor maneja estupendamente los mecanismos que incitan a seguir leyendo; con todo, da la impresión de estar poco trabajada: abuso de los «pero» en un mismo párrafo, comas faltantes, redundancias, cacofonías. Aunque supongo que son detalles a los que Sardá, consciente de ellos, no les da importancia, he de mencionarlo. Habrá a quien le repelan esos descuidos, sean premeditados o no, y a quien le dé igual cómo esté escrito. Yo veo en Taksim más virtudes que máculas.

martes, 28 de octubre de 2014

Patriotas, la novela que logró trastornar a Watson

Menudo fantasma
Si nos tomamos este mazacote como una novela, fracasa; en cambio, como guía de supervivencia... también fracasa. Huid de ella todo lo que podáis, insensatos.

No, en serio, ¿tengo que reseñarla? ¿No basta con mi palabra? Pues vale, empecemos fuerte: esta «novela» es lo peor que he leído en mi vida, y dudo que encuentre algo parecido a menos que me ponga a rebuscar entre obras de autores sin ninguna experiencia. James Wesley fue incapaz, en mi opinión, de novelizar su guía para sobrevivir al desastre económico. Me resulta indiferente que el tipo sea conservador, meapilas y amante de las armas, porque eso no impide que sea un buen novelista. Además, parece que entiende del tema, ya que tiene un célebre blog que habla sobre cómo salir airoso en situaciones extremas. Y lo califico de célebre por sus más de sesenta millones de visitas. Se nota que a muchos estadounidenses les preocupa que todo se venga abajo de un momento a otro; la excusa perfecta para liarse a tiros con sus queridos rifles. 

El dinero ya no sirve; mejor hallar
comida o munición. Vuelve el trueque
Como decía, las ideas del autor no me importan; pero éstas sólo contribuyen a emperorar una obra que ya es mala de por sí, pues delatan sus paranoias. Los protagonistas son unos aficionados a la supervivencia que, mucho antes de que reine la anarquía, deciden prepararse para lo peor: se entrenan con armas, acopian provisiones, refuerzan la seguridad. Hacen lo de siempre, lo que es común en estas historias; sin embargo, devotos hasta la náusea, rezan cada vez que tienen la más mínima oportunidad, y la Biblia es importantísima, imprescindible; sin la Biblia no se puede sobrevivir. Reconocerás a los personajes virtuosos, tanto los de dentro como los de fuera del grupo, porque tienen fe en Dios*. ¿Y cómo describe James a los primeros saqueadores que aparecen? De esta manera: comunistas que van por ahí con el libro rojo de Mao en la mochila, y —presta atención— comen niños. Comunistas caníbales. Lamadrequeloparió. Mira que yo no simpatizo con esa ideología; mas esto es demasiado, se pasa un millón de pueblos, y países, y galaxias.

*Hay un agnóstico, pero es algo así como el Heimdall negro: está para darle a la obra un aire de corrección política; o sea, una cobardía.

No encontré buenas fotos del autor.
Debe de ser éste, creo
Aun con todo lo anterior, la trama podría ser atractiva e incentivar a los lectores; al fin y al cabo, los protagonistas tratan de resistir en medio del caos, darle una dosis de plomo a cualquier sospechoso que quiera arrebatarles el refugio. No voy a mentir: algunos momentos de tensión consiguen entretener hasta cierto punto, con todo, son oasis rodeados de datos innecesarios, descripciones apelotonadas y diálogos absurdos. Al autor no le importa lo artificial que quede su «novela», sacrifica fluidez a cambio de meter morralla inútil... a menos que seas un survivalista de Idaho.

Los que estén MUY interesados en estas historias, quizá puedan sacarle algo de provecho; los que no, mejor que no se acerquen ni con un palo. James tiene muchos conocimientos de supervivencia, sin embargo, no sabe nada de la condición humana. Debería ponerse a ver The Walking Dead; ahí se han atrevido a romper estereotipos, caricaturas, y mostrar las cosas como podrían ocurrir.

—En el correaje tengo seis cargadores de repuesto para el M1A: uno cargado con munición de competición, uno con munición de ciento cincuenta granos y punta blanda, y el resto con munición de punta redonda. Una multiherramientas Gerbe. Dos cantimploras. En la parte externa de la mochila llevo enganchado un kit de primeros auxilios para paracaidistas. Dentro, llevo el kit de limpieza y unas cuantas piezas de repuesto para el M1A. Un saco de dormir Wiggy. Un poncho. Varios pares de calzoncillos y calcetines. Un uniforme de combate adicional. Lo que queda de la tienda de campaña Tube Tent. Cinco raciones de combate. Cuatro latas de chile con carne. Una bolsa de tiras secas de venado. Algo de lechuga de minero... 

Y sigue durante un rato largo, pero ya me cansé.

Aconsejo, por razones obvias, buscar otras opiniones. Yo he sido incapaz de ser equilibrado. 

lunes, 20 de octubre de 2014

Una jaula espuria


Empecé a leer filosofía para hallar respuestas, lo cual es un noble objetivo. Era joven y, además de tener fe en utopías, deseaba comprender mi entorno, ese teatro del que hablaba Shakespeare. ¿Por qué hay hambre? ¿Por qué tengo que escoger una ideología? ¿Por qué he de seguir un dogma? Aunque logré desenterrar varias respuestas para las preguntas clásicas más sencillas, surgieron otras, porque la filosofía va de eso, de producir interrogantes, cavar y cavar con la esperanza de acercarse a la verdad. No es fácil, pues hay que estar dispuesto a hacer algo que pocos consiguen: darle una sonora patada al ego y no ver los debates como un combate de boxeo, sino como una ayuda para iluminar el camino.

Mucho antes de encontrarme con Sócrates en la biblioteca, tenía la extraña afición de escribir pequeños relatos donde el protagonista era un alienígena; más tarde descubrí que se trataba de un interesante ejercicio filosófico. Contemplar la sociedad desde los ojos de una criatura no humana ayuda a poseer enfoques diferentes de lo que se considera normal. Te invito a escribir un relato así. Quizá descubras lo locos que pueden llegar a ser esos humanos. Pero quiero que vayas más lejos aún, porque en esta entrada escribiré sobre un problema serio que puede agravarse en el futuro: nuestro segundo cordón umbilical. Es posible que no puedas verlo, pero está ahí, encima de tu cabeza. Conexión directa con la estructura social. Aunque en principio no tiene por qué ser un elemento dañino, puede convertirse en un instrumento de subyugación.

Fíjate en la imagen de arriba. Seguro que se te ocurren un montón de alegorías con ella, ¿verdad? El flautista podría ser sustituido por un vendedor, un timador, un político, etcétera. Sustitúyelo ahora por el sistema, no importa cuál. 

