Su excelentísima excelencia, el venerable
señor Bilderberg, estaba triste. Vivía en un megarascacielos de dos mil pisos,
tenía yates, coches deportivos, aviones, huevos de Fabergé —le gustaba lamerlos—, modernos androides sexuales y una joven
esposa comprensiva que fumaba billetes con su boquilla de marfil. Todo eso le
agradaba, pero no era suficiente: a diferencia de sus compañeros de póquer, más
jóvenes que él porque no pasaban de los cien, sólo dominaba un país. Necesitaba
más. Siempre más.
Más.
Ni sus hermosos androides hermafroditas de
grandes puños eran capaces de satisfacerle ya, así que tomó la decisión de
hacer algo que llevaba tiempo pensando: insertarse una pluma Montblanc en el ojo. Su baba caía a
borbotones sólo de imaginar el placer
que ese acto iba a procurarle. Mirándose al espejo con una mueca de alborozo,
apretó y apretó hasta sentir un agradable cosquilleo cerebral, un placer
indescriptible, éxtasis. Lástima que no tuviese más ojos para repetirlo sin
quedarse ciego, aunque quizá podría aficionarse a hacérselo a otras personas,
ser un voyeur activo; bastaría con
buscar fracasados que no tuviesen ni un céntimo, como ese desarrapado que vio
ayer en la calle, pidiendo limosna. Primero lo bañaría, claro; qué menos.
Bajó a buscarlo él mismo. Cuando se trata
de hacer las cosas bien, los siervos no son útiles.
Entretanto, en la calle del megarascacielos,
un orgulloso supermacho salía del gimnasio. Iba con el mentón bien arriba, enseñando
sus poderosos y abultados pectorales. Tras él, a unos pasos de distancia, andaba
un grupo de niños juguetones.
El supermacho, sorprendido, tropezó con
un montón de cadáveres ensangrentados. Antes de poder reaccionar, un agujero se
abrió en su pecho y cayó en la acera. Los niños rieron y saltaron encima de los
pectorales; eran mejores que una cama elástica.
—Un blanco fácil —dijo AsesinoUno.
—Pues a ver si le das tú al siguiente,
AsesinoDos.
AsesinoDos cogió el rifle de
francotirador, relamiéndose. Se colocó en
posición y…
—Joder —dijo—, mira, mira; mira lo que
tiene ése en el ojo. Voy a vomitar.
El aviso era cierto: AsesinoDos vomitó
desde la azotea. El caliente líquido se desparramó encima de una señora muy
enjoyada. Tamaña vulgaridad la mató en el acto.
—Ya será menos —dijo AsesinoUno—. Déjame
echar un vistazo.
AsesinoUno, al ver lo mismo que su
compañero, se quedó estupefacto: un hombre con una estilográfica en la cabeza.
Pensó en matarle, pero le dio lástima y prefirió recoger los enseres. Además,
era la hora del bocadillo.
Bilderberg esquivó el montón de
cadáveres, indignado por la huelga de basureros. Los niños seguían con lo suyo
y le ignoraron, lo cual le tranquilizó porque odiaba a esas criaturas molestas
y estúpidas. Ojalá, pensó, desapareciesen todas. Iba a entrar en su garaje, donde
guardaba la vasta colección de coches voladores; pero fue ofensivamente
abordado por una reportera televisiva de vanguardia, una celebridad de la moda.
Asqueado por tener que entretenerse con esa chica, buscó la automática que
escondía bajo su chaqueta… y recordó que se había olvidado de recargarla
después de limpiar el cañón. Maldijo su memoria estragada por los años.
—¡Señor Bilderberg! —exclamó con una
sonrisa deslumbrante—, qué raro es verlo en la calle como un ciudadano más. ¡Y
eso de su cabeza es tan chic!
Al lado de la reportera flotaba una
cámara esférica que retransmitía en directo.
—Déjame en paz, puta —dijo Bilderberg con
el rostro crispado—. Tengo cosas que hacer.
Cada vez que Bilderberg aparecía en Mundovisión para lanzar uno de sus carismáticos exabruptos, su fama crecía como
la espuma, y con «puta» ganó diez millones de seguidores más. Un buen número, aunque
no tan elevado como el día que mató a un camarero adolescente, pues éste tuvo
la osadía de mancharle el traje. La audiencia que vio esa noticia superó con
creces a la de Bañe al cocodrilo, el
concurso de mayor prestigio.
—¿Se da cuenta de que ese maravilloso
ornamento craneal va a hacerse muy popular? Yo misma quiero uno cuanto antes.
