martes, 30 de septiembre de 2014

YO tengo el poder



Su excelentísima excelencia, el venerable señor Bilderberg, estaba triste. Vivía en un megarascacielos de dos mil pisos, tenía yates, coches deportivos, aviones, huevos de Fabergé —le gustaba lamerlos—, modernos androides sexuales y una joven esposa comprensiva que fumaba billetes con su boquilla de marfil. Todo eso le agradaba, pero no era suficiente: a diferencia de sus compañeros de póquer, más jóvenes que él porque no pasaban de los cien, sólo dominaba un país. Necesitaba más. Siempre más.
      Más.
      Ni sus hermosos androides hermafroditas de grandes puños eran capaces de satisfacerle ya, así que tomó la decisión de hacer algo que llevaba tiempo pensando: insertarse una pluma Montblanc en el ojo. Su baba caía a borbotones sólo de imaginar el placer que ese acto iba a procurarle. Mirándose al espejo con una mueca de alborozo, apretó y apretó hasta sentir un agradable cosquilleo cerebral, un placer indescriptible, éxtasis. Lástima que no tuviese más ojos para repetirlo sin quedarse ciego, aunque quizá podría aficionarse a hacérselo a otras personas, ser un voyeur activo; bastaría con buscar fracasados que no tuviesen ni un céntimo, como ese desarrapado que vio ayer en la calle, pidiendo limosna. Primero lo bañaría, claro; qué menos.
      Bajó a buscarlo él mismo. Cuando se trata de hacer las cosas bien, los siervos no son útiles.

      Entretanto, en la calle del megarascacielos, un orgulloso supermacho salía del gimnasio. Iba con el mentón bien arriba, enseñando sus poderosos y abultados pectorales. Tras él, a unos pasos de distancia, andaba un grupo de niños juguetones.
  El supermacho, sorprendido, tropezó con un montón de cadáveres ensangrentados. Antes de poder reaccionar, un agujero se abrió en su pecho y cayó en la acera. Los niños rieron y saltaron encima de los pectorales; eran mejores que una cama elástica.

      —Un blanco fácil —dijo AsesinoUno.
      —Pues a ver si le das tú al siguiente, AsesinoDos.
      AsesinoDos cogió el rifle de francotirador, relamiéndose. Se colocó en posición y…
      —Joder —dijo—, mira, mira; mira lo que tiene ése en el ojo. Voy a vomitar.
      El aviso era cierto: AsesinoDos vomitó desde la azotea. El caliente líquido se desparramó encima de una señora muy enjoyada. Tamaña vulgaridad la mató en el acto.
      —Ya será menos —dijo AsesinoUno—. Déjame echar un vistazo.
      AsesinoUno, al ver lo mismo que su compañero, se quedó estupefacto: un hombre con una estilográfica en la cabeza. Pensó en matarle, pero le dio lástima y prefirió recoger los enseres. Además, era la hora del bocadillo.