Los humanos nacen en un universo que les fagocita de manera inmediata, un universo salido de nuestra imaginación. Edificios, carreteras, trajes, marcas, todo es imaginado y construido en base a unos objetivos. Un traje, verbigracia, nos quiere decir «Respétame, soy importante»; pero ¿piensas que un alienígena lo entendería igual? Recuerda aquella escena de La guerra de los mundos, ésa en la que varias personas le enseñan una bandera blanca al invasor. Partiendo del ateísmo —prefiero dejar la teología a un lado para hacer esto más fácil; trataré el tema más adelante—, sólo existimos de manera primordial nosotros y el cosmos. Lo que queda es una realidad maleable. Ese traje del que hablamos podría ser de una forma completamente distinta, igual que cualquier otro concepto clásico.

¿Y dónde está el problema? En nosotros, ya que percibimos —se nos adoctrina para ello— la realidad imaginada como la única posible. Y cuanto más compleja sea ésta, más difícil lo tendrá el humano para tener una visión externa. Esto podría desembocar en humanos tecnodependientes, acríticos e incapaces de valerse por sí mismos. «¿Para qué voy a aprender a cocinar si la comida aparece pulsando una tecla?», diría nuestro hipotético inútil. Esas palabras hacen creíble a Reverte cuando comenta que el fin del mundo será un apagón. 

La entrada no ha de entenderse como una apología de las acracias, porque los sistemas serán imprescindibles mientras el humano carezca de una moral superior; la libertad absoluta podría destruir cualquier cohesión social en un abrir y cerrar de ojos. No obstante, es necesario mejorar el que tenemos ahora, ya que un sistema de consumo tan extremo sólo sirve para ensuciar el nombre de nuestra especie. Y mejorarlo va a ser difícil: harán falta nuevas generaciones educadas con valores diferentes, cortar el segundo cordón umbilical. Lo último implica que los gobernantes posean confianza en sus ciudadanos, algo imposible ahora mismo. ¿Qué puede esperarse de aquellos que están poseídos por una vorágine consumista? Se consideran superiores, pero son los auténticos esclavos de la actualidad.

¿Qué ocurrirá? ¿Tendrá razón Jeremy Rifkin al decir que el capitalismo perderá su dominio como modelo económico? Por cierto, buen nombre, Jeremy; Pearl Jam le dedicó una canción a un chico que se llamaba así.

Entretanto, yo estoy construyendo una nave submarina para emular a Nemo y alejarme de todo este embrollo. Si quieres formar parte de la tripulación, adelante; pago bien, más de seiscientos euros.

domingo, 12 de octubre de 2014

Cabal

Cubierta donde aparece Cara de 
Botón, el enemigo a batir
Le he visto los hilos a Cabal, inferí cómo iba a desarrollarse la trama sólo con la lectura de los primeros capítulos; por ende, considero que es un libro predecible. No sé cuánto podrán adivinar otros lectores..., seguro que lo suficiente para echar a perder algún golpe de efecto. La causa del problema es el uso de varios recursos manidos. Desconozco si eran tan manidos en el ochenta y ocho, año en que se publicó; pero hoy... hasta en Crepúsculo —¡ay!— aparecen algunas fórmulas narrativas que recuerdan a Cabal.

Para que os hagáis una idea, es como cuando se suaviza la muerte de un secundario, una muerte horrible, haciendo que sea repentinamente malvado: «Caray, qué ha hecho, qué bestia; ahora el héroe se lo va cargar con la motosierra, ya verás». Aunque eso no ocurre en Cabal, pues no quiero dar ni una pista que conduzca a spoilers, sirve de ejemplo. Resulta muy fácil saber quién se esconde tras Cara de Botón antes de que Barker lo diga. También el final es evidente desde casi el principio.

La película, aquí traducida como
Razas de noche, fue escrita y
dirigida por Barker
Y sabes qué: todo lo anterior da igual. Da igual porque la imaginación de Barker, su mundo, salva la novela. Esto no va de vampiros melifluos, sino de la escabrosa y maldita raza de la noche, una tribu de no muertos que se esconde de los vivos para evitar ser perseguida y aniquilada. Su temor a esa posible destrucción les ha llevado a tener sus propias leyes, estrictas reglas de supervivencia: «Lo que hay abajo, permanecerá abajo». Nada de dejarse ver por entrometidos que podrían descubrir su hogar, el cual está en los túneles subterráneos del enorme cementerio de Midian, una ciudad abandonada. No es una buena idea visitarles de noche, porque algunos se olvidan de las normas cuando tienen carne fresca enfrente.

Un joven que se llama Boone, sintiéndose contrito por sus supuestos crímenes —no los recuerda, pero alguien se encargó de enseñarle fotografías de cadáveres salvajemente mutilados—, acude a Midian con la esperanza de encontrar su lugar, un lugar junto a los monstruos. ¿Lo aceptarán?

Claro, claro, como es Barker, no
podía faltar una cuchilla
La escena donde Boone oye hablar de Midian es conmovedoramente barkeriana; ya sabes, desuellos y esas cosas tan suyas, su firma personal. Ésta también puede apreciarse en los siniestros cuadros que pinta; son excelentes regalos de cumpleaños...

Debido a eso, a su imaginario, Cabal es un buen libro. La predictibilidad es un mal menor cuando hay detrás un fascinante universo particular. No puedo decir lo mismo de la película, pues al pobre Barker le quitaron cincuenta minutos enteros de metraje. Y el resultado, sobre todo si se compara con la novela, es mejorable. Aun así, yo la prefiero a muchas películas de terror coetáneas donde priman los sustos fáciles: un ruido atronador acompañado de una imagen repentina. ¿Que al guión le falta chispa? Ponga ruidos atronadores acompañados de imágenes repentinas, así el público se lo hará encima mientras arroja sus palomitas y chilla como... como... Veamos, ¿cómo podría chillar? Lo tengo: como un osito amoroso en una trampa de Jigsaw.

Pongo esta imagen para plantear un interesante e importante
debate: ¿es Barker o J.J. Jameson?

jueves, 2 de octubre de 2014

Anatomía de un asesinato

Qué entrada. Parece la de un
hotel demoníaco, o algo así
Rober Traver es el seudónimo de John D. Voelker, un juez al que le dio por escribir novelas y libros de pesca; de ahí que el protagonista de Anatomía, Paul Biegler, también comparta esa afición. Resulta complicado que un autor no deje algo de sí mismo en los personajes más profundos que crea, aunque sea un rastro mínimo.

Como Traver era un miembro de la ley, optó por nadar en aguas conocidas y escribió la historia de un juicio. Conocer los entresijos de ese mundo supone una ventaja enorme, porque un autor profano debería documentarse durante mucho tiempo para no meter la pata. De todos modos, poseer tantos conocimientos sobre una materia puede convertirse en algo contraproducente si el autor abusa de ellos, entra en tecnicismos que espanten al lector común; y eso es una trampa que Traver supo esquivar a la perfección: Anatomía de un asesinato muestra una historia directa y sencilla, apta para cualquiera con ganas de leer sobre un proceso judicial.