—Haz lo que quieras; no es mi culpa que
estés como una puta regadera, puta —dijo al tiempo que le cerraba la puerta del
garaje en sus narices—. Maldita zorra. Esta gente carece de la más mínima
decencia y educación.
«Mañana mismo haré que deroguen la ley
doscientos dos, ésa que ampara a los reporteros y les permite entrar en mi avenida, la avenida del éxito», pensó antes de subirse al Ferrari. El ordenador
de a bordo le dio los buenos días y le mostró imágenes de las últimas víctimas
que habían intentado robarle; al parecer, una banda de malhechores logró entrar
en su santuario automovilístico. Por supuesto, sólo pudieron llevarse varias
descargas mortales, y luego fueron incinerados conforme al reglamento.
Bilderberg sonrió, satisfecho de haber instalado ese sistema de seguridad. Además,
gracias a las cámaras podría ver esas deliciosas muertes más tarde, mientras
comía un buen muslo de una raza a punto de extinguirse, no recordaba el nombre.
Las puertas del garaje se abrieron y el
Ferrari salió a gran velocidad, sobrevolando el suelo. Con el piloto automático
activado, se conducía solo para permitir que Bilderberg buscase algo en la
pantalla del ordenador, cualquier cosa que lo entretuviese. Encontró un
interesante pase de modelos, modelos jóvenes y atractivas. Había un
detalle en ellas que lo inquietó: llevaban una pluma insertada en el ojo. Un
oscuro presentimiento le hizo sacar la cabeza por la ventanilla y echar un
vistazo: todos los transeúntes llevaban esa pluma. La reportera propagó la moda
en un tiempo récord. El Ferrari descendió y un Bilderberg
furibundo se apeó de él. Quería acabar su misión cuanto antes y el fracasado
estaba cerca, tirado en medio de un parque. Ya podía verlo en su habitación,
jadeando de placer y rogando que le golpease de nuevo la pluma con el martillo.
Sin embargo, fue rodeado por una multitud antes de poder llegar a su objetivo.
—¡Es él, es él! —gritaban unos llorando y
arrancándose mechones de pelo.
—¡Está aquí, está aquí! —gritaban otros
dándose puñetazos a sí mismos.
Bilderberg apretó los dientes, asustado:
ni una automática cargada podría sacarle de ese encierro. Afortunadamente,
descubrió que sólo querían su autógrafo en diferentes partes íntimas; así que
se pasó varias horas firmando pechos, culos y escrotos hasta que una sombra
circular cubrió el cielo y un ovni aterrizó encima de la gente; una gran parte
de ella se convirtió en pulpa, alimento para animales que no se tardó en
aprovechar.
Después de renunciar a su plan,
Bilderberg se encogió de hombros. Para él, el mundo se había puesto en su
contra, y ahora también el universo.
El ovni abrió sus compuertas y un grupo
de alienígenas avanzó entre la multitud. Eran insectos antropomórficos con alas membranosas y
cuatro ojos… uno de ellos atravesado por la omnipresente pluma. Ésta también
podía verse en los uniformes que llevaban, dibujada en medio de un círculo.
—En nombre de nuestro amo, el gran Samsa,
buscamos al elegido, al impulsor de la Montblanc
como nueva simbología de paz entre los mil y un reinos. Ven con nosotros, oh,
Bilderberg, y te enseñaremos nuevas dimensiones, nuevos placeres. Y serás el
amo del universo.
Bilderberg sonrió: ¿amo del universo?
Sonaba bien, eso era más que un país. Subió al ovni con sus nuevos amigos y
juntos navegaron por el espacio. Cuando aterrizaron en su planeta natal, Samsa
le cedió la corona, el cetro y el trono; también a su hembra, que tenía una
voluptuosa probóscide. Bilderberg se enamoró de ella al instante.
Y ésta es la historia de cómo Bilderberg se convirtió en
el amo del universo. Fin.
¿Qué? ¿Acaso
esperabas otro desenlace? ¿No sabes que los villanos medran?
Ending:
Ending:
Y aquí la versión de los Misfits:
Watson, dejé un comentario diciendo lo mucho que me había impactado y gustado el relato. Quizá se borró, no sé. En fin. Libertad en el relato, locura (la nuestra) y una historia que estos días ha convivido conmigo, dando vueltas...
ResponderEliminarSaludos
Pues se debió borrar, porque el anterior si sale. Una pena.
ResponderEliminarMás de éstos, por favor.
Ostras, qué raro. Un fallo de Blogger, supongo.
EliminarEspero no haberte perturbado mucho con este esperpento, jeje. Lo escribí a toda leche y gozando de esa libertad que sólo puede dar la escritura. Aunque ahora lo he releído y cambiaría algunas cosas...