lunes, 24 de febrero de 2014

¿De qué va eso de escribir? ¿Qué narices es un escritor?


En la entrada anterior mencioné otra dificultad que acosa a los valientes noveles —yo también me considero uno, pero con cicatrices—, ésos que, antorcha en mano, van a entrar en la caverna literaria y enfrentarse a sí mismos. Se trata de dejarse engañar por una idea quimérica: un escritor es, únicamente, alguien que publica y obtiene beneficios.

Seguro que al escuchar la palabra «escritor», se te vienen a la mente autores como Tolkien, Rowling o Poe. Es normal, son los más conocidos; aunque no los únicos: ocurre que sus nombres atraen a la mayoría del público por diversas razones. Tal vez estés henchido de admiración y quieras imitarles. Si ése es el caso, vas por el buen camino porque la mayoría empieza así. Yo mismo, cuando escribí mi primera obra —sólo para entretenerme; ya ves qué loco estoy—, usé la estructura de IT, la famosa novela de King. Luego descubrí que no he sido el único. No hay nada de malo en copiar recursos de otros autores siempre que sean maestros en lo suyo; evita a Stephenie Meyer y compañía. Más adelante, cuando avances, tu personalidad irá sustituyendo a la del escritor que te gusta; es inevitable. Así que no te preocupes si admiras a otros, ya que el problema lo tienen aquellos que se dedican a contemplarse en el espejo. 

¿Dónde está entonces la dificultad? Pues en no ir más allá de los grandes novelistas, creer, equivocadamente, que el mundillo está compuesto por una élite. Eso, combinado con la ilusión de aspirar a ser igual que ellos, te puede llevar a la catástrofe, a las fauces de un pseudoeditor. Debajo de esos novelistas gigantes hay cientos, miles de autores que ganan una miseria, que son casi anónimos; pero tienen la suerte de dedicarse a lo que les apasiona. Sé realista: las probabilidades juegan en tu contra si quieres ser otro gigante. No pretendo decir con esto que no lo intentes, sino que, reitero, seas realista. Dejemos a Ulises escuchar los cantos de sirena mientras damos media vuelta.

Debes averiguar qué buscas dentro de la caverna literaria, un sitio donde reina la oscuridad y los tropiezos son habituales. Existen muchas clases distintas de escritores, y cada una está definida por lo que ambiciona. El dinero, por ejemplo, no suele estar bien visto —preguntadle a Schopenhauer—; eso sí, ten en cuenta que perseguir dólares no tiene por qué hacerte peor escritor; es decir, la calidad de una obra no está relacionada con lo que uno busque o sea. El tipo más abyecto del planeta podría escribir la obra más hermosa jamás escrita. ¿Sabías que Anne Perry, autora de novelas detectivescas, cometió un asesinato? Los trapos sucios de los artistas darían para hacer una montaña.

Una vez hallado lo que amas, o lo que te aflige, tendrás en tus manos el motivo que te haga teclear como un chiflado: éxito, reputación, fama, placer, crítica, entretenimiento, pesadumbre, evasión y un extenso, extensísimo, etcétera. Cualquiera sirve. El escritor es alguien que, espoleado por sentimientos y afanes, plasma sus inquietudes en el papel. Hasta cuando se trata de satisfacer una demanda comercial, no debe ser común que alguien elija un género que le horrorice para su historia, porque son horas y horas de faena que podrían convertirse en horas y horas de sufrimiento; por ende, las inquietudes siguen estando ahí de alguna forma.

¿Y los malos escritores? ¿Son también escritores? Por supuesto: ¿no son Uwe Boll o Ed Wood directores de cine? ¿Una mala película deja de ser una película?

Las dificultades e incertidumbres a las que se enfrenta un escritor novel aún no se han acabado: poca resistencia a las críticas, ignorar qué conocimientos se necesitan... Pero eso ya son otras historias. Las veremos por aquí algún día.

lunes, 17 de febrero de 2014

Tú paga, que yo te publico


Ya es muy conocida, a estas alturas, la práctica deshonesta que ciertas editoriales usan para engañar al escritor novel: hacerle creer que es el nuevo Umberto Eco mediante halagos y, cuando el ego del pececito está a punto, pedirle un enorme fajo de billetes si quiere ver publicada su obra. «¡Qué menos!, ¡es un coste bajo por publicar tu genialidad, chaval!». A mí, sin ir más lejos, me han comparado con Ende; mala elección, porque ése es, precisamente, uno de los autores que más admiro... y me veo a años luz de él. Eso sin tener en cuenta que yo, un tábano con ganas de fastidiar, y Ende, un buen tipo que quiso espabilarnos con alegorías certeras, no nos parecemos demasiado. Ende, nada menos; si me diesen a escoger entre publicar una novela o tener su firma auténtica en mi edición de Momo... gana la firma. Supongo que soy algo friki, lo cual me agrada. Lástima que ahora Ende no esté entre nosotros, aunque estoy convencido de que seguirá escribiendo en algún sitio; ése es capaz de todo, te lo aseguro.

Pero no vengo a hablarte del ínclito fraude editorial, sino de por qué éste se produce, la raíz. 

¿Reconoces al actor de la imagen? Es Jeremy Irons en una escena de El ladrón de palabras, película que muestra a un par de escritores desventurados. Él interpreta a uno de ellos, el que escribe —presta atención— una obra maestra en dos semanas. Puestos a romper moldes, podría haberlo hecho en dos días y así superar a Stevenson. La proeza de Irons no es imposible, por supuesto; pero tal arranque de inspiración se da en muy pocos casos. Además, la calidad no suele ir acompañada de la rapidez. Lo natural es dedicarle uno o dos años al mamotreto, porque después de teclear toca corregir; y eso, corregir, debería llevarte más tiempo que lo anterior. ¿A dónde quiero llegar?, a la imagen distorsionada que se vende de los autores: sujetos olímpicos que poseen un don divino, mirífico, un regalo que cayó de los cielos y les permite crear. Esa imagen está, desgraciadamente, propugnada por muchas editoriales y escritores; en consecuencia, es lo que muchos noveles perciben.