La soberbia defensa de Paul altera a
su desafortunado rival
Vayamos a lo que más interesa: el argumento. Una novela judicial seria no se va a conformar con el robo de unas gallinas, sin más; tratará un asunto complejo que mueva a la reflexión. El título ya deja claro que apunta alto: asesinato. Pero no un asesinato cualquiera, fácil de juzgar, sino uno donde la línea entre el bien y el mal está difuminada. Sí, tenemos asesino y cadáver, la clásica pareja; cualquier persona inflexible estará de acuerdo en condenar al acusado, pues el acto se hizo ante un montón de testigos fiables. Ha matado, ha de recibir castigo. Mas ¿y el móvil? ¿Por qué un distinguido militar llenó de plomo al propietario de una taberna? La respuesta es terrible: porque ese tabernero violó a su esposa. Es fácil opinar desde la confortable distancia sin saber lo que se siente de primera mano. ¿Y si estuvieses en esa situación? ¿Qué habrías hecho? Dudo que todos sean capaces de esperar a que se hagan cargo los agentes del orden.

James Stewart interpreta al abogado
defensor en la versión cinematográfica
El juicio tarda un poco en aparecer, porque Paul hace una investigación previa en la escena del crimen; se trata de un preliminar necesario para sumergirse de lleno en los acontecimientos que más tarde narran los testigos. Tanto esa parte como la del juicio son ágiles e interesantes. Trevor hace, además, algo que me gusta: le da un rasgo característico a cada personaje para que sea fácil recordar su aspecto, como el bigote del teniente, o la calvicie del abogado rival. Eso hace que los secundarios no se conviertan, con el tiempo, en meros nombres.

Los más escrupulosos notarán algunas casualidades chocantes. Por mencionar una, en la página 28 de mi edición hay un personaje que dice «Desde luego, desde luego», palabras repetidas por otro en la 85. Resulta raro que dos personajes se expresen igual, aunque puede alegarse que uno le pegó a otro esas palabras... lo malo es que, prácticamente, ni se conocen. En fin, quitando esos detalles intrascendentes, es una gran novela para los que se sientan atraídos por el género.

He aquí la prueba irrefutable de que descendemos del mono

martes, 30 de septiembre de 2014

YO tengo el poder



Su excelentísima excelencia, el venerable señor Bilderberg, estaba triste. Vivía en un megarascacielos de dos mil pisos, tenía yates, coches deportivos, aviones, huevos de Fabergé —le gustaba lamerlos—, modernos androides sexuales y una joven esposa comprensiva que fumaba billetes con su boquilla de marfil. Todo eso le agradaba, pero no era suficiente: a diferencia de sus compañeros de póquer, más jóvenes que él porque no pasaban de los cien, sólo dominaba un país. Necesitaba más. Siempre más.
      Más.
      Ni sus hermosos androides hermafroditas de grandes puños eran capaces de satisfacerle ya, así que tomó la decisión de hacer algo que llevaba tiempo pensando: insertarse una pluma Montblanc en el ojo. Su baba caía a borbotones sólo de imaginar el placer que ese acto iba a procurarle. Mirándose al espejo con una mueca de alborozo, apretó y apretó hasta sentir un agradable cosquilleo cerebral, un placer indescriptible, éxtasis. Lástima que no tuviese más ojos para repetirlo sin quedarse ciego, aunque quizá podría aficionarse a hacérselo a otras personas, ser un voyeur activo; bastaría con buscar fracasados que no tuviesen ni un céntimo, como ese desarrapado que vio ayer en la calle, pidiendo limosna. Primero lo bañaría, claro; qué menos.
      Bajó a buscarlo él mismo. Cuando se trata de hacer las cosas bien, los siervos no son útiles.

      Entretanto, en la calle del megarascacielos, un orgulloso supermacho salía del gimnasio. Iba con el mentón bien arriba, enseñando sus poderosos y abultados pectorales. Tras él, a unos pasos de distancia, andaba un grupo de niños juguetones.
  El supermacho, sorprendido, tropezó con un montón de cadáveres ensangrentados. Antes de poder reaccionar, un agujero se abrió en su pecho y cayó en la acera. Los niños rieron y saltaron encima de los pectorales; eran mejores que una cama elástica.

      —Un blanco fácil —dijo AsesinoUno.
      —Pues a ver si le das tú al siguiente, AsesinoDos.
      AsesinoDos cogió el rifle de francotirador, relamiéndose. Se colocó en posición y…
      —Joder —dijo—, mira, mira; mira lo que tiene ése en el ojo. Voy a vomitar.
      El aviso era cierto: AsesinoDos vomitó desde la azotea. El caliente líquido se desparramó encima de una señora muy enjoyada. Tamaña vulgaridad la mató en el acto.
      —Ya será menos —dijo AsesinoUno—. Déjame echar un vistazo.
      AsesinoUno, al ver lo mismo que su compañero, se quedó estupefacto: un hombre con una estilográfica en la cabeza. Pensó en matarle, pero le dio lástima y prefirió recoger los enseres. Además, era la hora del bocadillo.