      Bilderberg esquivó el montón de cadáveres, indignado por la huelga de basureros. Los niños seguían con lo suyo y le ignoraron, lo cual le tranquilizó porque odiaba a esas criaturas molestas y estúpidas. Ojalá, pensó, desapareciesen todas. Iba a entrar en su garaje, donde guardaba la vasta colección de coches voladores; pero fue ofensivamente abordado por una reportera televisiva de vanguardia, una celebridad de la moda. Asqueado por tener que entretenerse con esa chica, buscó la automática que escondía bajo su chaqueta… y recordó que se había olvidado de recargarla después de limpiar el cañón. Maldijo su memoria estragada por los años.   
      —¡Señor Bilderberg! —exclamó con una sonrisa deslumbrante—, qué raro es verlo en la calle como un ciudadano más. ¡Y eso de su cabeza es tan chic!
      Al lado de la reportera flotaba una cámara esférica que retransmitía en directo.
      —Déjame en paz, puta —dijo Bilderberg con el rostro crispado—. Tengo cosas que hacer.
      Cada vez que Bilderberg aparecía en Mundovisión para lanzar uno de sus carismáticos exabruptos, su fama crecía como la espuma, y con «puta» ganó diez millones de seguidores más. Un buen número, aunque no tan elevado como el día que mató a un camarero adolescente, pues éste tuvo la osadía de mancharle el traje. La audiencia que vio esa noticia superó con creces a la de Bañe al cocodrilo, el concurso de mayor prestigio.
      —¿Se da cuenta de que ese maravilloso ornamento craneal va a hacerse muy popular? Yo misma quiero uno cuanto antes.
      —Haz lo que quieras; no es mi culpa que estés como una puta regadera, puta —dijo al tiempo que le cerraba la puerta del garaje en sus narices—. Maldita zorra. Esta gente carece de la más mínima decencia y educación.
      «Mañana mismo haré que deroguen la ley doscientos dos, ésa que ampara a los reporteros y les permite entrar en mi avenida, la avenida del éxito», pensó antes de subirse al Ferrari. El ordenador de a bordo le dio los buenos días y le mostró imágenes de las últimas víctimas que habían intentado robarle; al parecer, una banda de malhechores logró entrar en su santuario automovilístico. Por supuesto, sólo pudieron llevarse varias descargas mortales, y luego fueron incinerados conforme al reglamento. Bilderberg sonrió, satisfecho de haber instalado ese sistema de seguridad. Además, gracias a las cámaras podría ver esas deliciosas muertes más tarde, mientras comía un buen muslo de una raza a punto de extinguirse, no recordaba el nombre.
     Las puertas del garaje se abrieron y el Ferrari salió a gran velocidad, sobrevolando el suelo. Con el piloto automático activado, se conducía solo para permitir que Bilderberg buscase algo en la pantalla del ordenador, cualquier cosa que lo entretuviese. Encontró un interesante pase de modelos, modelos jóvenes y atractivas. Había un detalle en ellas que lo inquietó: llevaban una pluma insertada en el ojo. Un oscuro presentimiento le hizo sacar la cabeza por la ventanilla y echar un vistazo: todos los transeúntes llevaban esa pluma. La reportera propagó la moda en un tiempo récord. El Ferrari descendió y un Bilderberg furibundo se apeó de él. Quería acabar su misión cuanto antes y el fracasado estaba cerca, tirado en medio de un parque. Ya podía verlo en su habitación, jadeando de placer y rogando que le golpease de nuevo la pluma con el martillo. Sin embargo, fue rodeado por una multitud antes de poder llegar a su objetivo.
      —¡Es él, es él! —gritaban unos llorando y arrancándose mechones de pelo.
      —¡Está aquí, está aquí! —gritaban otros dándose puñetazos a sí mismos.
      Bilderberg apretó los dientes, asustado: ni una automática cargada podría sacarle de ese encierro. Afortunadamente, descubrió que sólo querían su autógrafo en diferentes partes íntimas; así que se pasó varias horas firmando pechos, culos y escrotos hasta que una sombra circular cubrió el cielo y un ovni aterrizó encima de la gente; una gran parte de ella se convirtió en pulpa, alimento para animales que no se tardó en aprovechar.
      Después de renunciar a su plan, Bilderberg se encogió de hombros. Para él, el mundo se había puesto en su contra, y ahora también el universo.
      El ovni abrió sus compuertas y un grupo de alienígenas avanzó entre la multitud. Eran insectos antropomórficos con alas membranosas y cuatro ojos… uno de ellos atravesado por la omnipresente pluma. Ésta también podía verse en los uniformes que llevaban, dibujada en medio de un círculo.
     —En nombre de nuestro amo, el gran Samsa, buscamos al elegido, al impulsor de la Montblanc como nueva simbología de paz entre los mil y un reinos. Ven con nosotros, oh, Bilderberg, y te enseñaremos nuevas dimensiones, nuevos placeres. Y serás el amo del universo.
      Bilderberg sonrió: ¿amo del universo? Sonaba bien, eso era más que un país. Subió al ovni con sus nuevos amigos y juntos navegaron por el espacio. Cuando aterrizaron en su planeta natal, Samsa le cedió la corona, el cetro y el trono; también a su hembra, que tenía una voluptuosa probóscide. Bilderberg se enamoró de ella al instante.
      Y ésta es la historia de cómo Bilderberg se convirtió en el amo del universo. Fin.
     
      ¿Qué? ¿Acaso esperabas otro desenlace? ¿No sabes que los villanos medran?

     Ending: 


Y aquí la versión de los Misfits:

martes, 16 de septiembre de 2014

Doce hombres sin piedad


No leas esta entrada si aún no has visto la película. Contiene spoilers.

La primera vez que la vi, hace una década, me quedé absorto, hipnotizado. Si en ese momento hubiese habido un incendio, hoy sería un montón de cenizas, Watson a la brasa. Muy pocas películas han conseguido captar mi atención hasta ese punto.

Una sala, una mesa y doce hombres. Y ya. Punto final. Sólo bastó eso para construir una maravilla del cine. Para que este tipo de historias funcionen, es necesario un guión a prueba de bombas y unos actores encomiables. Doce hombres sin piedad tiene ambas cosas. 

