lunes, 28 de abril de 2014

El nombre del viento

El diseño de la cubierta es mejorable,
pero logra intrigar 
«Sin duda El nombre del viento se convertirá en un clásico»; «[...] El absorbente y vivo debut de Rothfuss nos ha deslumbrado»; «[...] Colóquelo en la estantería al lado de El señor de los anillos»; «El universo de la literatura tiene una nueva estrella». Cuando vi la publicidad de esta novela, recelé porque me pareció más de lo mismo: otro superventas prefabricado, fúlgidos ditirambos que ensalzan un sucedáneo tolkeniano. Pasaron unos cuantos meses antes de que me decidiese a comprarla, y sólo lo hice por una razón: empecé a leer reseñas positivas de gente fiable, un montón de textos con frases como las de arriba; algunos afirmaban que Rothfuss les había recordado por qué leían. O la promoción fue tan bestial que hasta los reseñadores recibieron sobornos —¡la caja!, ¡la caja!—, o El nombre del viento ofrecía algo más de lo que yo, equivocadamente, pensaba. Tardé poco en aplacar la curiosidad, ya que el libro causa una fuerte adicción... durante un tiempo, al menos.

La edición finlandesa, mi favorita. Sus
tonos cálidos le dan un aire misterioso
que se ajusta bien a la obra
Aunque Rothfuss es un maestro de la narrativa, toma la discutible decisión de arriesgarse y no conservar lo que atrapa al lector durante, más o menos, la primera mitad del libro. Ése es el motivo, sospecho, de que algunos lo hayan dejado. No empeora, pero se pierde la meteórica e ingeniosa evolución de Kvothe; precariedad sustituida por estabilidad. Una estabilidad, eso sí, salpicada de sorpresas. Lo importante es el cambio abrupto que se percibe y las consecuentes reacciones, no todas positivas. Personalmente, me parece adecuado que la trama no se conforme con un único incentivo y se atreva a dar un pequeño giro.

Hay otro posible escollo —depende de cada uno que sea realmente un escollo— que puede entorpecer la lectura: el protagonista. Kvothe tiene un intelecto superior, domina el laúd y es íntegro salvo cuando las circunstancias se lo impiden; suele haber motivos de peso detrás de sus embustes. Esas características se acercan a la versión masculina de una Mary Sue, por lo tanto, es comprensible que le haya caído mal a algunos.

La francesa tiene una calidad
asombrosa
¿Entonces dónde brilla El nombre del viento? ¿Por qué ha levantado tantos elogios? Para empezar, transmite una sensación de frescura que el género necesitaba con urgencia. Es cierto que Rothfuss no aporta nada relevante a lo que ya se ha contado cientos de veces; pero añade elementos, como esa manera de emplear la magia, novedosos, la estética de los monstruos suscita interés y el trasfondo de su mundo se presenta mediante fascinantes relatos. Su éxito también radica en que no es necesario tener conocimientos previos del fantástico: la lectura se vuelve accesible para cualquiera que no le dé importancia a las «trabas» mencionadas.

La primera parte de esta crónica apunta maneras, no en vano se tardó tanto en pulir; sin embargo, eso de «convertirse en un clásico» dependerá de cómo sean los libros siguientes. ¿Estará El temor de un hombre sabio al mismo nivel? Pronto será reseñado en este blog; no cambie de canal o Krueger le visitará de noche.

lunes, 21 de abril de 2014

El final de una serie


Recibí, en la entrada de Farscape, un mensaje que me hizo reflexionar. Es de un lector anónimo, y habla sobre el vacío que le dejó esa serie al terminarse. Se trata de un mal que afecta a todos los seriéfilos: encontrarse cada semana con los mismos personajes crea un vínculo, pasan a formar parte de tu vida, a convertirse en viejos amigos, y no es fácil despedirse de ellos cuando aparecen los temidos créditos finales.

Pensando en lo anterior, me acordé de Cheers porque estoy seguro de que su final es de los más impactantes, amargos. Seguro que apareció anunciado en periódicos y otros programas. No es dramático, arriesgado u original; pero seguir Cheers significa visitar ese bar durante once largas temporadas de muchos episodios; significa ser un cliente más, gritar Nooorm! junto a los otros mientras éste ocupa su preciado taburete y pide una cerveza. Y «los otros» son personajes que rebosan carisma; uno hasta recibió su propia serie, Frasier, la cual duró un montón de tiempo.