      Bilderberg esquivó el montón de cadáveres, indignado por la huelga de basureros. Los niños seguían con lo suyo y le ignoraron, lo cual le tranquilizó porque odiaba a esas criaturas molestas y estúpidas. Ojalá, pensó, desapareciesen todas. Iba a entrar en su garaje, donde guardaba la vasta colección de coches voladores; pero fue ofensivamente abordado por una reportera televisiva de vanguardia, una celebridad de la moda. Asqueado por tener que entretenerse con esa chica, buscó la automática que escondía bajo su chaqueta… y recordó que se había olvidado de recargarla después de limpiar el cañón. Maldijo su memoria estragada por los años.   
      —¡Señor Bilderberg! —exclamó con una sonrisa deslumbrante—, qué raro es verlo en la calle como un ciudadano más. ¡Y eso de su cabeza es tan chic!
      Al lado de la reportera flotaba una cámara esférica que retransmitía en directo.
      —Déjame en paz, puta —dijo Bilderberg con el rostro crispado—. Tengo cosas que hacer.
      Cada vez que Bilderberg aparecía en Mundovisión para lanzar uno de sus carismáticos exabruptos, su fama crecía como la espuma, y con «puta» ganó diez millones de seguidores más. Un buen número, aunque no tan elevado como el día que mató a un camarero adolescente, pues éste tuvo la osadía de mancharle el traje. La audiencia que vio esa noticia superó con creces a la de Bañe al cocodrilo, el concurso de mayor prestigio.
      —¿Se da cuenta de que ese maravilloso ornamento craneal va a hacerse muy popular? Yo misma quiero uno cuanto antes.
      —Haz lo que quieras; no es mi culpa que estés como una puta regadera, puta —dijo al tiempo que le cerraba la puerta del garaje en sus narices—. Maldita zorra. Esta gente carece de la más mínima decencia y educación.
      «Mañana mismo haré que deroguen la ley doscientos dos, ésa que ampara a los reporteros y les permite entrar en mi avenida, la avenida del éxito», pensó antes de subirse al Ferrari. El ordenador de a bordo le dio los buenos días y le mostró imágenes de las últimas víctimas que habían intentado robarle; al parecer, una banda de malhechores logró entrar en su santuario automovilístico. Por supuesto, sólo pudieron llevarse varias descargas mortales, y luego fueron incinerados conforme al reglamento. Bilderberg sonrió, satisfecho de haber instalado ese sistema de seguridad. Además, gracias a las cámaras podría ver esas deliciosas muertes más tarde, mientras comía un buen muslo de una raza a punto de extinguirse, no recordaba el nombre.
     Las puertas del garaje se abrieron y el Ferrari salió a gran velocidad, sobrevolando el suelo. Con el piloto automático activado, se conducía solo para permitir que Bilderberg buscase algo en la pantalla del ordenador, cualquier cosa que lo entretuviese. Encontró un interesante pase de modelos, modelos jóvenes y atractivas. Había un detalle en ellas que lo inquietó: llevaban una pluma insertada en el ojo. Un oscuro presentimiento le hizo sacar la cabeza por la ventanilla y echar un vistazo: todos los transeúntes llevaban esa pluma. La reportera propagó la moda en un tiempo récord. El Ferrari descendió y un Bilderberg furibundo se apeó de él. Quería acabar su misión cuanto antes y el fracasado estaba cerca, tirado en medio de un parque. Ya podía verlo en su habitación, jadeando de placer y rogando que le golpease de nuevo la pluma con el martillo. Sin embargo, fue rodeado por una multitud antes de poder llegar a su objetivo.
      —¡Es él, es él! —gritaban unos llorando y arrancándose mechones de pelo.
      —¡Está aquí, está aquí! —gritaban otros dándose puñetazos a sí mismos.
      Bilderberg apretó los dientes, asustado: ni una automática cargada podría sacarle de ese encierro. Afortunadamente, descubrió que sólo querían su autógrafo en diferentes partes íntimas; así que se pasó varias horas firmando pechos, culos y escrotos hasta que una sombra circular cubrió el cielo y un ovni aterrizó encima de la gente; una gran parte de ella se convirtió en pulpa, alimento para animales que no se tardó en aprovechar.
      Después de renunciar a su plan, Bilderberg se encogió de hombros. Para él, el mundo se había puesto en su contra, y ahora también el universo.
      El ovni abrió sus compuertas y un grupo de alienígenas avanzó entre la multitud. Eran insectos antropomórficos con alas membranosas y cuatro ojos… uno de ellos atravesado por la omnipresente pluma. Ésta también podía verse en los uniformes que llevaban, dibujada en medio de un círculo.
     —En nombre de nuestro amo, el gran Samsa, buscamos al elegido, al impulsor de la Montblanc como nueva simbología de paz entre los mil y un reinos. Ven con nosotros, oh, Bilderberg, y te enseñaremos nuevas dimensiones, nuevos placeres. Y serás el amo del universo.
      Bilderberg sonrió: ¿amo del universo? Sonaba bien, eso era más que un país. Subió al ovni con sus nuevos amigos y juntos navegaron por el espacio. Cuando aterrizaron en su planeta natal, Samsa le cedió la corona, el cetro y el trono; también a su hembra, que tenía una voluptuosa probóscide. Bilderberg se enamoró de ella al instante.
      Y ésta es la historia de cómo Bilderberg se convirtió en el amo del universo. Fin.
     
      ¿Qué? ¿Acaso esperabas otro desenlace? ¿No sabes que los villanos medran?

     Ending: 


Y aquí la versión de los Misfits:

martes, 16 de septiembre de 2014

Doce hombres sin piedad


No leas esta entrada si aún no has visto la película. Contiene spoilers.

La primera vez que la vi, hace una década, me quedé absorto, hipnotizado. Si en ese momento hubiese habido un incendio, hoy sería un montón de cenizas, Watson a la brasa. Muy pocas películas han conseguido captar mi atención hasta ese punto.

Una sala, una mesa y doce hombres. Y ya. Punto final. Sólo bastó eso para construir una maravilla del cine. Para que este tipo de historias funcionen, es necesario un guión a prueba de bombas y unos actores encomiables. Doce hombres sin piedad tiene ambas cosas. 

Cada uno de los miembros del jurado es especial, aporta algo; pero casi todos representan lo mismo al principio: desdén, el desdén que la mayoría siente hacia el desconocido. ¿Serían igual de rápidos juzgando si el acusado fuese alguien que conocen y estiman? Pero no, no lo es, se trata de un muchacho nacido en una zona humilde; así que lo culpan, lo envían a la silla eléctrica sin tomarse unos minutos para hablar, porque «Todos esos chicos son iguales» o «He de ir al partido». Sin embargo, el voto ha de ser unánime, y uno de ellos se opone a los demás; un solitario que se atreve a encararse al resto, a la masa, y lucha por la inocencia del chico. Lo hace paulatinamente, tomándose su tiempo para plantear una duda razonable, calibrando a sus compañeros y percibiendo cuál de ellos le va a dar más problemas.

Henry Fonda interpreta al discrepante, y de qué manera: sus miradas dicen más que sus palabras. El resto de actores también lo borda, se nota que se han metido en el papel, y las indumentarias que llevan algunos fueron bien escogidas porque encajan con sus diferentes personalidades. Hay un tipo irascible que vocea mucho, marcado por su trágico pasado —en realidad, es a su hijo a quien está condenando—; pero el más peligroso de todos es ese hombre sosegado que usa gafas, alguien pragmático e inteligente que no se lo pone nada fácil al protagonista. En la foto puede vérsele sentado, tieso y distante, el único que lleva chaqueta, pues ni el calor le afecta tanto como a los demás; Fonda deja entrever, por sus gestos, el respeto y temor que éste le inspira.

