La sangre que recorre mi cara cae gota a gota en el alféizar del ventanal; veo los edificios como si alguien hubiese colocado ante mí un filtro rojo.
Ya no
hay retorno posible: debo irme. Volar y desaparecer. Tengo una férrea determinación
que no está nublada por las dudas, y estoy solo; sin nadie que pueda impedir mi
viaje.
Exhausto, me siento
al borde del abismo y miro hacia atrás. El cadáver sigue ahí, sentado en la
mesa mientras me devuelve la mirada con una sonrisa hueca; tiene el cráneo roto,
y sus manos crispadas sostienen la vieja palanca oxidada. Parece que aún me
amenaza con ella.
Tengo algo de
tiempo para reflexionar; tiempo inapreciable, pues se trata del último. Así que
decido aprovecharlo y enciendo la grabadora.
***
Ya nadie recuerda cuándo se construyeron esas enormes
pirámides que descuellan en cada ciudad, arañando al cielo con sus solemnes
cumbres. Pertenecen a una ubicua corporación que, con el paso de los siglos, ha
ido devorando a la sociedad en diferentes ámbitos hasta convertirla en su
juguete.
Se hacen llamar Pyramid —qué original—, y su emblema,
una pirámide gris con una cara feliz en su base, puede verse en todas partes:
carátulas de películas, libros, tiendas… Ese distintivo indica que la
organización ha introducido publicidad que a veces intenta ser subliminal; hoy,
el noventa y nueve por ciento de lo que puede adquirirse la lleva. Es insoportable,
sobretodo cuando se escucha antes de las canciones descargadas. La música que
la acompaña varía, pero el eslogan siempre es el mismo: «Pyramid, estabilizamos tu futuro».
Yo sólo soy un
adolescente que todavía asiste al instituto, sin embargo, no pude aguantar más
la situación asfixiante generada por esa entidad colosal.
Al principio intenté convencer a mis
compañeros de clase; quitarles las vendas que cubren sus ojos. Fue en vano.
Solamente leían aquellos libros del colegio atestados de publicidad insalubre;
libros que les adoctrinaron desde primaria. Yo les mostré un par de tomos
filosóficos sin emblema porque fueron comprados en el mercado negro, y no tardé
en ser denunciado a la policía escolar, que los requisó e incineró sin pudor.
Como el papel de
lectura era ilegal fui llevado ante el director del centro. Las enormes
proporciones de su despacho competían con las del aula más grande. De las
paredes colgaban cuadros lóbregos con ilustraciones de las pirámides urbanas.
Me fijé que, además, encima de su escritorio había un pisapapeles piramidal.
Recuerdo tan
bien el momento que puedo ver a ese hombre como si lo tuviese enfrente;
despreciándome con el gesto de su rostro cetrino; escrutándome tras los
delgados dedos entrelazados. Nunca se dejaba ver fuera de los muros del
despacho, y pocos conocían su aspecto. Lo odié incluso antes de que hablase.
—Por favor, toma
asiento —dijo con una voz templada—. He sido informado de algo… alarmante. Si
resulta ser cierto me veré obligado a tomar medidas severas, espero que lo
comprendas.
—Te han
informado mal porque…
Antes de que
pudiese seguir me interrumpió con un movimiento brusco, luego se levantó de la
cómoda silla acolchada y, contemplándose en el lujoso espejo barroco que tenía
al lado de la mesa, se pasó varias veces un peine por el brillante pelo lacio y
negruzco.
—Escucha, hijo,
debes tratarme de usted. Recuérdalo. Y no me han informado mal, así que espero
una excusa lo suficientemente buena o de lo contrario serás expulsado una larga
temporada. Si sólo fuese por el papel…, haría la vista gorda porque descansar
de tanto dispositivo electrónico es sano; pero se trataba de material
prohibido. Filosofía barata.
»En el fondo estoy
siendo benevolente, ¿no imaginas a dónde podrías ir?, ¿a quién podría
denunciarte? Tu padre no va a estar a tu lado cada vez que cometas una
infracción.
—Te digo que…
Los ojos del
director me miraron como si quisieran partirme en dos.
—Le digo que se
han equivocado. Traía esos libros para hacer un trabajo sobre la edad oscura,
ya sabe, cuando se estudiaba filosofía sin marcos de seguridad.
