lunes, 27 de enero de 2014

Los viajes de Gulliver

Nada es grande o pequeño hasta que se le compara con algo.

El momento más célebre de la obra.
Eso sí que es un buen motivo para
tener un mal despertar
La misantropía es, indudablemente, un rasgo que puede ser explotado para escribir historias, porque sirve como acicate e inspiración. También tiene su lado negativo, nefasto: dejarse llevar por longas divagaciones, rabiosas críticas sociales que guardan poca o ninguna relación con la trama. Algo aborrecido por los lectores, pues se ven obligados, sin esperárselo, a engullir cucharadas y cucharadas de quejas amargas.

El autor de Gulliver, Jonathan Swift, concibió una serie de viajes fantásticos que tienen un objetivo en común: retratar los trapos sucios de su época. Si tienes una edición íntegra —pululan por ahí muchas versiones recortadas—, prepárate a que Swift te martillee en la cabeza con su recurso estrella: dejar que el protagonista, un médico aficionado a las aventuras marítimas, le describa su sociedad al que esté dispuesto a escuchar. Por supuesto, esas descripciones no son nada favorables.

¡Oh! ¿Habrá alguien en aquella nave que
quiera saber qué malos somos?
Todo lo anterior puede acongojar un poco, dar la impresión de que Gulliver esconde una lectura ardua y plúmbea. No es así. Os lo aseguro. La mayoría de las críticas están embellecidas y encajan bien con el entorno que rodea al doctor; sólo unos cuantos fragmentos podrían llamarse, con merecimiento, digresiones.

Leído lo anterior, y añadiendo que la novela se publicó en 1726, cabe preguntarse si esas constantes arremetidas contra el género humano estarán desactualizadas... La respuesta es no, no lo están, porque, de hecho, se centran en aspectos inmutables, inherentes a la humanidad: avaricia, orgullo, estupidez, violencia, pereza, envidia. Swift, en cierto sentido, tuvo suerte al nacer aquí, pues eso le llevó a escribir una novela atemporal cuya lectura sirve, y servirá, para percatarse de que nuestro camino da muchas vueltas.

Es menester divertir a esos grotescos
gigantes
Como ya se ha dicho, esta obra es de 1726 —cuando se formó el grupo Rolling Stones—; así que la prosa va en consonancia. A pesar de ello, no es difícil de recorrer. Algunas cadenas de sustantivos y adjetivos, sospecho, serán como latigazos para ciertos lectores; pero éstas no son especialmente abundantes. Si te gustan las historias de viajes marítimos, tan en boga por aquel entonces, la fantasía y la crítica mordaz, adelante con Los viajes de Gulliver; es posible que te sorprenda la fascinante vigencia del simbolismo empleado.

Yo destacaría el último viaje, porque es una de las parodias más ingeniosas que se han hecho sobre la humanidad. Prosopopeya al servicio del odio. ¿Por qué será la parte menos conocida? ¿Será también la más «podada»?, apostaría una buena cantidad de chapas a que sí.

lunes, 13 de enero de 2014

Los perros de Riga

Tanta literalidad abruma, pero esta
cubierta es preferible a la siguiente...
Después de Asesinos sin rostro, cuya reseña está por aquí, Wallander regresa en Los perros de Riga. Evidentemente, se trata de una continuación que entronca con lo anterior, y no es aconsejable leerla sin saber qué acontecimientos previos han dejado sus marcas en la trama; sobre todo porque uno en concreto es un spoiler tan grande como el Empire State. Hay algo positivo en esto: tener los cimientos asentados significa que Mankell ya no necesita darle profundidad a su querido inspector, ergo, puede centrarse en lo que más interesa: la investigación.

Con Los perros de Riga, Mankell se superó como autor, porque ofreció una trama más sólida; más enfocada a crear incógnitas cautivadoras y momentos de tensión. Se percibe, durante la mayor parte de la obra, una amenaza mortal que pende sobre Kurt Wallander; ésta le provoca miedo, desazón. Nunca antes había sentido tan cerca la vaharada de la muerte.