¿Y por qué uno solo se enfrenta a muchos? ¿Qué recompensa le espera? Podría pensarse que ninguna. Al final, cuando el debate ha terminado y la vida sigue, el viejo es el único que se interesa por saber su nombre, y nada más: ni premios, ni aplausos, ni fama. Fonda interpreta a un mirlo blanco, alguien bondadoso que se preocupa por el prójimo. Seguro que tú, al igual que yo, has conocido personas así. Son raras de encontrar, aunque existen. Por eso aún me queda un pequeño trozo de esperanza.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Juego mortal

¿Qué motivó a traducir así el título?
Es tan genérico que podría valer
 para un film de Seagal o similares
El futuro distópico que presenta David Walton en Juego mortal, su primera novela, es uno de los posibles caminos que podría tomar la sociedad; basta con unir atavismos y avanzadas modificaciones corporales. Imagina un futuro donde, si tienes parné, puedes adquirir sensores médicos, visión nocturna, acceso instantáneo a la red y muchas cosas más. Suena bien, pero sólo unos pocos afortunados pueden permitirse esos lujos, una especie de aristocracia moderna que vive separada del vulgo. La dicotomía nunca fue más pronunciada: por un lado, tenemos hermosos y longevos superhumanos; por otro, trabajadores que no pueden permitirse ni una sola modificación. Ciencia al servicio de la riqueza. 

Como es lógico, ambos grupos se detestan. ¿Por qué no exterminamos a esas ratas que sólo hacen el vago? ¿Por qué mi madre se muere de cáncer cuando otros ni siquiera enferman? El enfrentamiento es inevitable.

Éste es el título original. Para mí,
más interesante que el anterior
En ese escenario infausto, que ya de por sí ofrece suficiente material para varias novelas, una mórbida experimentación transforma a un niño, su mente, en un poderoso virus capaz de acceder a datos de suma importancia; quien se haga con el control del virus, tendrá un aliado que le entregará las llaves del dominio.

El eje central de la novela no es sino la lucha entre la ambición, el rencor y un deseo de cambio; cada personaje está bajo uno de esos sentimientos, y el autor sabe jugar bien sus cartas para enmascarar a los protagonistas, conseguir que sus motivaciones no sean excesivamente nítidas desde el principio; aunque pueden intuirse. A veces, cuando las circunstancias son muy duras, es complicado escapar del determinismo: se actúa para sobrevivir o ayudar a otros, el embotamiento dificulta leer a Montaigne y darle vueltas al porqué de la existencia.  

Foto del autor. Y qué foto: no hay
    libros, no hay gato, no hay cigarro...
A dónde vamos a llegar
Juego mortal, además de tener una buena historia, cuenta con un armazón interesante: varios hilos argumentales que van intercambiándose entre sí cada pocas páginas. Pinta mal, sí, parece lioso, un lugar donde perderse; mas no lo es, porque la cantidad de información nunca se excede. Cada parte es sencilla, fácil de seguir y con bastante movimiento: párrafos cortos, diálogos fugaces, numerosos cambios de escena. Las elipsis temporales, teniendo en cuenta cómo está narrado, también son abundantes y podan lo que han de podar.

David Walton, definitivamente, ha entrado con buen pie en el género de la ciencia ficción. Su obra engaña durante los primeros capítulos, se asemeja a una soflama cargada de lugares comunes; luego, tras profundizar en ella, el lector descubre su auténtico mensaje.

lunes, 18 de agosto de 2014

Crypt of the NecroDancer


¿Recuerdas aquel episodio de Buffy donde un demonio hacía que todos danzasen? Pues esto es parecido: sustituye al demonio por un nigromante al que le va la marcha, uno que llene sus mazmorras de ambiente musical, e introdúcelo en un roguelike. Esqueletos bailongos, minotauros con liras en la cornamenta, monos saltarines... todos intentarán destruirte mientras tú, aventurero, estarás obligado a seguir el ritmo de la banda sonora.

He de admitir que la idea, aun siendo original, no me convencía; pero bastó una partida para hacerme cambiar de opinión. ¿Un rogue con buena música? ¿Con música? Este tipo de juegos, en general, no tiene ni gráficos: el protagonista es una sencilla y humilde arroba. Crypt of the NecroDancer, además, integra el sonido con la trama y el control del personaje, creando una experiencia única. Y sólo hay que usar las cuatro teclas direccionales.

La dificultad del juego no reside en aprenderse interminables listas de comandos y crafteos, sino en destruir enemigos sin perder la concentración. Al carecer de turnos —a menos que se elijan determinados personajes—, no hay mucho tiempo para pensar mientras ese peligrosísimo dragón rojo viene a por ti: o sabes cómo eliminarlo, o muy probablemente vas a convertirte en un montón de ceniza. Ahí es donde reside la parte cuestionable: si no le das espacio de aprendizaje al jugador y lo enfrentas a contrincantes duros, perderá un buen número de veces antes de progresar, lo cual puede ser frustrante; aunque no tanto como los escenarios del estupendo Hotline Miami.

Otro elemento que lo aleja del género es la subida de niveles, porque es inexistente: el personaje evoluciona comprando en las tiendas que aparecen al principio; en ellas pueden adquirirse ítems que aumentan directamente nuestra supervivencia, como los tradicionales corazones extra, o introducen nuevas mejoras que pueden encontrarse durante la partida, como las preciadas armaduras. Todos cuestan diamantes, y éstos no suelen aparecer con asiduidad.

No estamos, por lo tanto, ante un rogue en su estado más puro, lo cual puede conducir a engaño, dar una imagen falsa. Es más sencillo adentrarse en este título que en el áspero NetHack; aun así, la dificultad de ambos es equiparable. Si te desespera morir un gran número de veces, huye de este género, ni te acerques a él. ¿Que quieres probarlo de todas formas? Pues una alternativa interesante podría ser Dungeons of Dredmor, que es más simpático y accesible.

Tomándoselo con humor, escogiendo el camino de la diversión —los juegos son para eso, ¿no?—, Crypt of the NecroDancer funcionará perfectamente. Aún tienen que añadirle bastantes cosas porque está en fase alfa, pero ya ofrece una experiencia muy completa. Su precio, quince euros en steam, me parece casi adecuado, casi. Yo diría que diez euros es lo más justo, igual que Sword of the Stars: the Pit.

lunes, 4 de agosto de 2014

La guerra del fin del mundo

La cubierta foránea se lleva el
primer premio. Qué buena
Leí esta novela a trompicones, y no porque sea mediocre, que no lo es, sino por la sensación que transmite de estar leyendo lo mismo varias veces. Si desnudamos la estructura, es decir, quitamos esas profusas subtramas que la engalanan, queda una situación sencilla y redundante: un pueblo de fanáticos religiosos llamado Canudos que, contra todo pronóstico, derrota a los republicanos una vez, y otra, y otra, y... Y así se logra un desagradable efecto déjà vu, agudizado por las repeticiones de algunas palabras, como «remecer»; gracias, Llosa, por tirarme ese verbo a la cara mil veces, al menos así no se me olvidará nunca.

Como si lo anterior no fuese suficiente, el estilo de esta obra faraónica es pesado, altamente descriptivo, lo cual hace más ardua la lectura. Incluso pueden encontrarse largas cadenas de sustantivos; me encantan esos recursos tan... necesarios. 