La realidad es diferente, ya que ni posees ese don, ni eres especial —los genios existen, claro, mas son un porcentaje minúsculo—. En cambio, lo que sí hay es trabajo del duro, del que hace sudar tinta. Esto queda demostrado con la plétora de nuevos autores que se rinden tras su primer «fracaso». Descubren que la literatura, al igual que otras artes, pide sacrificio, trabajo, a cambio de ser dominada. Rembrandt no empezó pintando La ronda de noche. Hendrix no nació con una guitarra bajo el brazo. Parece lógico, ¿no? Pues es común, en el ámbito editorial, mentir sobre primeras obras escritas —a saber cuántas han escrito antes—, porque interesa vender al nuevo Stephen King como un genio, que los genios venden un montón. Por cierto, ¿sabes toda la porquería que se tragó King antes de publicar? Afortunadamente, cada vez son más los autores publicados que explican el difícil camino recorrido. Sin olvidar que, aun siendo bueno tecleando, es posible no publicar nada: mala suerte, no conectaste con los lectores.

Rendirse tras el primer «fracaso» es malo; pero peor aún es permitir que unas sabandijas, las mismas que aparecen en todas las épocas, se alimenten de él, engorden a base de ilusiones perdidas. Una opción mejor es compartir tus obras gratis, o la autopublicación. Hoy, con internet, nunca ha sido más sencillo.

El problema no acaba aquí: falta la idea preconcebida de que un escritor es sólo alguien que publica y gana dinero con sus novelas. Pero eso ya es otra historia. La veremos en una entrada futura. 

lunes, 10 de febrero de 2014

Tiempo de mutantes

Cubierta engendrada durante los
primeros años noventa. Qué
estilo, no le quedaría mal a una
novela de Stephen King
Silverberg, autor conocido por estos lares, escribió un relato breve titulado The Mutant Season; en él construyó, a grandes rasgos, una sociedad que debía convivir con mutantes, humanos de ojos áureos que se refugiaban en pequeñas comunidades aisladas. Siguiendo el consejo de un amigo, Silverberg, ayudado por su esposa —o al revés, quién sabe—, hizo que aquella idea embrionaria cruzase la frontera del relato: lo convirtió en varias novelas. Aunque esa acción puede acarrear un problema grave si se cae en la trampa de usar partes superfluas para rellenar huecos, la pareja logró eludirla y el resultado final es bastante aceptable. Nótese que he usado las palabras «bastante aceptable», porque, aun sin fragmentos hueros, hay un leve abuso del mismo recurso: el sexo entre humanos y mutantes. 

Lo cierto es que esta obra me ha provocado sensaciones encontradas: por cada virtud que encontraba, y no son pocas, un defecto se dejaba ver, escondido tras ella. Imaginad una suntuosa fuente de ambrosía en la que se baña un diablillo oscuro, corrompiendo el preciado manjar con su cuerpecito.

Una senadora mutante, el camino
de un pueblo oprimido a la
ansiada equidad
Tiempo de mutantes engancha, pero le cuesta despegar; posee originalidad, pero también clichés; algunos personajes están bien trabajados, pero otros, no; el ritmo es ideal, pero a veces cojea; los giros argumentales llegan en el momento preciso, pero pocos sorprenden. Como veis, hay demasiados «peros» que echan tierra sobre el título. Y las escenas de sexo, que no están nada mal, pierden fuerza porque se recurre mucho a ellas. Así que, considerando lo expuesto, la conclusión es que el vaso está a la mitad; verlo de una manera u otra dependerá de cada lector. Hasta la traducción tiene aciertos loables y errores incomprensibles, básicos, que podrían haberse corregido fácilmente.

En contra de lo que pueda parecer, no es complicado sacar el máximo provecho de esta novela: sólo hace falta una pequeña dosis de indulgencia. Perdonar sus fallos supone adentrarse en un argumento clásico que pocas veces decepciona, admirar a esos mutantes pugnando por sus derechos en medio de una sociedad que no les comprende, pues sus costumbres y poderes mentales amedrentan al «normal».

La secuela. No estoy seguro de que
haya sido traducida al castellano.
El nombre de Karen Haber desplaza
al de su marido: supongo que el
peso de las novelas recayó sobre
ella
Lo más interesante de la obra, pienso, es que el racismo va en ambas direcciones, porque los mutantes también sienten rechazo hacia el diferente. Sus comunidades endogámicas no ven con buenos ojos la unión de parejas mixtas, y condenan al protagonista, un mutante que se enamora de una «normal». Muy shakespeariano.

Un trozo del final, el que apunta a la pareja mixta, es brillante, difícil de prever. Satisface aun sin tener las continuaciones a mano. Habrá que olvidarse de éstas, pues editarlas significa asumir el riesgo de tener unas ventas exiguas. ¿Una obra mediocre que encima es de ciencia ficción? El panorama es desalentador. Si al menos versase sobre sectas masónicas y nazis... otro mutante cantaría. Una lástima que la obra se quede así, medio desnuda. Sería interesante averiguar si las novelas siguieron manteniendo el nivel de la primera —bajo pero suficiente—, o degeneraron en un monstruo que espantó a Silverberg, motivo que le llevaría a esconder su nombre. A ver si puedo conseguirlas en inglés y reseñarlas por aquí.