Aquí está, amigos, aquí está la peor
  cubierta que se ha visto en este
humilde blog. Aún tengo pesadillas
con ella, y ahora también tú
Wallander tendrá que desenvolverse en un entorno desconocido para él: Riga, la capital de un país convulsionado por una dolorosa transición. En ese sitio «apacible» deberá investigar la muerte de dos letones que llegaron a Suecia en un bote salvavidas.

El nuevo escenario que dibuja Mankell está lleno de conciliábulos, secretos, falacias, espionaje. Los cambios no le gustan a todo el mundo, y no falta quien quiere frenarlos. Wallander se verá entre dos frentes, perseguido por los «perros», sombras ubicuas que le observan allí donde va. ¿Por qué su visita despierta tanto interés? ¿Habrá algo grande detrás de toda esa vigilancia exhaustiva? ¿Quiénes son sus enemigos? Independientemente de cuáles sean las respuestas, sabe que un paso en falso puede significar el final. Letonia no es como su cómoda ciudad de Suecia, Ystad, donde, la mayor parte del tiempo, sólo ha de enfrentarse a borrachos y alborotadores.

Esta otra, en cambio, es fabulosa
No garantizo que este título, cercano a las novelas de espías, te guste tanto como la primera novela. Cuestión de gustos. Aunque no se parezca a otras historias de Wallander, el estilo de Mankell está ahí: la prosa es sencilla; el ritmo, rápido; los giros, sorprendentes. A mí ha llegado a divertirme más que Asesinos sin rostro. Hubo momentos que me recordaron a Myst, el afamado juego de PC, porque se le da al lector la posibilidad de adivinar quién es el malo entre dos posibles opciones.

Estoy convencido de que mi colega, Sherlock, habría resuelto esos casos en un santiamén; pero lo genial de Wallander es que, aun con su gran sagacidad, se trata de alguien que necesita tomarse su tiempo, no un cyborg sin habilidades sociales que lo ve todo como si fuese un mero juego, un puzle... Creo que debo huir antes de que Holmes lea esto. Voy a viajar al futuro y buscaré a Wallander; quizá me deje acompañarlo en sus aventuras. 

viernes, 3 de enero de 2014

Buffy, la cazavampiros

Kristy Swanson fue la primera
actriz que interpretó a Buffy
A principios de los noventa, cuando aún se usaban los Walkman y el Street Fighter zanjaba agravios en los bares, se estrenó una película que no llamó excesivamente la atención: Buffy, the Vampire Slayer. Yo, que era un crío, tengo un recuerdo muy bueno de ella. Podría verla de nuevo y quizá descubrir por qué confundió tanto a la crítica; pero no voy a hacerlo porque eso significaría, con toda probabilidad, estropear un pequeño fragmento de mi infancia, como cuando cometí el error de revisionar Caballeros del zodiaco. Por lo tanto, con lo poco que conservo en mi memoria, me abstengo de opinar sobre el filme. Y recomiendo que no vuelvas a verlo si estás en la misma situación; a veces es mejor no toquetear el pasado.

Aun si fue una historia digna de olvidarse, lo importante es que dio a luz una de las mejores series que se han emitido en la caja mágica. Un lustro después de que se estrenase la película, Joss Whedon nos regaló una serie que todavía conserva un gran trozo de su fandom, e incluso sigue ganando adeptos.

Sarah Michelle Gellar fue la segunda. Se
rumorea que habrá una nueva película
con ella en el papel de cazavampiros
Whedon no lo tuvo fácil: la primera temporada era una prueba, un tanteo para ver si Buffy causaba el suficiente interés en la audiencia. Ése es el motivo de que sólo tenga doce episodios.