¿Se ve por dónde van los tiros? Tantos años en antena causó que Cheers se convirtiese en un lugar real donde el espectador podía distraerse de los problemas; llegaba un instante en el que conocía cada rincón de ese bar. Cuando la serie acabó, no sólo hubo que despedirse de los personajes, también fue necesario hacerse a la idea de no volver a bajar esas escaleras, abrir la puerta y respirar aquel ambiente afectuoso. Además, los créditos finales acostumbrados fueron sustituidos por un fondo oscuro y una melancólica melodía.

A la dureza del adiós, hay que añadir el alto nivel de la serie, que nunca flaqueó.

Estoy completamente de acuerdo con lo que Sam Malone dice en el último episodio, antes de explicarle a un cliente que acaba de cerrar. Si aún no lo has visto, tendrás que hacerlo para descubrirlo. Es sencillo encontrarlo por la red.



Tal vez Cheers —me abstendré de comentar la infame versión española— no sea la que te dejó con esa sensación de vacío; pero apostaría a que alguna lo habrá hecho. ¿Cierto? Es posible que hayas explorado el universo con Picard, o acompañado al Doctor en su lucha contra los Daleks. ¿Te acuerdas de aquel investigador que llamaba perro a su perro? ¿Y de ese otro que siempre pedía toallitas?, qué melindroso era. No importa si lo que quieres es buscar objetos sobrenaturales en cierto almacén, o ayudar, igual que yo, a Sherlock: cualquiera de esas largas historias puede provocar graves secuelas de nostalgia.

Verlas de nuevo es una opción interesante, aunque... ya no es lo mismo.

lunes, 14 de abril de 2014

Carretera maldita

A mí de mi casa no me saca ni
Dios
Mientras alababa Un día de furia en la entrada anterior, recordé una novela de Bachman —¿es necesario decir quién se esconde tras ese seudónimo?— que comparte algo con el filme: ambas historias destilan rabia visceral, tejen una trama donde un hombre decide saltarse su cotidianidad para hacerle frente al sistema, esa bestia ciega e imparable. La similitud se termina ahí, porque Foster es muy diferente a Dawes: el primero es un lunático; el segundo, alguien dominado por la nostalgia. Incapaz de abandonar su vida, sus recuerdos, Dawes se opone a la construcción de una nueva carretera, porque ello supondría demoler su querido hogar, sustituirlo por una amplia línea de asfalto. No le interesa la oferta sustanciosa que le hace el gobierno, prefiere comprar armas y plantar cara. ¿Conseguirá defender lo suyo con el intimidante cañón de una Magnum 44? Si eso no basta, también posee explosivos y un potente rifle que podría esparcir los restos de un animal en siete metros a la redonda. ¡Venid, valientes, que os estoy esperando!

¿Carretera maldita? ¡Maldita carretera!
A Dawes, que empezó siendo alguien muy equilibrado, le afectó sobremanera la muerte de su hijo por tumor cerebral. Sólo fue capaz de superarlo aferrándose a aquello que le daba seguridad: trabajo, coche, casa. Una sólida rutina que conforma el porqué de su existencia. No son unas simples paredes lo que pretenden destruir.

Su lucha será en vano porque todo volverá a ser igual, como bien le advierte uno de los personajes. Aun así, Dawes es duro, un samurái que lucha contra lo establecido. Como sabe lo que le espera, se conforma con clavarle una astilla al león, el cual se sorprende al notar la presencia de un discrepante y hace lo posible para que el asunto no salga a la luz; trae mala publicidad eso de ver a unos gorilas sacando a alguien de su vivienda, escena horrible que, según una de las hienas que envía el gobierno, jamás debería producirse con cámaras delante, no vaya a ser que luego aparezcan más discrepantes.

Aún conservo los libros de King
que fueron editados así. Tienen más
encanto que la fría edición actual
Tal vez parezca raro, pero de King siempre he preferido algunas de las obras que firmó con seudónimo, me identifico más con ellas. Contienen tanta cólera que hasta podrían explotar como una granada. Rabia, La larga marcha, El fugitivo y Carretera maldita son, creo, las más sinceras, poseen un toque especial que las diferencia de su conspicua fórmula exitosa. Puedo imaginar a un joven King escribiéndolas a toda mecha y sonriendo al plasmar ciertos instantes.

