miércoles, 25 de junio de 2014

La cabaña del tío Tom

Alguien dispuesto a dar su vida por
la libertad
Cuando se publicó La cabaña del tío Tom, eran tiempos duros para los negros, tratados igual que si fuesen animales e incluso peor. Pocos amos blancos manumitían a su servidumbre esclava, porque les agradaba la idea de tenerlos junto a ellos hasta reventarlos con el duro trabajo que se hacía en las plantaciones, o atosigarlos con mandatos vejatorios; estaban en su derecho de prodigar tales tratos, pues habían adquirido legalmente a esas «criaturas inferiores», les pertenecían tanto como un caballo; matarlos de hambre no se castigaba, y si alguno se iba en busca de una vida mejor, lanzaban a los perros tras él. Supongo que la visión de esos cuerpos exánimes y mordisqueados debía de ser un medio eficiente para minimizar fugas.

La situación denigraba no sólo a los negros, sino a la humanidad al completo. Y la inamovible contumacia de muchos déspotas desesperaba a los abolicionistas.

Atención a la sonrisa del blanco. ¿No
le azotaríais a él?
Pero hubo una mujer, una heroína admirable, que tomó cartas en el asunto de la mejor manera que supo: escribiendo un libro con la intención de remover tripas, incendiar corazones, mostrarle al público el padecimiento de esa raza injustamente tratada. El éxito del libro fue arrollador, y más tarde Lincoln mencionó a Harriet como «la pequeña dama que hizo esta gran guerra».

No es un libro perfecto, ya que una de las dos líneas argumentales se merienda a la otra durante demasiadas páginas, y la excesiva devoción de la autora se deja notar en exceso; pero la trama es tan dolorosamente real, tan efectiva a la hora de generar sentimientos... Aún hoy recuerdo la enorme crispación que me dieron los primeros capítulos, donde un abyecto comerciante de esclavos compra a Tom, el protagonista. Tom es un hombre bondadoso, noble, y acepta su destino porque su amo está endeudado: si no lo vendiese a él, tendría que deshacerse de otros, y a ningún siervo le apetece alejarse de un dueño que no maltrata; el cambio suele ir a peor.

Tom no está solo: los niños son
grandes filósofos y saben ver lo que
para muchos adultos es invisible
Los arquetipos están correctamente tratados en esta obra: Harriet no juega sucio, no usa estereotipos extremos para incrementar la irritación de los abolicionistas. Sus personajes poseen contradicciones y comportamientos variados. No todos los amos son demonios; no todos los esclavos son ángeles.

Es cierto que a veces aparecen personajes detestables en sumo grado, repugnantes; pero funcionan y no dejan de ser creíbles. Pongo de ejemplo a Marie, la clásica señorona carente de empatía; sus interminables melindres e hipocondrías hacen que sea un recuerdo odioso para la mayoría de los lectores. No, no es una lectura divertida, La cabaña, y espero que sus páginas permanezcan para siempre en la memoria, recordándole a la humanidad lo que fue y no debe volver a ser. Además, la esclavitud aún queda cerca, y los negros supervivientes tuvieron que superar el obstáculo de la segregación racial.

Sería interesante una ucronía que le diese la vuelta a la tortilla, porque son azarosos los caminos de las civilizaciones.  

jueves, 12 de junio de 2014

Política



Hay quien prefiere no meterse en estos temas, ya que tiene miedo a lo que puedan pensar de él, y no faltan lectores dispuestos a huir cuando un autor expone ciertas ideas extraliterarias —¡escribe y calla!—. En mi caso, prefiero hablar de otras cosas porque la política me resulta deprimente. Mostraré aquí por qué, pero tened en cuenta que ni estoy en posesión de la verdad absoluta, ni es mi voluntad adoctrinar a nadie, incluso puedo cambiar de parecer en el futuro. Y considero necesario recordar que la palabra «misántropo» figura en mi descripción: no soy un santo.

Pienso que las ideologías son una de las herramientas para controlar a las masas, y los políticos, muy conscientes de esto, fomentan el odio con la intención de aumentar los votos. En España, generalizando, no se vota a quien uno cree que lo hará mejor, sino a su bando, a los suyos, pues el otro lado está compuesto por enemigos. Si tenemos eso en cuenta, cobran más sentido las actitudes ofensivas que se han visto recientemente, ¿verdad? Tal vez los políticos no sean tan tontos como se cree; sin embargo, el uso del odio no es una idea óptima, porque el ciudadano merece que su voto nazca de mejores sentimientos. Además, ¿qué clase de sociedad es la que se dirige así, con trápalas haciendo el ganso?