Un nuevo mesías se alza entre los
marginados
¿Por qué la he leído hasta el final, entonces? Por varios motivos: la prosa es magnífica, se puede aprender de ella; tiene una interesante dosis de violencia, fruto de enfrentar al fanatismo de la fe contra el fanatismo de la ideología; y deseaba saber cómo terminaba; deseaba saberlo aun teniendo la convicción de que iba a decepcionarme, porque al estar basada en un hecho real, hay límites que no deben ser cruzados. Y no me equivoqué: el último capítulo cumple, es adecuado; pero no me gustó. ¿He escrito «gustar»? Ése es el problema. Por muy maravilloso que sea un libro, no funcionará si el lector no es el adecuado. Sin embargo, aunque esta clase de literatura no me gusta tanto como otras, la novela me parece impresionante. Qué cantidad de personajes bien construidos. Qué imágenes más descarnadas. Qué desarrollo. Qué historia. El conflicto de Canudos pedía a gritos ser novelizado.

Ahí está otra vez, dispuesto a dirigir
su rebaño hacia el paraíso
El escenario que presenta es clásico e interesante: pobreza extrema que lleva a la resignación primero, y a las creencias religiosas después, porque los vivos que no poseen nada y siguen al neoprofeta esperan tener suerte al morir, que haya una justicia divina para todos. Menuda sorpresa se llevan los militares republicanos cuando, debido al desprecio, a subestimar lo que no se debe, son humillados por esas gentes temerosas de Dios.

¿Aguantará Canudos hasta el fin, como hacían aquellos célebres galos? Parece imposible resistir mucho tiempo el envite del ejército, mas la ineptitud de éste reaviva la esperanza de un pueblo que ha aprendido a compartir sus bienes. ¿Quiénes son los «malos» de esta obra? ¿Hay un bando compuesto por «malos»? Quizá sólo son humanos llevados por las circunstancias; humanos que serían diferentes en otro contexto, ya que, a pesar de las diferencias, existen similitudes primarias, naturales e innegables.

lunes, 21 de julio de 2014

True Detective


¿Dónde está el sueño? Los clanes devoran clanes mientras el individuo observa desde lejos, impotente; sabe que la verdad es que no hay verdad: aún somos un brote rodeado de ignotas estrellas. ¿Dónde está el sueño? Es un baile impostado, imaginario colectivo. ¿Qué espera al final? Es mejor no pensar en ello y seguir bailando. Sólo unos pocos, los más temerarios y melancólicos, encaran a la oscuridad, atisban las garras del monstruo.

¿Dónde está el sueño? 

Lo de arriba es un diálogo excluido que pertenecía a uno de mis personajes —en realidad me pertenece a mí, por eso lo eliminé; desentonaba con la personalidad del personaje—. No tiene mucho mérito ponerlo en el blog, porque internet es un oasis; pero que esos pensamientos aparezcan en una serie... es muy inusual. Su creador, Nic Pizzolatto, ha construido algo temerario y melancólico. Nunca había visto nada parecido en la pantalla pequeña.

Pareja de detectives, escenario criminal, pistas, relaciones... parece lo de siempre, otra serie más; sin embargo, hay un conjunto de elementos que la convierten en un clásico instantáneo, una obra maestra: la atmósfera sombría, decadente y luctuosa; el abismal contraste entre Cohle, nihilista negativo, y los que se hallan a su alrededor, incluido su compañero, ese macho típico interpretado por el genial Woody Harrelson; el atroz antagonista, un... un... un spoiler si lo describo.

Los investigadores se mueven en un escenario lleno de religiosidad que, evidentemente, molesta a Cohle. Tened en cuenta que éste reacciona ante lo que ve, está en una situación determinada; podríamos cambiar la misa por el mitin y el resultado sería análogo. Para él, lo mejor que podría hacer el ser humano es autodestruirse, avanzar hacia la extinción. Debido a eso, resulta raro cierto diálogo suyo en el episodio final: es como si de repente hubiesen cambiado al personaje. ¿Esa anomalía viene de Pizzolatto? Puede que fuese una orden de la cadena, indignada ante tanto pesimismo. 

A pesar de la diminuta mácula, True Detective es de las mejores series que han aparecido este año. Las largas concatenaciones de alabanzas que se leen por ahí, tanto de seguidores como de críticos, le hacen justicia. Hay excelencia en cada uno de sus ocho episodios. No sé si los que vendrán luego —dicen que con otro reparto— funcionarán igual de bien; pero la primera temporada ya ha cumplido de sobra. Dudo que consigan mantener el mismo nivel.

Estamos en una época dorada para las series, y pocas logran destacar entre toda esa maraña de ideas; True Detective lo ha logrado entrando por la puerta grande. Las quejas que se vierten sobre ella, denunciando que es muy densa, son síntomas de la superficialidad masiva que ofrece la televisión.

sábado, 5 de julio de 2014

La chica de ACNUR


El pasado viernes tuve un día de perros, pues todo lo que podía salir mal, salió mal. Para rematarlo, me pasó algo chocante cuando iba de camino a casa. Había comprado una novela de Palahniuk, Monstruos invisibles, y atravesaba la calle Corrida —es así como se llama, sí; no penséis mal—. Inopinadamente, una chica menuda que usaba gafas de pasta se colocó a mi lado. «Alegra esa carita», dijo. Al principio me sorprendí, porque era la segunda vez en mi vida que un extraño se acercaba para hablarme con familiaridad. Además, estaba pensando en cómo afrontar la fase final del último libro que escribo: se me han ocurrido tres caminos diferentes y no termino de decidir cuál escoger. 

Una vez que se me pasó el pasmo, supe sus intenciones y entonces me crecieron los colmillos. Veréis, si algo sabe hacer bien un escritor, es engañar. ¿No son las novelas mentiras colosales? Así que la pobre iba a sufrir por todos mis males pasados. Empecé preguntándole con amabilidad si se trataba de una cámara oculta, y luego maquiné un buen repertorio de frases cáusticas mientras me hacía el despistado. Sin embargo, no sé cómo, me vi en medio de una conversación friki... ¡Maldita sea! ¡La chica era maja! No se merecía ver, al menos no más de lo necesario, mi parte negativa. Me conformé con unas pocas falacias inocuas. 

Ah, pobre arañita, pensabas que habías atrapado a una mosca. Debo, eso sí, disculparme, ya que no fui capaz de evitar ser algo hosco. Comprendo la necesidad de sobrevivir, y sospecho que estas personas de ACNUR deben captar socios para librarse del despido, lo cual explica que un afable extraño se acerque, te sonría y desee charlar amistosamente. Recordé a aquellos siniestros niños-robot de la CF, los que se acercan a ti solicitando auxilio antes de acabar contigo; se me ha olvidado en qué película aparecen. No es que esté en contra de echarle una mano a los refugiados, faltaría más; pero hay otras maneras de pedir ayuda. Asaltar así la intimidad de los viandantes...