Carretera maldita es, al igual que sus hermanas, una novela atrevida, mordaz; irradia llamas de furia con cada crítica ácida. No emplea un tono grandilocuente, pero sí muchos recursos válidos que enriquecen la lectura. Incluso hay un fragmento en el que King, buscando una confusa y atropellada reflexión, elude el uso de signos ortográficos. Aunque es un truco viejo, cumple perfectamente con su cometido. No es poca la maña del autor. Si tuviese que darle una nota al libro —algo que no acostumbro a hacer—, sería un nueve. ¡Horror! Watson le ha dado un nueve a Stephen King; Faulkner y Joyce se remueven en sus tumbas.

lunes, 7 de abril de 2014

Oda a «Un día de furia»

¿Cómo ha podido ocurrir? Hice todo lo que me dijeron.

El orden alzándose contra la hegemonía
del caos
Si esta película fuese una novela, esa novela sería una obra maestra. (Ahora es cuando alguien me dice que existe una novela y es malísima). La literatura que elaboro actualmente va por esta línea: historias violentas, rápidas —intento que la prosa sea invisible, nada de ampulosidades— y cargadas de hiel. Ya veremos si existe algún osado editor que se atreva con ellas.  

Una vez, en este mismo blog, escribí una entrada donde me metía con el cine, y el tufo a gafapasta provocó justificadas convulsiones y suicidios varios. En efecto, no me gusta mucho el cine; pero sí las series... incluso Verano azul o Farmacia de guardia. ¡Retruécanos! He visto hasta El chapulín colorado. No obstante, algunas películas consiguen seducirme tanto o más que la mejor de las novelas, porque son medios distintos de narrar, y Un día de furia es, para mí, una de las imprescindibles. Corre a visionarla si aún no lo has hecho.

Prendergast, antagonista en más de un
sentido
La atmósfera, el ritmo, los planos, esa banda sonora que sabe ambientar, meter caña cuando debe meterse caña; todo en Un día de furia roza la perfección. Las elipsis liman rebabas, alternan dos atractivas líneas argumentales hasta que chocan entre sí como dos locomotoras. Resultado: final apoteósico. Perdonémosle a Prendergast ser el típico poli a punto de jubilarse, porque el personaje tiene más enjundia de lo que parece: se trata del otro lado del espejo, un tipo al que no le molesta el desorden. Mientras Willian Foster sufre un cortocircuito mental en un atasco, Prendergast, que está en el mismo lugar, sonríe al ver la graciosa pintada de una valla publicitaria, sin darle importancia al estrépito de voces y pitidos. Presentados los dos polos opuestos, empieza la fiesta.

La inolvidable escena del lanzamisiles
Foster, a diferencia del resignado Prendergast, deforma la realidad para que encaje en lo que considera un mundo ideal; las cosas han de ser como él dictamine. No se trata de una mera manía, sino de una enfermedad crónica que desemboca en una actitud obsesiva, amenazadora. Debido a eso, su mujer le impuso el divorcio y se amparó en la ley para alejarse todo lo posible, algo que su ex marido no está dispuesto a aceptar.

Iracundo, recién convertido en guerrero urbano, Foster abandona su coche en el atasco para recorrer las calles en pos de un hermoso sueño: reunirse con la familia perdida y darle a su hijita una esfera de nieve. Desconoce que entró en territorio de bandas.

¡Un momento! ¿Aquí porta un bate?
Es divertido ver cómo se hace con las
diferentes armas
Otros se acobardarían al darse cuenta de dónde se han metido; pero Foster no, él defiende sus derechos implacablemente; no se amedrenta ni ante el peligro mortal. Los que  tienen la mala suerte de cruzarse en su camino descubren, demasiado tarde, a un lobo bajo esa modosidad, uno dispuesto a morder. El espectador empatiza con Foster porque a veces lucha contra sujetos infames —los pandilleros o el tontiloco vendedor de armas, un arquetipo nefando y real—, y es fácil olvidarse de que su cabeza no funciona con corrección, aunque haya instantes que lo recuerden. Cuando Prendergast, después de mucho investigar, aparece a su lado, se hace patente quién es el auténtico villano del filme, se desvanecen los pocos actos bizarros del justiciero urbano.  

No tengo ni idea de lo que dijo la crítica especializada, y me resulta indiferente: Un día de furia es brillante, una fuente de inspiración. Puede entreverse a cada segundo la rabia de Ebbe Roe Smith, el guionista que la cinceló.