miércoles, 20 de febrero de 2013

Autores que admiro: John Kennedy Toole


La primera vez que leí La conjura fue hace unos tres o cuatro años. No tenía ni idea de la vida de Toole, así que sólo la compré por curiosidad. Recuerdo que la encontré en una librería de Oviedo, entre otros títulos editados por Anagrama, y el color amarillo chillón me hizo cogerla —yo caigo en esos ardides publicitarios, que luego mi interés persista es otra cosa—. En la cubierta vi a un personaje estrambótico con una gorra de cazador; tenía un arma blanca en una mano y un perrito caliente en la otra, y miraba recelosamente a una sombra amenazadora. Luego, al abrir la novela me noqueó una cita de Jonathan Swift: «Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él». Interesantes palabras, no estaría mal saber en qué momento las añadió al libro; libro que, por supuesto, compré. Creo que es el que menos ha tardado en convencerme para que lo adopte; otros lloran mucho más, pero como están acompañados por sus hermanos gemelos, no me dan tanta lástima.

Dos días después terminé, con pesar, las últimas páginas de una obra maestra. Es lo malo de las obras maestras: tienen un final, como el resto. No me preocupó demasiado, porque acababa de conocer a un gran autor y podía leer el resto de sus libros. Entonces leí el prólogo de Percy, el único que le dio una oportunidad a La conjura. Y me enteré de todo. Fue un día oscuro. Toole sólo escribió otra obra antes de suicidarse: La Biblia de Neón. Pero es de cuando era un adolescente, muy temprana. Además, lo que me interesaba era saber si existía una continuación de La conjura... Admiro a Toole por su trabajo; lo aborrezco por rendirse. Él era consciente de que había creado algo digno de entrar en la historia literaria, así que, desde mi punto de vista, debió haber continuado luchando hasta el final y no permitir que cuatro editores ciegos le doblegasen. Si hubiese seguido ese camino en vez de dejarse engañar, hoy tendríamos muchas más novelas suyas. Hasta es posible que continuase su mayor obra. Mayor en ese momento, porque no sabemos hasta dónde podría haber llegado.

¿Cuándo publicaron La conjura? Cuando la respaldaba una jugosa biografía de suicidio. Ahí no hay riesgo posible: si no vende por su calidad, venderá por la noticia. Existe un morbo detrás de todo esto que los editores han explotado a conciencia. No es una casualidad que las tragedias de los escritores aparezcan, muchas veces, en las sinopsis. «¡Qué me dices! ¿Que éste se ha tirado a un volcán? Ahora mismo compro el libro». Aun así, la novela tendrá un éxito efímero a menos que sea realmente buena, como la de Toole. Debemos agradecerle a Percy que se tomase la molestia de leer el manuscrito y tuviese la suficiente humildad para reconocer su valía. Más aún si tenemos en cuenta que era una copia en papel carbón, cuya lectura resultaba difícil. Otros, simplemente, lo habrían guardado hasta olvidarse de él.

Un caso raro, el de Toole. No es tan frecuente como algunos escritores piensan.

Estatua de Ignatius, protagonista de La
conjura de los necios

martes, 12 de febrero de 2013

La casa de los siete tejados

Uno, dos, tres...
Quiero destacar algo ahora, al principio, para que tenga más peso: el ritmo lento, lentísimo —no basta, hay que añadir algo más—, horriblemente lento, que tiene esta novela. Es el segundo autor que ha logrado desesperarme en ese sentido; hasta ahora ese galardón sólo lo tenía el señor Flaubert..., al que debo darle otra oportunidad.

¿La mejor novela escrita en inglés, T. S. Eliot? Discrepo. La prosa es para quitarse el bombín, pero las eternas y constantes divagaciones son difíciles de soportar. No me interesa la vida de las gallinas que hay en el parterre, en serio; lo único que consiguió fue darme la sensación de que la historia se anquilosaba, de que el autor no sabía muy bien a dónde llevarme. Quizá La casa de los siete tejados me hubiese gustado más si se desarrollase a lo largo de mil páginas; con apenas trescientas parece que suceden cuatro cosas y adiós, se acabó.

Con una cubierta así... alguno
pensará que va a leer Amityville
Si tenéis problemas con aquellos libros que lo detallan todo minuciosamente, alejaros de éste. En caso contrario, la prolijidad de Hawthorne no será ningún problema, porque detrás de la casa y sus malhadados habitantes se esconde una serie de sucesos que intrigan bastante.

Lo que tenemos aquí es una familia maldecida por Mathew Maule, un hombre humilde despojado de sus tierras y acusado de brujería. El coronel Pyncheon se empeñó en construir una ostentosa casa y fundar su familia justo donde vivía Maule, y éste, con la soga al cuello, dijo: «Dios le dará sangre para beber». Tiempo después (tranquilos, lo que viene a continuación no es un spoiler porque se narra nada más empezar), cuando se inaugura la casa, el coronel es hallado muerto; desafortunado suceso que salpicará para siempre a la casa y sus habitantes. Se trata de un infame abuso de poder que dará pie a numerosas leyendas.

Igual que la primera, pero con un
tono más lúgubre. Si cuela, cuela
Aunque lo parezca, no se trata de la clásica casa maldita, sino de la triste existencia atávica que llevan sus habitantes, ahogados por sus propias costumbres y una herencia oxidada. Temen salir de la casa, porque están acostumbrados a ese pequeño universo en el que nunca necesitaron ganarse la vida; la belleza que les rodea ya no es para ellos. Se conforman con observarla desde la distancia.

Hawthorne se mofa del orgullo extremo, el desprecio que sienten algunas personas hacia el vulgo, que piensa y actúa libremente sin las ataduras de su clase. Muestra el patetismo de una pobre mujer enfrentada a la «espantosa» situación de tener que trabajar en una tienda, porque se le agota el dinero que la mantuvo inactiva durante décadas. «Una dama que se había nutrido desde su niñez con el sombrío alimento de los recuerdos aristocráticos, y cuyo credo dictaba que las manos de una mujer se mancillan al hacer cualquier cosa por ganarse el pan».

Es un gran libro, pero es bueno saber lo que se va a encontrar en su interior para evitar malentendidos.