Qué gente se encuentra por la calle, eh. Pinta de informático, eh. Pues mi última frase, «Tienes un buen trabajo», era irónica, que lo sepas. Si no fueses tan maja... esta entrada sería muy diferente. 

miércoles, 25 de junio de 2014

La cabaña del tío Tom

Alguien dispuesto a dar su vida por
la libertad
Cuando se publicó La cabaña del tío Tom, eran tiempos duros para los negros, tratados igual que si fuesen animales e incluso peor. Pocos amos blancos manumitían a su servidumbre esclava, porque les agradaba la idea de tenerlos junto a ellos hasta reventarlos con el duro trabajo que se hacía en las plantaciones, o atosigarlos con mandatos vejatorios; estaban en su derecho de prodigar tales tratos, pues habían adquirido legalmente a esas «criaturas inferiores», les pertenecían tanto como un caballo; matarlos de hambre no se castigaba, y si alguno se iba en busca de una vida mejor, lanzaban a los perros tras él. Supongo que la visión de esos cuerpos exánimes y mordisqueados debía de ser un medio eficiente para minimizar fugas.

La situación denigraba no sólo a los negros, sino a la humanidad al completo. Y la inamovible contumacia de muchos déspotas desesperaba a los abolicionistas.

Atención a la sonrisa del blanco. ¿No
le azotaríais a él?
Pero hubo una mujer, una heroína admirable, que tomó cartas en el asunto de la mejor manera que supo: escribiendo un libro con la intención de remover tripas, incendiar corazones, mostrarle al público el padecimiento de esa raza injustamente tratada. El éxito del libro fue arrollador, y más tarde Lincoln mencionó a Harriet como «la pequeña dama que hizo esta gran guerra».

No es un libro perfecto, ya que una de las dos líneas argumentales se merienda a la otra durante demasiadas páginas, y la excesiva devoción de la autora se deja notar en exceso; pero la trama es tan dolorosamente real, tan efectiva a la hora de generar sentimientos... Aún hoy recuerdo la enorme crispación que me dieron los primeros capítulos, donde un abyecto comerciante de esclavos compra a Tom, el protagonista. Tom es un hombre bondadoso, noble, y acepta su destino porque su amo está endeudado: si no lo vendiese a él, tendría que deshacerse de otros, y a ningún siervo le apetece alejarse de un dueño que no maltrata; el cambio suele ir a peor.

Tom no está solo: los niños son
grandes filósofos y saben ver lo que
para muchos adultos es invisible
Los arquetipos están correctamente tratados en esta obra: Harriet no juega sucio, no usa estereotipos extremos para incrementar la irritación de los abolicionistas. Sus personajes poseen contradicciones y comportamientos variados. No todos los amos son demonios; no todos los esclavos son ángeles.

Es cierto que a veces aparecen personajes detestables en sumo grado, repugnantes; pero funcionan y no dejan de ser creíbles. Pongo de ejemplo a Marie, la clásica señorona carente de empatía; sus interminables melindres e hipocondrías hacen que sea un recuerdo odioso para la mayoría de los lectores. No, no es una lectura divertida, La cabaña, y espero que sus páginas permanezcan para siempre en la memoria, recordándole a la humanidad lo que fue y no debe volver a ser. Además, la esclavitud aún queda cerca, y los negros supervivientes tuvieron que superar el obstáculo de la segregación racial.

Sería interesante una ucronía que le diese la vuelta a la tortilla, porque son azarosos los caminos de las civilizaciones.  

jueves, 12 de junio de 2014

Política



Hay quien prefiere no meterse en estos temas, ya que tiene miedo a lo que puedan pensar de él, y no faltan lectores dispuestos a huir cuando un autor expone ciertas ideas extraliterarias —¡escribe y calla!—. En mi caso, prefiero hablar de otras cosas porque la política me resulta deprimente. Mostraré aquí por qué, pero tened en cuenta que ni estoy en posesión de la verdad absoluta, ni es mi voluntad adoctrinar a nadie, incluso puedo cambiar de parecer en el futuro. Y considero necesario recordar que la palabra «misántropo» figura en mi descripción: no soy un santo.

Pienso que las ideologías son una de las herramientas para controlar a las masas, y los políticos, muy conscientes de esto, fomentan el odio con la intención de aumentar los votos. En España, generalizando, no se vota a quien uno cree que lo hará mejor, sino a su bando, a los suyos, pues el otro lado está compuesto por enemigos. Si tenemos eso en cuenta, cobran más sentido las actitudes ofensivas que se han visto recientemente, ¿verdad? Tal vez los políticos no sean tan tontos como se cree; sin embargo, el uso del odio no es una idea óptima, porque el ciudadano merece que su voto nazca de mejores sentimientos. Además, ¿qué clase de sociedad es la que se dirige así, con trápalas haciendo el ganso?

No es de extrañar que Pablo Iglesias, alumno aventajado de Maquiavelo, haya logrado meterles una pizca de zozobra; aunque dudo —quizá me equivoque, claro— que llege más lejos.

El panorama es desolador: cada cual defiende a sus políticos cuando dicen una u otra barbaridad, y, mientras tanto, los ciudadanos son sometidos a una presión insoportable que aguantan estoicamente: algunos hasta han preferido suicidarse antes que reaccionar con violencia. Todo esto sucede al tiempo que unos pocos viven en un mundo maravilloso, ajenos a cuanto les rodea; después, si se presenta la situación, le dan la mano a esos simpáticos dictadores que, oye, no son tan malos cuando estás de su parte. ¿Cómo? ¿Que el dictator asesina gente, dices? Eso es una falacia, hombre: conmigo se porta de fábula. 

Ahora bien, los políticos no son alienígenas. Muchos de abajo creen que ellos lo harían estupendamente, que no meterían sus manos en el dinero público; mas caen en el engaño del no yo, porque el ser humano suele verse a sí mismo mejor de lo que es. ¿Y dónde están ésos que veían en Rajoy a un mesías salvador? ¿Se han ido a Narnia? ¿Volverán a creer en otro mesías?

Si has venido aquí buscando un mensaje de esperanza, lo siento. Yo he perdido la fe en la humanidad hace bastantes años, y tengo que luchar día a día para no caer en la indiferencia. Algo «positivo», o al menos «gracioso», sí diré: cuando todo vuelva a ir favorablemente y los necesitados sean una clara minoría, acabarán las quejas; cada uno estará en su casita, viendo telebasura, y los políticos como Cañete —es el primero que se me vino a la cabeza— no tendrán tanta necesidad de hacer el ridículo para que sus colegas, los del otro lado, tengan más votos; o eso prefiero creer, ya que si Cañete es auténtico, entonces la realidad es peor de lo que imaginaba. 