—Una falacia
interesante, quizá tus padres se traguen semejante sandez. Yo no. Sé quién
eres, hijo, ve a contarle esos dislates a otros. ¿Es que no te han enseñado
nada los inútiles que imparten clase aquí?
—Sí, lo han
hecho.
El director
señaló con el dedo pulgar la ventana de su despacho. Desde ella podía verse
cómo una espesa lluvia caía sobre los paraguas de los viandantes. Más allá se
elevaba la titánica silueta de la pirámide.
—Ellos subvencionan
todo esto. A cambio nosotros usamos sus productos de calidad a un precio
irrisorio. ¿Qué te han hecho?
Las palabras
salieron de mi boca antes de que pudiese detenerlas.
—¿Qué no me han
hecho?
Entonces aquel
tipo repulsivo se acercó a mí y me rodeó el hombro con su garra pálida. Usaba
un perfume de marca Pyramid. Maldito
miasma. Tuve que contener mis arcadas.
—Te voy a dar
una última oportunidad —susurró en mi oído—. Puedes irte.
Antes de cerrar
la puerta de su despacho escuché:
—¡No hagas que
me arrepienta!
Menudo pesado.
Al fondo del
pasillo vi a mi ex novia. Me dejó hace dos semanas, y ahora iba acompañada por un
chico bastante más afín a Pyramid que yo. Sentí ganas de gritar; de desahogarme
violentamente con lo primero que encontrase, que al final resultó ser mi
taquilla. Eso fue lo que me hizo reaccionar. Era necesario marcar un antes y un
después. Sembrar la semilla que fuese el principio del fin para la
organización. Algo que trascendiese.
No tuve ninguna idea.
Sólo podía pensar en ir a casa y
prepararme la anhelada comida, ya que el estómago comenzaba a emitir su grito
lastimero; pero todavía quedaba una hora de clase. La asignatura era Civismo y empatía, es decir, cómo
colaborar entre nosotros para ayudar al que nos tiende la mano: la
organización.
Decidí no asistir y enfilé hacia la
calle, donde con toda probabilidad seguiría lloviendo intensamente. La policía
escolar vigilaba la entrada principal, olvidándose de la angosta puerta lateral
que daba al aparcamiento; eso me venía perfecto porque al que cogían intentando
escapar lo encerraban en el cuarto de castigo: un sórdido habitáculo sin luz. Estuve
dentro en una ocasión por tener, según ellos, rendimiento deficiente. Durante
la apática reclusión creí que no era tan malo como se rumoreaba, hasta que se
abrieron las puertas y una linterna reveló el estado del suelo. A pesar de que
hice todo lo que pude para olvidarlo, aún guardo reminiscencias de ese inefable
légamo en el que estuve tendido, el cual tenía vida propia porque se movía al
compás de mis movimientos. Perdí la cuenta de todas las pesadillas que tuve
debido a aquello.
Salí afuera por la puerta lateral
esperando toparme con alguien, pero hallé el aparcamiento vacío: la mayoría de
los profesores ya se habían marchado, y los pocos estudiantes que poseían
permiso de conducir tenían prohibido aparcar allí. El director usaba una plaza
reservada junto a un acceso privado que llevaba directamente a su despacho, por
eso casi nunca se le veía.
De camino a casa procuré mojarme lo menos
posible, porque mi madre se guardaba de hacer labores domésticas debido a su
enfermedad: la televisión. Seguro que en estos instantes estaría viendo ese
abyecto concurso cuyo nombre nunca consigo recordar, sólo sé que la organización
está detrás de él; de alguna manera logran que sea adictivo, porque sus cotas
de audiencia son desmesuradas.
Mientras cruzaba una carretera se oyó un
estrépito. Era uno de esos camiones de mercancías con el emblema de la pirámide
sonriente; había patinado y muchas de las frutas que transportaba se
encontraban ahora desparramadas por la carretera. Las miré embobado durante
unos minutos, y entonces, repentinamente, supe lo que iba a hacer para atacar a
la empresa. No sé por qué me vino la inspiración al ver aquello, pero daba igual.
Pensé que al finalizar quizá tendría que inmolarme; aun así, merecía la pena.