La serie superó el examen con un sobresaliente. Teniendo en cuenta el enorme nivel de esos primeros episodios, era predecible. Los personajes desbordan carisma; las tramas, originalidad y giros ingeniosos. Buffy es —o fue, porque ya no es algo que llame tanto la atención—, la antítesis del rancio paladín que rescata princesas en apuros: ella decapita a los monstruos mientras su vigilante, el señor Giles, se queda en la biblioteca del instituto, buscando información que ayude a destruir el mal. Aunque Buffy es una cazavampiros, algunas veces tendrá que enfrentarse a otras clases de criaturas; eso aumenta el entretenimiento y la capacidad de sorprender. Sería monótono luchar sólo contra chupasangres.

Las armas que lleva Buffy en esta
escena, donde tiene que liberar a
un grupo de obreros-esclavos, no han
sido escogidas fortuitamente
Cada una de las siete temporadas contiene un montón de episodios memorables; se nota que los escritores dieron lo mejor de sí mismos. Voy a destacar el décimo de la cuarta temporada, Silencio, porque es una maravilla, una idea excepcional que se quedó grabada en la mente de los fans. Y ése es el que destaco yo, pero hay muchos otros que también merecen reconocimiento. En Buffy casi no hubo espacio para la mediocridad.

Buffy, además, enseña cómo deberían evolucionar las series —en caso de que se atrevan a hacerlo—, porque tanto su situación como sus personajes cambian sin que los espectadores, ávidos de ver siempre las mismas pautas, salgan huyendo. El progreso más espectacular es, sin ninguna duda, el de la bruja, Willow, cuyo poder crece hasta niveles insospechados; pero si buscamos un momento de riesgo, un cambio serio, es el que se lleva a cabo cuando los personajes acaban el instituto y empiezan la universidad. Es encomiable que los escritores fuesen capaces de estabilizar tan rápido la línea argumental: a Buffy aún le quedaban montones de historias que contarnos, y para ello tuvo la osadía de renacer.
Ángel no estaba mal del todo, pero era
una serie apocada, conformista

Ángel, un vampiro con alma enamorado de Buffy, abandona la serie al final de la tercera temporada para protagonizar la suya, de nombre homónimo. Para que el taciturno vampiro no esté solo, se le unen algunos personajes de Buffy —los desechados— y se crea uno que, en mi opinión, deja bastante que desear: un demonio que tiene visiones de lugares donde, se supone, hay alguien en apuros. A falta de un Giles...

Si Whedon esperaba que este spin-off tuviese tanto éxito como Buffy, se equivocó. Las sobras del plato principal dejaron con hambre a la mayoría, me temo. Ángel llegó a las cinco temporadas por venir de donde vino. ¿Cuánto hubiese durado sin tener detrás la sombra de Buffy? Es evidente que Whedon pensó que Ángel duraría más, porque él mismo se sorprendió cuando la cancelaron. Eso explica la ambigüedad del final.

Los cómics encendieron la esperanza de
los fans: ¡la serie va a seguir!
Durante los primeros episodios de Buffy, Ángel es uno de los personajes más queridos por el público; luego, estrenada su serie, otro vampiro le come el terreno hasta superarlo: Spike, un sujeto que encandiló a los televidentes con su vana maldad.

¿Y los cómics que contienen la octava temporada y la novena? ¿Son buenos? No, no lo son, porque Whedon es alguien que necesita tener límites. Ya en la serie se notaba, durante los episodios que ponían punto y final a las temporadas, que intentaba abarcar demasiado; el resultado era pretencioso, un quiero y no puedo. Con los cómics Whedon se perdió, enseñó una irreconocible historia henchida de una épica marveliana; ejércitos de cazavampiros enfrentándose a hordas demoníacas mientras Dawn, la hermana de Buffy, es convertida en un gigante; y Xander, ese tipo normal que no tiene poderes, pasa a ser una suerte de Nick Fury. Una lástima que los fans se quedasen sin una continuación aceptable. Habría sido perfecto retomar la trama justo después del final, pero...