Sé que hay héroes luchando, independientemente de que haya vacas flacas o no, por un sistema superior a éste, lo cual es posible, o defendiendo al ciudadano que lo necesite mientras les llueven insultos; pero son la excepción que confirma la norma. Me alegraría estar equivocado, por supuesto.

miércoles, 11 de junio de 2014

Teléfonos nocturnos

Voy a poner cubiertas foráneas; la
española me parece vulgar
John Lutz es un autor tardío porque no empezó hasta los treinta y seis años. Antes de darle a la tecla, se dedicó a otros menesteres: obrero de la construcción, acomodador de teatro, mozo de almacén, camionero... Luego se puso a escribir, y menos mal, ya que su detective, Nudger, ha sido un éxito entre los aficionados a la novela de misterio. 

A Teléfonos nocturnos se le puede achacar falta de originalidad, propensión a no salirse de las pautas marcadas anteriormente; empero, eso se olvida rápido cuando la trama es capaz de atraparte desde la primera página. Lutz —lo dijo él mismo— se preocupa por el lector, desea que éste no se aburra en ningún instante, y lo consigue. Cada escena es una invitación a seguir leyendo, un paso más hacia la captura del asesino, el cual se sirve de unas líneas telefónicas nocturnas para contactar con sus víctimas.
Ésta es mágica: si cierras los ojos,
seguirás viéndola

Dichas líneas podrían compararse a un chat de internet: la gente las usa para conocerse, charlar y, si la suerte les acompaña, tener una cita en la vida real. El riesgo es evidente: cualquiera puede estar al otro lado del teléfono..., incluso un monstruo con afanes homicidas. Lo último se corrobora cuando empiezan a aparecer mujeres muertas; mujeres que usaban las líneas.

Nudger, un detective agobiado por las deudas, un perdedor nato que sobrevive agarrándose a lo que surja, es contratado para destapar al asesino. Su primer movimiento consiste en hacer unas cuantas llamadas nocturnas, es decir, adentrarse en ese mundo de personas solitarias que buscan compañía. Obviamente, los diálogos telefónicos son una parte importante en la novela, y Lutz se luce con ellos, les saca el máximo partido. Otro punto destacable es la tensión, que crece y crece hasta explotar.

Lutz. Su abigarrada colección indica que
es un lector empedernido; esos libros no
son ornamentales
Sólo hay dos cosas que no me convencieron demasiado: unas pocas descripciones que están alargadas innecesariamente, y un deus ex machina en el final. Sin duda, es peor lo último, porque el final es tan notable que se merecía algo mejor. Por suerte, ese recurso mediocre no consigue ensuciar del todo la parte buena, llena de giros casi impredecibles; seguro que alguno de ellos resulta inesperado para el lector.

Como soy muy aficionado a este género —es el que más he leído—, me cuesta encontrar nuevas historias capaces de sorprenderme; Teléfonos nocturnos no lo ha hecho, aunque quizá se deba a los recuerdos que conservo de lecturas anteriores. Aun así, es un gran libro. Lutz conoce las herramientas necesarias para que sus páginas atrapen, y su detective malaventurado tiene el carisma suficiente, es fácil empatizar con él.

jueves, 5 de junio de 2014

Ataque masivo de spam


Antes el spam no me preocupaba demasiado, porque sólo recibía un mensaje muy de vez en cuando, cada dos o tres meses. Qué tiempos más felices... Ahora, por algún motivo que ignoro, esto es lo que encuentro cada vez que hago una comprobación:




Como recibía los mensajes —qué majos, son todo elogios y parabienes...— en una misma entrada, decidí pasarla a borrador y asunto solucionado. ¿Qué ocurrió? Los malditos spam se fueron a otra; así que, aunque no me gusta nada la idea, he optado por incluir la verificación en los comentarios. A ver si con eso dejan de molestarme.

Pronto más reseñas. De momento, sin motivo aparente, ahí dejo el grupo The Bangles molestando al señor Spock:

lunes, 2 de junio de 2014

Demian

Un nuevo-viejo dios amparando
a sus hijos
La primera palabra que se me viene a la mente al pensar en Demian es «dualidad». El personaje central, Emil Sinclair, se aferra con todas sus fuerzas a un mundo luminoso formado por el hogar, la familia; un mundo límpido que convive junto a otro, tenebroso e inicuo. Sin embargo, la intensa luz se torna mortecina cuando debe pasarse al lado contrario, algo inevitable. Es imprescindible aceptar las tinieblas para encontrarse a uno mismo, y no sólo ésas del exterior, sino también las que moran en el individuo. A Sinclair no le queda más remedio que destruir su entorno idílico para nacer, abandonar una negación impuesta por un código equivocado. El viaje, aun con el apoyo de su enigmático amigo, Max Demian, resulta penoso: las tentaciones que ofrece una vida licenciosa son difíciles de resistir. Lo cómodo reside en el gregarismo, la sumisión, el rebaño, seguir al que sigue aquello que estaba ahí antes del nacimiento, no hacer preguntas, permitir, en suma, que un amo invisible domeñe mediante el miedo.

Hermann Hesse librándose de una
posesión demoníaca
La segunda palabra que visualizo es «heterodoxia». Hesse no debió de divertirse mucho mientras asistía a su férrea educación religiosa, por lo tanto, en Demian enseña una creencia diferente donde se corta el vínculo con lo establecido para crecer: «El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia dios, el dios se llama Abraxas». Este dios gnóstico posee una interesante característica que lo aproxima a la humanidad: es ambiguo, representa al bien y al mal. ¿Alguien te atemoriza?, ¿te subyuga?, ¿se alimenta de tu bondad? Puedes librarte de él en vez de poner la otra mejilla; Abraxas no es un represor de los instintos. Derrotar al mal con el mal no degrada, pues se trata de una respuesta contundente a la agresión producida por un ser mezquino. Hesse no se queda ahí: también arremete contra la visión negativa de la sexualidad, el sentimiento de sordidez que algunos poseen hacia ella.

El mensaje de Hermann Hesse para
sus detractores
Y la última palabra es «perenne». Esta obra continuará siendo leída en el futuro, porque su atrevimiento va acompañado de una buena historia que, al menos en mi caso, resiste a las relecturas de una forma envidiable. Max Demian es un personaje tan fascinador que daña simplemente con su ausencia; cuando se aleja de Sinclair, no es éste el único que lo echa de menos. Si alguien me preguntase qué tara encontré en la novela, diría —por decir algo— que su brevedad: no me hubiese importado leer unas cuantas páginas más. Ahora bien, Demian va camino de cumplir los cien años; así que la añosa pluma de Hesse será un obstáculo para un determinado tipo de lector, ése que huye de vocabularios ricos y párrafos prolongados. Yo le aconsejaría que hiciese una excepción con Demian, ya que enseña a tener diferentes enfoques, a no dejar que sean otros los que piensen por ti.