Cogí una manzana del suelo, la limpié en
mi chaqueta y continué.
Para evitar empaparme más de lo necesario
forcé la marcha mientras le daba mordiscos fugaces a la manzana, aunque eso no
consiguió atenuar el hambre.
Empecé a ver cómo se perfilaba el
edificio donde vivo: un coloso de veinte pisos que al lado de la pirámide
parecía una anodina casita de campo. Aceleré el paso y llegué en un tiempo
récord al portal, allí descansé unos minutos en las escaleras antes de tomar el
ascensor hasta el sexto. Ningún vecino bajaba o subía porque se hallaban viendo
el televisor, ya sea en un bar o en su casa; el resto trabajaban. Y casi la
mitad de los pisos estaban vacíos porque la población se redujo durante las
últimas décadas. Eso se debía a la mala calidad de los alimentos y la
consecuente bajada de la esperanza de vida.
Mi hogar constaba de cinco habitaciones,
una ostentación inherente a los afortunados trabajadores de Pyramid.
Pulsé el código de entrada y fui derecho
a la cocina para vaciar la nevera. Podía escuchar la televisión, pero ni
siquiera me molesté en saludar a mi madre porque no respondería. En cuanto quedé
ahíto escudriñé el interior del armario de mi padre, que a esas horas siempre se
divertía en el bar. Trabajaba de noche en la pirámide como señor de la
limpieza, y su identificación me permitiría visitar los primeros pisos. En
cuanto la tuve en la mano admiré su foto pensando en lo mucho que nos
parecíamos: misma altura, pelo castaño, ojos claros… Estaba seguro de que
lograría engañar a unos cuantos antes de ser capturado. Escogí una de las
gabardinas de su armario, coloqué la identificación en mi cuello y salí al
portal sin atreverme a ver por última vez las facciones demacradas de aquella
adicta televisiva.
Si desaparezco no creo que se dé cuenta,
porque apenas es consciente de los que la rodean.
Nada más salir del edificio sentí el
influjo de la imponente pirámide, y no dejaba de preguntarme si el plan era una
locura.
Ese edificio característico de la
organización prácticamente carecía de ventanas, porque sus muros estaban
recubiertos de sofisticadas placas solares. De esa manera ahorraban energía y
obtenían más ganancias. Sólo la cúspide, donde los altos cargos movían los
hilos, tenía amplios ventanales desde los que se vislumbraba la distante y
empequeñecida ciudad. Trabajar ahí debía ser como estar en el olimpo; si todo
salía según mis cálculos pronto lo averiguaría.
Arrebujado con la gabardina, dirigí mis
pasos a la garita del guardia que vigilaba la entrada principal. Estaba
tomándose un humeante café y parecía distraído, pero las apariencias engañan
porque al pasar junto a él despertó de su letargo.
—¡Identifíquese! —exclamó con denuedo.
Durante un breve intervalo de tiempo
sospeché que era el fin. Levanté la identificación con una delatora mano
trémula.
El guardia la miró por encima y abrió la
puerta metálica de entrada al personal.
—Viene temprano —dijo—. ¿Órdenes de
arriba?
—Sí.
No le permití iniciar una conversación y
me infiltré en la pirámide sin mirar atrás. Consciente de que ese acto
conllevaba la pena máxima si era cazado.
El primer piso era bastante común:
pasillos angostos ornados con plantas e iluminados por cegadores fluorescentes
que emitían un molesto zumbido. Me detuve junto al mapa que había al lado del turboascensor:
si quería tener alguna oportunidad de adentrarme más, debía buscar el cuarto de
la limpieza para cambiar la ropa que llevaba por el uniforme reglamentario. Fue
fácil de localizar y no quedaba muy lejos. Durante el corto trayecto se
cruzaron conmigo varias personas que no me prestaron atención, porque iban de
aquí para allá cavilando en sus tareas; caminaban pesadamente y sus ojos
estaban vidriosos, mas no se tomaban un descanso. Tras encontrar la puerta que
buscaba y descender por unas escaleras interminables, entré sin
problemas en aquel lugar hediondo atestado de escobas, botes de pintura, trapos
sucios y un montón de insectos nauseabundos que chocaban contra la exigua luz
de una bombilla oscilante. Qué asco. Mi padre no se molestaba en mantenerlo tan
pulcro como lo de arriba. El uniforme colgaba de una percha carcomida y, por
suerte, parecía en buen estado.