No es de extrañar que Pablo Iglesias, alumno aventajado de Maquiavelo, haya logrado meterles una pizca de zozobra; aunque dudo —quizá me equivoque, claro— que llege más lejos.

El panorama es desolador: cada cual defiende a sus políticos cuando dicen una u otra barbaridad, y, mientras tanto, los ciudadanos son sometidos a una presión insoportable que aguantan estoicamente: algunos hasta han preferido suicidarse antes que reaccionar con violencia. Todo esto sucede al tiempo que unos pocos viven en un mundo maravilloso, ajenos a cuanto les rodea; después, si se presenta la situación, le dan la mano a esos simpáticos dictadores que, oye, no son tan malos cuando estás de su parte. ¿Cómo? ¿Que el dictator asesina gente, dices? Eso es una falacia, hombre: conmigo se porta de fábula. 

Ahora bien, los políticos no son alienígenas. Muchos de abajo creen que ellos lo harían estupendamente, que no meterían sus manos en el dinero público; mas caen en el engaño del no yo, porque el ser humano suele verse a sí mismo mejor de lo que es. ¿Y dónde están ésos que veían en Rajoy a un mesías salvador? ¿Se han ido a Narnia? ¿Volverán a creer en otro mesías?

Si has venido aquí buscando un mensaje de esperanza, lo siento. Yo he perdido la fe en la humanidad hace bastantes años, y tengo que luchar día a día para no caer en la indiferencia. Algo «positivo», o al menos «gracioso», sí diré: cuando todo vuelva a ir favorablemente y los necesitados sean una clara minoría, acabarán las quejas; cada uno estará en su casita, viendo telebasura, y los políticos como Cañete —es el primero que se me vino a la cabeza— no tendrán tanta necesidad de hacer el ridículo para que sus colegas, los del otro lado, tengan más votos; o eso prefiero creer, ya que si Cañete es auténtico, entonces la realidad es peor de lo que imaginaba. 

Sé que hay héroes luchando, independientemente de que haya vacas flacas o no, por un sistema superior a éste, lo cual es posible, o defendiendo al ciudadano que lo necesite mientras les llueven insultos; pero son la excepción que confirma la norma. Me alegraría estar equivocado, por supuesto.

miércoles, 11 de junio de 2014

Teléfonos nocturnos

Voy a poner cubiertas foráneas; la
española me parece vulgar
John Lutz es un autor tardío porque no empezó hasta los treinta y seis años. Antes de darle a la tecla, se dedicó a otros menesteres: obrero de la construcción, acomodador de teatro, mozo de almacén, camionero... Luego se puso a escribir, y menos mal, ya que su detective, Nudger, ha sido un éxito entre los aficionados a la novela de misterio. 

A Teléfonos nocturnos se le puede achacar falta de originalidad, propensión a no salirse de las pautas marcadas anteriormente; empero, eso se olvida rápido cuando la trama es capaz de atraparte desde la primera página. Lutz —lo dijo él mismo— se preocupa por el lector, desea que éste no se aburra en ningún instante, y lo consigue. Cada escena es una invitación a seguir leyendo, un paso más hacia la captura del asesino, el cual se sirve de unas líneas telefónicas nocturnas para contactar con sus víctimas.
Ésta es mágica: si cierras los ojos,
seguirás viéndola

Dichas líneas podrían compararse a un chat de internet: la gente las usa para conocerse, charlar y, si la suerte les acompaña, tener una cita en la vida real. El riesgo es evidente: cualquiera puede estar al otro lado del teléfono..., incluso un monstruo con afanes homicidas. Lo último se corrobora cuando empiezan a aparecer mujeres muertas; mujeres que usaban las líneas.

Nudger, un detective agobiado por las deudas, un perdedor nato que sobrevive agarrándose a lo que surja, es contratado para destapar al asesino. Su primer movimiento consiste en hacer unas cuantas llamadas nocturnas, es decir, adentrarse en ese mundo de personas solitarias que buscan compañía. Obviamente, los diálogos telefónicos son una parte importante en la novela, y Lutz se luce con ellos, les saca el máximo partido. Otro punto destacable es la tensión, que crece y crece hasta explotar.

