En la entrada anterior mencioné otra dificultad que acosa a los valientes noveles —yo también me considero uno, pero con cicatrices—, ésos que, antorcha en mano, van a entrar en la caverna literaria y enfrentarse a sí mismos. Se trata de dejarse engañar por una idea quimérica: un escritor es, únicamente, alguien que publica y obtiene beneficios.
Seguro que al escuchar la palabra «escritor», se te vienen a la mente autores como Tolkien, Rowling o Poe. Es normal, son los más conocidos; aunque no los únicos: ocurre que sus nombres atraen a la mayoría del público por diversas razones. Tal vez estés henchido de admiración y quieras imitarles. Si ése es el caso, vas por el buen camino porque la mayoría empieza así. Yo mismo, cuando escribí mi primera obra —sólo para entretenerme; ya ves qué loco estoy—, usé la estructura de IT, la famosa novela de King. Luego descubrí que no he sido el único. No hay nada de malo en copiar recursos de otros autores siempre que sean maestros en lo suyo; evita a Stephenie Meyer y compañía. Más adelante, cuando avances, tu personalidad irá sustituyendo a la del escritor que te gusta; es inevitable. Así que no te preocupes si admiras a otros, ya que el problema lo tienen aquellos que se dedican a contemplarse en el espejo.
¿Dónde está entonces la dificultad? Pues en no ir más allá de los grandes novelistas, creer, equivocadamente, que el mundillo está compuesto por una élite. Eso, combinado con la ilusión de aspirar a ser igual que ellos, te puede llevar a la catástrofe, a las fauces de un pseudoeditor. Debajo de esos novelistas gigantes hay cientos, miles de autores que ganan una miseria, que son casi anónimos; pero tienen la suerte de dedicarse a lo que les apasiona. Sé realista: las probabilidades juegan en tu contra si quieres ser otro gigante. No pretendo decir con esto que no lo intentes, sino que, reitero, seas realista. Dejemos a Ulises escuchar los cantos de sirena mientras damos media vuelta.
Debes averiguar qué buscas dentro de la caverna literaria, un sitio donde reina la oscuridad y los tropiezos son habituales. Existen muchas clases distintas de escritores, y cada una está definida por lo que ambiciona. El dinero, por ejemplo, no suele estar bien visto —preguntadle a Schopenhauer—; eso sí, ten en cuenta que perseguir dólares no tiene por qué hacerte peor escritor; es decir, la calidad de una obra no está relacionada con lo que uno busque o sea. El tipo más abyecto del planeta podría escribir la obra más hermosa jamás escrita. ¿Sabías que Anne Perry, autora de novelas detectivescas, cometió un asesinato? Los trapos sucios de los artistas darían para hacer una montaña.
Una vez hallado lo que amas, o lo que te aflige, tendrás en tus manos el motivo que te haga teclear como un chiflado: éxito, reputación, fama, placer, crítica, entretenimiento, pesadumbre, evasión y un extenso, extensísimo, etcétera. Cualquiera sirve. El escritor es alguien que, espoleado por sentimientos y afanes, plasma sus inquietudes en el papel. Hasta cuando se trata de satisfacer una demanda comercial, no debe ser común que alguien elija un género que le horrorice para su historia, porque son horas y horas de faena que podrían convertirse en horas y horas de sufrimiento; por ende, las inquietudes siguen estando ahí de alguna forma.
¿Y los malos escritores? ¿Son también escritores? Por supuesto: ¿no son Uwe Boll o Ed Wood directores de cine? ¿Una mala película deja de ser una película?
Las dificultades e incertidumbres a las que se enfrenta un escritor novel aún no se han acabado: poca resistencia a las críticas, ignorar qué conocimientos se necesitan... Pero eso ya son otras historias. Las veremos por aquí algún día.
¿Y los malos escritores? ¿Son también escritores? Por supuesto: ¿no son Uwe Boll o Ed Wood directores de cine? ¿Una mala película deja de ser una película?
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