Con él puesto, y
un arma improvisada bajo la ropa, me encaminé de nuevo al turboascensor. En los
primeros pisos no levantaría sospechas, pero mi destino quedaba un poco más
lejos.
De vez en cuando
pequeños grupos de gente entraban y salían de él, por lo tanto tuve que
disimular hasta tener la oportunidad de estar yo solo dentro, para ello me bastó
con hacer mi papel sacándole brillo a la elegante maceta de un ficus.
Pulsé el botón
del último piso.
No me hallaba
preparado para lo que encontré cuando las puertas se abrieron.
Todo rezumaba
decadencia e iniquidad: paredes de color rojizo repletas de cuadros obscenos;
figuras de ónice que representaban demonios; banderas del país con el símbolo
de Pyramid.
Era el despacho del presidente, que
me recordó, en cierto modo, al del director; pero éste daba escalofríos.
Bajo una
formidable lámpara de araña que iluminaba la estancia con luz tenue, y tras una
mesa en la que comerían cómodamente varias familias, había una singular silla
negra de oficina con un respaldo de unos dos metros. Al estar encarada hacia el
ventanal que tenía detrás, desconocía si en ella se sentaba el presidente;
pero, por si acaso, extraje la palanca que llevaba escondida y me acerqué a
hurtadillas. Agarré el respaldo, enarbolé mi arma, y giré la silla con
vehemencia.
Nadie.
Ocupé el cómodo
asiento dejando la palanca en la mesa. Y entonces el terror me enseñó sus
colmillos e hizo que una pregunta acudiese a mi mente: ¿por qué tuve que venir?
—¿Te gusta el
trono? —inquirió una melodiosa voz que me sobresaltó.
Provenía de un
tipo que no vi al entrar, estaba de pie y con los brazos cruzados en una
esquina dominada por la penumbra.
—¿Quién eres? —pregunté
irguiéndome.
—Si no lo sabes
juego con ventaja, porque yo sí sé quién eres tú: un alumno de instituto
disfrazado de empleado.
El hombre dio
dos pasos al frente y se dejó ver. Aparentaba unos cuarenta años, vestía de una
manera atávica que recordaba vagamente a un noble decimonónico, y llevaba una larga
melena rizada. Su hierático semblante era pálido como el de un vampiro.
Se sentó frente
a mí en una de las sillas destinadas a los empleados que se reunían con él en
su despacho.
—¿Por qué crees
que te he dejado llegar hasta aquí? Dime.
—¡Eres tú el que vine a destruir! —exclamé.
—Sí, pero antes
escucha la propuesta que he de hacerte. Son órdenes de arriba.
—¿De arriba?
Pero si esto es el último piso.
—Yo no tengo el
honor de ser un miembro de los concilios supremos. Sólo dirijo esta pequeña
pirámide… aunque poseo aspiraciones. Siéntate de nuevo y cálmate, luego podrás
decidir.
—No tengo por
qué obedecerte.
—Discrepo. Pero si
quieres matarme hazlo rápido; adelante, no me moveré.
Puse una mano sobre
la palanca y sopesé las opciones. Luego volví a sentarme.
—No tengo nada
que perder si te escucho, aunque si veo algún indicio que me haga sospechar te
arrepentirás, y será mejor que no vengan los de seguridad.
—Esos
incompetentes tienen órdenes de venir sólo en caso de que mis pulsaciones
terminen. Presta atención: si quieres, el puesto de presidente es tuyo.
Dicho eso se
quedó en silencio deleitándose con mi visible perplejidad. Después se colocó
unos anacrónicos quevedos y me acercó un contrato que estaba preparado encima
de la mesa.
—Irás recibiendo
los conocimientos que necesites en los próximos meses, no te preocupes. Piensa
en el poder que obtendrás. Te han escogido porque tienes pensamiento independiente;
eres mejor que la chusma ciudadana. De vez en cuando aparece alguien como tú, y
con el tiempo hemos aprendido cómo trataros. Firma por el bien de los dos, pues
yo seré ascendido a miembro de los concilios.