Lutz. Su abigarrada colección indica que
es un lector empedernido; esos libros no
son ornamentales
Sólo hay dos cosas que no me convencieron demasiado: unas pocas descripciones que están alargadas innecesariamente, y un deus ex machina en el final. Sin duda, es peor lo último, porque el final es tan notable que se merecía algo mejor. Por suerte, ese recurso mediocre no consigue ensuciar del todo la parte buena, llena de giros casi impredecibles; seguro que alguno de ellos resulta inesperado para el lector.

Como soy muy aficionado a este género —es el que más he leído—, me cuesta encontrar nuevas historias capaces de sorprenderme; Teléfonos nocturnos no lo ha hecho, aunque quizá se deba a los recuerdos que conservo de lecturas anteriores. Aun así, es un gran libro. Lutz conoce las herramientas necesarias para que sus páginas atrapen, y su detective malaventurado tiene el carisma suficiente, es fácil empatizar con él.

jueves, 5 de junio de 2014

Ataque masivo de spam


Antes el spam no me preocupaba demasiado, porque sólo recibía un mensaje muy de vez en cuando, cada dos o tres meses. Qué tiempos más felices... Ahora, por algún motivo que ignoro, esto es lo que encuentro cada vez que hago una comprobación:




Como recibía los mensajes —qué majos, son todo elogios y parabienes...— en una misma entrada, decidí pasarla a borrador y asunto solucionado. ¿Qué ocurrió? Los malditos spam se fueron a otra; así que, aunque no me gusta nada la idea, he optado por incluir la verificación en los comentarios. A ver si con eso dejan de molestarme.

Pronto más reseñas. De momento, sin motivo aparente, ahí dejo el grupo The Bangles molestando al señor Spock:

lunes, 2 de junio de 2014

Demian

Un nuevo-viejo dios amparando
a sus hijos
La primera palabra que se me viene a la mente al pensar en Demian es «dualidad». El personaje central, Emil Sinclair, se aferra con todas sus fuerzas a un mundo luminoso formado por el hogar, la familia; un mundo límpido que convive junto a otro, tenebroso e inicuo. Sin embargo, la intensa luz se torna mortecina cuando debe pasarse al lado contrario, algo inevitable. Es imprescindible aceptar las tinieblas para encontrarse a uno mismo, y no sólo ésas del exterior, sino también las que moran en el individuo. A Sinclair no le queda más remedio que destruir su entorno idílico para nacer, abandonar una negación impuesta por un código equivocado. El viaje, aun con el apoyo de su enigmático amigo, Max Demian, resulta penoso: las tentaciones que ofrece una vida licenciosa son difíciles de resistir. Lo cómodo reside en el gregarismo, la sumisión, el rebaño, seguir al que sigue aquello que estaba ahí antes del nacimiento, no hacer preguntas, permitir, en suma, que un amo invisible domeñe mediante el miedo.

Hermann Hesse librándose de una
posesión demoníaca
La segunda palabra que visualizo es «heterodoxia». Hesse no debió de divertirse mucho mientras asistía a su férrea educación religiosa, por lo tanto, en Demian enseña una creencia diferente donde se corta el vínculo con lo establecido para crecer: «El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia dios, el dios se llama Abraxas». Este dios gnóstico posee una interesante característica que lo aproxima a la humanidad: es ambiguo, representa al bien y al mal. ¿Alguien te atemoriza?, ¿te subyuga?, ¿se alimenta de tu bondad? Puedes librarte de él en vez de poner la otra mejilla; Abraxas no es un represor de los instintos. Derrotar al mal con el mal no degrada, pues se trata de una respuesta contundente a la agresión producida por un ser mezquino. Hesse no se queda ahí: también arremete contra la visión negativa de la sexualidad, el sentimiento de sordidez que algunos poseen hacia ella.

El mensaje de Hermann Hesse para
sus detractores
Y la última palabra es «perenne». Esta obra continuará siendo leída en el futuro, porque su atrevimiento va acompañado de una buena historia que, al menos en mi caso, resiste a las relecturas de una forma envidiable. Max Demian es un personaje tan fascinador que daña simplemente con su ausencia; cuando se aleja de Sinclair, no es éste el único que lo echa de menos. Si alguien me preguntase qué tara encontré en la novela, diría —por decir algo— que su brevedad: no me hubiese importado leer unas cuantas páginas más. Ahora bien, Demian va camino de cumplir los cien años; así que la añosa pluma de Hesse será un obstáculo para un determinado tipo de lector, ése que huye de vocabularios ricos y párrafos prolongados. Yo le aconsejaría que hiciese una excepción con Demian, ya que enseña a tener diferentes enfoques, a no dejar que sean otros los que piensen por ti.