lunes, 31 de diciembre de 2012

Baila, baila, baila


Voy a ir al grano: las primeras cincuenta páginas han sido como un dolor de muelas. Murakami suele ser bastante reiterativo, pero en esta novela se ha superado; haceros a la idea de que vais a leer lo mismo varias veces. A eso añadidle —desconozco hasta qué punto es culpable el traductor— el abuso desmedido de algunos verbos. Aunque la interesante trama atenúa un poco las carencias, fallan las elipsis: excesivas acciones cotidianas descritas minuciosamente. Me ha costado, mientras lo leía con asombro, reconocer al autor de Tokio blues y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Sin embargo, es él. No hay duda. La prosa es tan adictiva como siempre, y he vuelto a encontrarme con uno de sus tópicos preferidos: «Oscuro como boca de lobo».

Lo bueno de Murakami es que se atreve a traspasar la realidad y adentrarse en un universo onírico. En Baila, baila, baila recurre a uno de sus personajes más fascinantes: el misterioso hombre carnero, cuya aparición deja claro que cualquier cosa puede suceder. El protagonista, un redactor freelance que escribe artículos de toda índole, vuelve a uno de los lugares que visitó hace años: el viejo y pequeño Hotel Delfín. Allí descubre que lo han derribado para construir otro en su lugar. Conserva el nombre del anterior, pero ahora es suntuoso, un enorme edificio de veintiséis plantas. Sorprendido, empieza a indagar el motivo de que el hotel original desapareciese, y así capta la atención de una joven recepcionista que tuvo, mientras trabajaba, una experiencia fuera de lo común...

Como podéis ver, el argumento no es malo; engancha por sí solo. Por desgracia la novela está plagada de párrafos y párrafos que cuentan la monótona existencia del protagonista: ora cocino, ora voy al cine, ora voy otra vez al cine... Lo peculiar es que la prosa atrapa incluso en esas condiciones. No importa qué haga el tipo al que estamos siguiendo, porque tarde o temprano llegará una gran escena que compensará tanta paja. Es posible que en Japón estén acostumbrados a ese ritmo narrativo. Tal vez lo que para mí es paja, para ellos sea un tremendo entretenimiento, no lo sé. Yo metería tijera en un montón de oraciones que considero superfluas. Opino que podría haberse contado lo mismo en la mitad de páginas, que no son pocas, por cierto.

—Entonces, tu padre es el escritor Hiraku Makimura, ¿no?
—Sí. No es mala persona. Pero no tiene talento.

Baila, baila, baila se salva gracias a que se nota la impronta del autor, su carácter: personajes melómanos, momentos kafkianos, sexo, filosofía tras los diálogos significativos. El final es uno de sus puntos fuertes, porque la tensión no flaquea hasta el último segundo; deja al lector en vilo, preguntándose si sucederá lo predecible o no. Lástima que el nivel sea un poco más bajo de lo habitual en Murakami. Pienso que esta «nueva» obra —se publicó en 1988, después de Tokio blues— que acaba de aparecer en la editorial Tusquets, quizá defraude a los más exigentes. Desaconsejo su lectura si no se han leído antes otros títulos del autor. Mentiría si dijese que me decepcionó, pues me ha gustado, pero debo ser fiel a la señora Objetividad. 

A mediados de este mes —más vale tarde que nunca— recibí esta novela gratuitamente gracias a una iniciativa de PriceMinister. Se trata de escoger los mejores libros del 2012. Yo, evidentemente, creo que éste no debería ser elegido... y seguro que tampoco los otros que han propuesto. Publicidad, ya se sabe. 


jueves, 20 de diciembre de 2012

La pista de hielo

En Anagrama se publicaron
incluso sus novelas póstumas
Las novelas de Bolaño tienen fama de ser difíciles, pero en realidad sólo necesitan encontrar al lector adecuado. Su obra más conocida, Los detectives salvajes, cuya lectura es para algunos como escalar el Everest, no es tan temible si antes se conoce al autor y su manera de escribir, algo que puede lograrse abriendo un ejemplar de La pista de hielo. 

Tres personajes narran la historia en primera persona: un mexicano que trabaja de vigilante nocturno —oficio que «casualmente» desempeñó Bolaño—; un chileno que se busca la vida como puede y un político catalán. Estas tres líneas argumentales son fáciles de seguir. La novela, corta y sencilla, sirve para aclimatarse a lo que vendrá luego, a ese estilo transgresor de párrafos interminables, largas oraciones, pujanza incesante.

Cubierta foránea
En un libro existe la posibilidad de que la trama sea fagocitada por el estilo: sucede cuando se le da más importancia a cómo se cuenta que lo que se cuenta; no sé si me explico. Pasa lo mismo con esas películas donde los efectos especiales nublan todo lo demás. ¿Giros inesperados?, ¿personajes con personalidad? No digas tonterías; mira qué prosa, es sublime. A veces, recalco, a veces, estoy de acuerdo con la definición que da Reverte de la palabra «estilo»: «Burladero de vacíos charlatanes». Pero Bolaño es más que un cúmulo de palabras bonitas. Su manera de narrar no ensombrece el mensaje. Hay vida dentro de sus páginas, los personajes tienen voz, las escenas, gravedad. La pista de hielo ofrece un pequeño y áspero universo donde sobrevivir a lo cotidiano es la prueba con mayor dureza.