Reconozco que
esas palabras fueron una dolorosa tentación.
—¿Para qué? —dije—,
¿para que todo siga igual?
—¿Acaso no te
gusta este grandioso despacho? Mira esos cuadros de piel humana, están hechos
por uno de los artistas más caros de la ciudad. Para cada uno de ellos se han
tenido que detener varios relojes… tú ya me entiendes —dijo con una media
sonrisa.
—No, no lo
entiendo. ¿Dices que ha muerto gente con el mero fin de adornar tu asqueroso
despacho?
El presidente dejó de sonreír, se levantó de la silla
y señaló el contrato. Sus uñas pintadas de negro eran largas y puntiagudas.
Yo hice algo de
lo que aún me arrepiento: agachar la cabeza para leerlo. Porque cuando la volví
a alzar, él ya no estaba donde debería.
Se había ido,
esfumado, volatilizado.
Lo busqué sin éxito
por todas partes, armado con la palanca y temblando de pánico. Descubrí que la
puerta del despacho estaba cerrada, y deduje que tal vez fuese una trampa; una
manera de decirme que si no firmaba, no saldría de allí. Tras meditarlo un rato
firmé. ¿Qué otra opción tenía?
—Bien hecho,
neófito, quizá algún día nos encontremos en el alto mando.
La voz sonó
detrás de mí. Estaba cerca, mirando la ciudad a través del ventanal. Me daba la
espalda, así que aproveché para golpearle con la palanca en la cabeza usando todas
mis fuerzas. Su sangre me salpicó por completo. Yo pensé que moriría al
instante, pero, inopinadamente, me miró con los ojos desorbitados e intentó
quitarme el arma. Forcejeamos hasta que él, agotado, se rindió, sentándose por
última vez en su silla. Consiguió apoderarse de la palanca demasiado tarde, y
lo sabía, porque su vida se le escapaba de las manos. Su azoramiento dio paso
al odio más profundo.
—¿Qué has hecho? —dijo
entre terribles estertores.
Luego sonrió.
Quizá pensaba en lo que me harían los guardias o perdiese el juicio.
Lo ignoré y abrí el ventanal. Una brisa
reconfortante recorrió mi cuerpo. Él ya no podía hablar, pero irradiaba tanta
ira que podía sentirla.
Esperé a que
falleciese mirándole a los ojos, consciente de que los míos también se
apagarían pronto, y cogí una grabadora que se había caído de la mesa.
***
Y aquí estoy, sentado en el alféizar reflexionando sin parar
sobre lo que acabo de hacer; hablándole a esta grabadora como si fuese el amigo
que nunca tuve, ¿servirá para algo? Acabo de darme cuenta de que está rota,
pero no importa, porque nadie lo habría escuchado.
Tras quince minutos de espera, la luz del
despacho se ha vuelto carmesí y ha empezado a parpadear al tiempo que suena la
alarma de emergencia: los de seguridad no tardarán en venir.
He estado toda
mi existencia en el interior de un reducido vórtice. Es hora de atravesarlo; es
hora de saltar.
¡Menuda historia Orwelliana te has sacado de la manga! Me he entretenido bastante leyéndolo. Estoy viendo Stargate SG-1, por lo que el tema de las pirámides por doquier me ha parecido doblemente evocador.
ResponderEliminarTremendo lo de la grabadora rota, jeje.
Sí, es Orwelliana, aunque no era mi intención. Me parece que me dejé dominar por la historia... A ver si en los siguientes relatos tengo más control y consigo la atmósfera que quiero.
EliminarLo curioso es que empieza casi por el final xD.
El tipo no fue muy afortunado con la grabadora, no...
Muy buena serie ésa, es de las que más me gustan. Farscape también es divertida.
Me ha gustado mucho, transmite muy bien la desoladora vida en ese mundo alternativo.
ResponderEliminarFelicitaciones.
Gracias, Odiealex.
EliminarBuen relato corto.
ResponderEliminarInteresante por cierto la imagen que has usado de cabecera de la entrada. Me recuerda algo pero ahora no caigo.
Un saludo.
A lo mejor te recuerda a la pirámide y el ojo que se asocia a los «Illuminati».
EliminarSaludos.