martes, 19 de marzo de 2013

La torre de cristal

En España ha sido editada, hace
unos años, por La factoría de ideas
Siglo XXIII. La humanidad ha explorado parte del espacio exterior sin encontrar vida inteligente. Parece que, después de todo el camino recorrido, sólo hay planetas desiertos o con decepcionantes criaturas rudimentarias. ¿Somos los únicos hijos de las estrellas? ¿No existe nadie más? ¿Tenemos derecho a reclamar y terraformar todo lo que esté a nuestro alcance? Esas preguntas se tambalean cuando, al fin, llega a la tierra una lejana señal; demasiado lejana y enigmática, pero no deja de ser lo que es, no deja de indicar que existe otra raza tecnológicamente avanzada. Y Simeon Krug, un feroz empresario con mentalidad del siglo XIX, quiere comunicarse con esa raza. Para ello, sin escatimar en gastos, inicia la construcción de una inmensa torre destinada a convertirse en la mayor maravilla arquitectónica que se haya visto. Será objeto de culto incluso si no consigue su cometido.

E.T, el extraterrestre
Hablemos un poco de Krug: se trata de un tipo que comenzó siendo humilde, odió su paso por la enseñanza, y, tras dedicarse a estudiar por su cuenta, creó algo que supuso un cambio trascendental en la sociedad: androides, humanos sintéticos de piel carmesí que dejaron obsoletos a los sencillos robots. Como ya habréis imaginado, la demanda de un producto así resulta impresionante, y Krug es elevado al rango de genio. Se acabó el proletariado, se acabó la servidumbre, ¡han llegado los androides!

Esta nueva raza es la que se encarga de trabajar en la torre. Los androides levantan la superestructura mientras sufren numerosos accidentes; pero no les importa: van a regalarle algo inimitable a sus amigos, los humanos. Ni siquiera se manifiestan cuando Krug dice que espabilen, que vayan más rápido; están subyugados porque él es su dios, el creador.

Mordor de noche. ¿Cuántos
entenderían esa gracia antes
del 2001? No muchos, sospecho
Se nota que Silverberg es colega de Asimov, ¿verdad? Ambos sienten pasión por el mundo de los androides. (No uso el pretérito cuando hablo de Asimov porque aún vive, y seguirá viviendo mientras sea leído, al igual que tantos otros gigantes del género).

Silverberg se atreve, en La torre de cristal, a mostrar la sexualidad entre humanos y seres artificiales. Lo hace mediante Manuel, el disoluto hijo de Krug. Además de eso, la novela reflexiona sobre un tema que dará muchos quebraderos de cabeza en el futuro: ¿es ético construir «máquinas» de tal calibre? ¿«Máquinas» que hasta son capaces de tener su propia religión? Me imagino los encarnizados debates, incluso es posible que se cree un partido antimáquinas. Qué pena no poder verlo. Novelas como éstas son altamente aconsejables para aquellos a los que también les gustaría echar un vistazo a lo que vendrá.

El autor explicando por qué tienes que leer
todas sus obras
¿Y qué manera de narrar tiene Silverberg? Puede intimidar un poco porque no deja de ser ciencia ficción dura —o eso creo, que a veces la línea no está muy clara—, con muchos palabros técnicos que suenan a chino; pero sus letras son actuales, frescas; sabe romper las normas de puntuación cuando conviene hacerlo y crear así atmósferas únicas que no hubiese logrado de otra forma. Domina los saltos temporales, por lo tanto, salvo unos escasos pasajes, La torre de cristal transmite la sensación de que la historia progresa rápido. Pienso que la novela sólo disgustará a los que aborrezcan estos temas, o a los que, simplemente, los tengan demasiado vistos. Si te gusta Asimov, su colega seguro que no te decepcionará. Aquí tienes otra opción.

«Mirad», quería decir Simeon Krug, «hace mil millones de años ni siquiera había hombres, solo un pez. Una criatura resbaladiza con agallas y escamas, y unos pequeños ojos redondos. Vivía en el océano, y el océano era como una cárcel, y el aire era como el tejado de esa cárcel. Nadie podía atravesar ese tejado. "Morirás si lo atraviesas", decía todo el mundo, y este pez lo atravesó y murió. Y hubo otro pez que lo atravesó y también murió. Pero llegó otro pez que lo atravesó, y fue como si su cerebro ardiera, como si sus agallas estuvieran en llamas, y el aire lo ahogaba, y el sol era una antorcha en sus ojos; y allí yacía él, en el lodo, esperando la muerte, pero no murió. Volvió arrastrándose a la playa y se metió en el agua y dijo: "Mirad, hay un nuevo mundo ahí arriba". Y allí volvió de nuevo, y se quedó quizá dos días, y después murió. Otros peces se preguntaron entonces cómo sería ese mundo. Y se arrastraron hacia la costa fangosa. Y allí se quedaron. Y aprendieron a respirar el aire. Y a ponerse de pie, a andar, a vivir con la luz del sol en los ojos. Y se convirtieron en lagartos, en dinosaurios, en lo que fuera que se convirtieran, y se quedaron millones de años. Y empezaron a levantarse sobres sus patas traseras, y usaban las manos para coger cosas, y se convirtieron en monos, y estos se volvieron más listos y se transformaron en hombres. Y en todo momento, algunos de ellos, unos cuantos, siguieron buscando nuevos mundos. Tú les dices: "Volvamos al océano, seamos peces de nuevo, así será más fácil". Y quizá la mitad de ellos estén dispuestos a hacerlo, más de la mitad quizá, pero siempre habrá alguno que diga: "¿Estáis locos? Ya no podemos ser peces. Somos seres humanos". Y no vuelven, siguen subiendo».

lunes, 11 de marzo de 2013

Diez negritos

Aquí Poirot está de vacaciones, pero
no se le echa de menos
Si el objetivo de una novela es mantener al lector enganchado desde el primer instante hasta el último, Diez negritos es un ejemplo a seguir. Os reto a no leer el epílogo justo cuando terminéis el último capítulo, porque eso sería una proeza digna de un héroe mitológico.