Cada uno de los miembros del jurado es especial, aporta algo; pero casi todos representan lo mismo al principio: desdén, el desdén que la mayoría siente hacia el desconocido. ¿Serían igual de rápidos juzgando si el acusado fuese alguien que conocen y estiman? Pero no, no lo es, se trata de un muchacho nacido en una zona humilde; así que lo culpan, lo envían a la silla eléctrica sin tomarse unos minutos para hablar, porque «Todos esos chicos son iguales» o «He de ir al partido». Sin embargo, el voto ha de ser unánime, y uno de ellos se opone a los demás; un solitario que se atreve a encararse al resto, a la masa, y lucha por la inocencia del chico. Lo hace paulatinamente, tomándose su tiempo para plantear una duda razonable, calibrando a sus compañeros y percibiendo cuál de ellos le va a dar más problemas.

Henry Fonda interpreta al discrepante, y de qué manera: sus miradas dicen más que sus palabras. El resto de actores también lo borda, se nota que se han metido en el papel, y las indumentarias que llevan algunos fueron bien escogidas porque encajan con sus diferentes personalidades. Hay un tipo irascible que vocea mucho, marcado por su trágico pasado —en realidad, es a su hijo a quien está condenando—; pero el más peligroso de todos es ese hombre sosegado que usa gafas, alguien pragmático e inteligente que no se lo pone nada fácil al protagonista. En la foto puede vérsele sentado, tieso y distante, el único que lleva chaqueta, pues ni el calor le afecta tanto como a los demás; Fonda deja entrever, por sus gestos, el respeto y temor que éste le inspira.

¿Y por qué uno solo se enfrenta a muchos? ¿Qué recompensa le espera? Podría pensarse que ninguna. Al final, cuando el debate ha terminado y la vida sigue, el viejo es el único que se interesa por saber su nombre, y nada más: ni premios, ni aplausos, ni fama. Fonda interpreta a un mirlo blanco, alguien bondadoso que se preocupa por el prójimo. Seguro que tú, al igual que yo, has conocido personas así. Son raras de encontrar, aunque existen. Por eso aún me queda un pequeño trozo de esperanza.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Juego mortal

¿Qué motivó a traducir así el título?
Es tan genérico que podría valer
 para un film de Seagal o similares
El futuro distópico que presenta David Walton en Juego mortal, su primera novela, es uno de los posibles caminos que podría tomar la sociedad; basta con unir atavismos y avanzadas modificaciones corporales. Imagina un futuro donde, si tienes parné, puedes adquirir sensores médicos, visión nocturna, acceso instantáneo a la red y muchas cosas más. Suena bien, pero sólo unos pocos afortunados pueden permitirse esos lujos, una especie de aristocracia moderna que vive separada del vulgo. La dicotomía nunca fue más pronunciada: por un lado, tenemos hermosos y longevos superhumanos; por otro, trabajadores que no pueden permitirse ni una sola modificación. Ciencia al servicio de la riqueza. 

Como es lógico, ambos grupos se detestan. ¿Por qué no exterminamos a esas ratas que sólo hacen el vago? ¿Por qué mi madre se muere de cáncer cuando otros ni siquiera enferman? El enfrentamiento es inevitable.

Éste es el título original. Para mí,
más interesante que el anterior
En ese escenario infausto, que ya de por sí ofrece suficiente material para varias novelas, una mórbida experimentación transforma a un niño, su mente, en un poderoso virus capaz de acceder a datos de suma importancia; quien se haga con el control del virus, tendrá un aliado que le entregará las llaves del dominio.

El eje central de la novela no es sino la lucha entre la ambición, el rencor y un deseo de cambio; cada personaje está bajo uno de esos sentimientos, y el autor sabe jugar bien sus cartas para enmascarar a los protagonistas, conseguir que sus motivaciones no sean excesivamente nítidas desde el principio; aunque pueden intuirse. A veces, cuando las circunstancias son muy duras, es complicado escapar del determinismo: se actúa para sobrevivir o ayudar a otros, el embotamiento dificulta leer a Montaigne y darle vueltas al porqué de la existencia.  

Foto del autor. Y qué foto: no hay
    libros, no hay gato, no hay cigarro...
A dónde vamos a llegar
Juego mortal, además de tener una buena historia, cuenta con un armazón interesante: varios hilos argumentales que van intercambiándose entre sí cada pocas páginas. Pinta mal, sí, parece lioso, un lugar donde perderse; mas no lo es, porque la cantidad de información nunca se excede. Cada parte es sencilla, fácil de seguir y con bastante movimiento: párrafos cortos, diálogos fugaces, numerosos cambios de escena. Las elipsis temporales, teniendo en cuenta cómo está narrado, también son abundantes y podan lo que han de podar.

David Walton, definitivamente, ha entrado con buen pie en el género de la ciencia ficción. Su obra engaña durante los primeros capítulos, se asemeja a una soflama cargada de lugares comunes; luego, tras profundizar en ella, el lector descubre su auténtico mensaje.