Si nunca habéis leído antes a Bolaño,
es una buena idea empezar por aquí
Una pista de hielo se ha construido ilegalmente dentro del antiguo y abandonado Palacio Benvingut. El motivo es una hermosa patinadora que necesita un lugar para entrenarse y ha tenido la suerte de encandilar al político catalán, que es desdichado pero farsante. Tenemos, por lo tanto, un escenario sombrío que servirá de base. En él se desarrolla el conciliábulo, el ritual que, sabemos, tiene pocas posibilidades de salir bien: el político, avergonzado de sí mismo, contempla el fruto de su mal uso del dinero público, admira la danza del hielo, la belleza inalcanzable que se despliega ante él, se conforma con la visión mientras teme al futuro; la patinadora, satisfecha de tener una pista para ella sola, entrena todos los días, aprovechándose de ese tipo craso que se queda sentado cerca como si fuese su entrenador.

«Tenían fe en el futuro: España camina hacia la gloria, solían decir».

sábado, 8 de diciembre de 2012

Dwarf Fortress


Es complicado encontrar un buen juego de gestión, pero existen, creedme, y uno de ellos es Dwarf Fortress. Básicamente consiste en construir una fortaleza enana y defenderla de los continuos asedios que se irán produciendo según pasan los años. Parece fácil, ¿verdad? Pues no os confiéis, porque es uno de los proyectos lúdicos más ambiciosos que he visto. El creador, Tarn Adams, lleva diez años desarrollándolo, nada menos. Y aún añade actualizaciones de vez en cuando. Pensad detenidamente en el nivel de detalle que tendrá... ¿ya?, ahora multiplicadlo por cien. Si queréis adentraros en Dwarf Fortress, necesitaréis días —no es broma, días— sólo para aprender las bases. 

Ahora vamos con la parte que menos me gusta: los gráficos. Lo primero que se suele decir al verlos es ¡what the fuck...!

Que sí, que te creo, eso es una invasión goblin, está claro...

¡Que no cunda el pánico! Hay varios modificadores que los mejoran una barbaridad. Un ejemplo: 


¡Santos retrúecanos!, esto ya es otra cosa

Vale, siguen siendo bastante simplones. Quizá creas que Dwarf Fortress puede funcionar sin problemas en cualquier PC; cuidado, es muy engañoso. Algunos procesadores de doble núcleo sufren cuando la población enanil llega a noventa —el máximo por defecto es doscientos, pero pueden ser los que tú quieras—. El mío, un Pentium IV con 4 GB de RAM, se ralentiza un poco al llegar a sesenta. Todo esto se debe, supongo, a que el juego maneja mucha información. La buena noticia es que no hace falta tener una barbaridad de enanos para jugar. ¿Sigues interesado después de ver los gráficos? ¿Quieres diseñar tu propia fortaleza enana con puentes retráctiles y fosos donde los goblins sean arrojados al magma? Entonces continuemos.

Debes tener en cuenta que el lema aquí es Losing is fun. A menos que seas un jugador experimentado... vas a perder. Tu fortaleza, la misma que tantas horas te ha llevado construir, se va a escacharrar de una forma u otra, acéptalo. Hay una enorme cantidad de maneras diferentes de que eso ocurra. Quizá seas muy ambicioso al cavar y agujerees la guarida de un demonio cascarrabias, o inundes todo al intentar construir un pozo; o sea, que puedes ser tú mismo el culpable de la destrucción. Pero también la mala suerte hace de las suyas: enanos vampiro que esconden su identidad, goblins que roban niños, elfos enfadados porque les has vendido madera... (¿a quién se le ocurre venderles madera?, a mí, cómo no).

En el siguiente diagrama se muestra la curva de aprendizaje que tiene Dwarf fortress

Sencillo, ¿a que sí?

Tal vez os estéis preguntando por qué un juego tan complejo es capaz de levantar toda esa pasión entre los aficionados. Se debe a la profundidad, una profundidad que le da a cada fortaleza su propia historia. Si buscáis un poco por la red, leeréis épicas y trágicas historias enaniles basadas en partidas de Dwarf Fortress. También hay varios tutoriales en español. Esto es importante: empezad con un tutorial, si no lo hacéis es posible que la experiencia sea negativa. Yo me atreví a intentarlo por mí mismo, sin leer nada antes, y casi pierdo la poca cordura que aún conservo.

¿He dicho que es gratuito? Probadlo sin miedo siempre y cuando os guste construir y gestionar. Una compañía que se llama Paradox ha intentado sacar un sucedáneo, pero le ha salido el tiro por la culata: A game of Dwarves no da la talla a pesar de sus bonitos gráficos. Personalmente me he llevado una decepción porque esperaba más de Paradox, los del gran Europa Universalis III. Menos mal que el señor Tarn Adams nos ha dado algo que el mercado no puede ofrecer. Nada de crear un macroejército y arrasarlo todo, nada de construir una gigantesca ciudad para destruirla después, aburridos, con ovnis; cuando te pongas al frente de esos enanos desamparados, sabrás lo que es un reto.

En Punta de lanza, buen foro de wargames, un usuario recopiló el excelente tutorial de Haplo en un PDF (gracias, Haplo, nunca me he registrado en ese foro, no te conozco; pero encontré el tutorial de casualidad y me ha resultado inestimable).

Ojalá DF os dé tantos buenos ratos como a mí.