Diez personas reciben un mensaje que las invita a pasar unos días en una remota mansión. Durante su estancia en la misma, una voz misteriosa les acusa, a cada una de ellas, de haber cometido un crimen. Tras las acusaciones no pasará mucho tiempo hasta que alguien muera... Hay una canción infantil, escrita en las habitaciones, que describe cómo serán los macabros finales: «Diez negritos se fueron a cenar. Uno se ahogó y quedaron: nueve. Nueve negritos trasnocharon mucho. Uno no despertó y quedaron: ocho...».

El temible arenque. Sospeché de él
nada más verlo. Esa mirada aséptica...
La mansión está en una isla donde no siempre es posible desembarcar, o dicho de otra manera: están atrapados. Saben que no hay nadie más en la isla, así que uno de ellos es el asesino, pero ¿quién? Todos sospechan de todos, se vigilan mutuamente, se acusan... Una intensa tensión que le pone las cosas más fáciles al verdadero culpable.

Agatha propone el clásico juego de adivinar qué personaje está detrás de cada muerte. No será nada fácil, pero la autora juega limpio: le da una pista crucial al lector durante una de las escenas más siniestras. (Yo, con eso, acabo de daros una pista de dónde está la pista). Reconozco que, aunque me percaté de ella, no supe interpretarla: pensé que era un error de Agatha y lo apunté para explicarlo aquí. Menuda bofetada me llevé al final... Touché, Agatha.

Yo no recuerdo que las figuras
brillasen. Me habré despistado
Las novelas que empiezan describiendo a un grupo numeroso de personajes suelen darme mala espina, porque a veces queda un poco embrolloso. Sin embargo, no es así en Diez negritos. La autora demuestra una maestría de la que puede aprenderse bastante. Cada nombre está asociado a una personalidad muy marcada —el autoritario, el susceptible, la meapilas...—, y sus historias se entrelazan de manera que, tras unas pocas páginas, resulta muy sencillo identificar a cada uno. ¡Hagan sus apuestas! ¡Veinte pavos por el jovenzuelo alocado; ése tiene cara de matar!

Seguro que habéis visto argumentos parecidos al de Diez negritos en el cine o la televisión; pero no hay nada como el buen rato que Agatha nos ha regalado con esta novela, un clásico atemporal que nadie debería perderse. Entra de lleno en mi pequeña lista de favoritos.

domingo, 3 de marzo de 2013

Asesinos sin rostro

Asesinos sin rostro es el primer
libro de la serie Wallander
Hablar de Henning Mankell es hablar de Kurt Wallander, el ficticio inspector de policía que le ha llevado a la fama.

No hallaremos en Wallander al clásico investigador que brilla por su intelecto y una enorme capacidad deductiva; tampoco al que, disfrazado de oveja despistada, devana los hilos sueltos hasta dar con la solución. Él es de otra clase: más humano, intuitivo. Hijo de una época dócil donde la violencia sin sentido no era tan común. Sufre con cada escena sangrienta, con cada caso; sufre por sus problemas familiares, por su adicción a la bebida. Y a pesar de ello demuestra una tenacidad admirable; no se detiene, se sobrepone una y otra vez. Nunca del todo, por supuesto, porque la vida que lleva deja una huella indeleble, como la dejaría en cualquiera de nosotros si estuviésemos en su lugar. Eso hace que el personaje sea cercano, pues muchos de sus problemas están a nuestro alrededor. Tal vez ahí esté el motivo de que gustase tanto al público: es sencillo empatizar con él.

Edición del Círculo. Esta cubierta
me intimida...
En Asesinos sin rostro Wallander ha de enfrentarse a un caso aparentemente ilógico. ¿Por qué alguien se molestaría en asesinar a un matrimonio de granjeros? ¿Por qué, además, los torturaron? Como no hay ninguna pista sólida que los pueda conducir hasta el autor, o autores, del crimen, Wallander y sus hombres dan vueltas en círculos, pasan más tiempo atascados que avanzando. 

Mankell, al igual que hacen otros compañeros del género, subraya un aspecto social negativo introduciéndolo en la trama como un elemento más. Cuando las sospechas parecen señalar a los extranjeros, entra en escena la xenofobia; el miedo a los que, ilegalmente, se introducen en el país. Estas denuncias que vemos en las novelas negras no son imprescindibles, pero sí necesarias, a veces.

Si no conocéis a Wallander,
empezad por aquí
La prosa es ágil, ya que busca una lectura rápida —yo leí el libro en un par de días—; pero la trama avanza más despacio de lo que parece porque también se narran los detalles íntimos de Wallander, que son igual de sugestivos que las partes donde se resuelve el crimen. Si buscas una novela densa rellena de un vocabulario rico y florituras rebuscadas... Asesinos sin rostro te sabrá a poco; si, por el contrario, te interesa algo más fácil de digerir, ni lo pienses. Hay ocasiones en las que viene bien dejar el diccionario guardado y disfrutar de un sano analgésico, el cual sólo tiene la pretensión de regalar una pizca de entretenimiento.  

Además de Asesinos sin rostro, sobra decir que hay muchos otros títulos protagonizados por Wallander. No voy a reseñarlos todos porque no quiero olvidarme de otros autores de novela negra —bastante más relevantes, por qué no decirlo—, aunque sí que hablaré de algún título más.