miércoles, 9 de mayo de 2012

Vórtice



                                                                                                               
La sangre que recorre mi cara cae gota a gota en el alféizar del ventanal; veo los edificios como si alguien hubiese colocado ante mí un filtro rojo.
      Ya no hay retorno posible: debo irme. Volar y desaparecer. Tengo una férrea determinación que no está nublada por las dudas, y estoy solo; sin nadie que pueda impedir mi viaje.
      Exhausto, me siento al borde del abismo y miro hacia atrás. El cadáver sigue ahí, sentado en la mesa mientras me devuelve la mirada con una sonrisa hueca; tiene el cráneo roto, y sus manos crispadas sostienen la vieja palanca oxidada. Parece que aún me amenaza con ella.
     Tengo algo de tiempo para reflexionar; tiempo inapreciable, pues se trata del último. Así que decido aprovecharlo y enciendo la grabadora.

                                                                ***

Ya nadie recuerda cuándo se construyeron esas enormes pirámides que descuellan en cada ciudad, arañando al cielo con sus solemnes cumbres. Pertenecen a una ubicua corporación que, con el paso de los siglos, ha ido devorando a la sociedad en diferentes ámbitos hasta convertirla en su juguete.
      Se hacen llamar Pyramid —qué original—, y su emblema, una pirámide gris con una cara feliz en su base, puede verse en todas partes: carátulas de películas, libros, tiendas… Ese distintivo indica que la organización ha introducido publicidad que a veces intenta ser subliminal; hoy, el noventa y nueve por ciento de lo que puede adquirirse la lleva. Es insoportable, sobretodo cuando se escucha antes de las canciones descargadas. La música que la acompaña varía, pero el eslogan siempre es el mismo: «Pyramid, estabilizamos tu futuro».
      Yo sólo soy un adolescente que todavía asiste al instituto, sin embargo, no pude aguantar más la situación asfixiante generada por esa entidad colosal.
       Al principio intenté convencer a mis compañeros de clase; quitarles las vendas que cubren sus ojos. Fue en vano. Solamente leían aquellos libros del colegio atestados de publicidad insalubre; libros que les adoctrinaron desde primaria. Yo les mostré un par de tomos filosóficos sin emblema porque fueron comprados en el mercado negro, y no tardé en ser denunciado a la policía escolar, que los requisó e incineró sin pudor.
        Como el papel de lectura era ilegal fui llevado ante el director del centro. Las enormes proporciones de su despacho competían con las del aula más grande. De las paredes colgaban cuadros lóbregos con ilustraciones de las pirámides urbanas. Me fijé que, además, encima de su escritorio había un pisapapeles piramidal.
      Recuerdo tan bien el momento que puedo ver a ese hombre como si lo tuviese enfrente; despreciándome con el gesto de su rostro cetrino; escrutándome tras los delgados dedos entrelazados. Nunca se dejaba ver fuera de los muros del despacho, y pocos conocían su aspecto. Lo odié incluso antes de que hablase.
      —Por favor, toma asiento —dijo con una voz templada—. He sido informado de algo… alarmante. Si resulta ser cierto me veré obligado a tomar medidas severas, espero que lo comprendas.
      —Te han informado mal porque…
      Antes de que pudiese seguir me interrumpió con un movimiento brusco, luego se levantó de la cómoda silla acolchada y, contemplándose en el lujoso espejo barroco que tenía al lado de la mesa, se pasó varias veces un peine por el brillante pelo lacio y negruzco.
      —Escucha, hijo, debes tratarme de usted. Recuérdalo. Y no me han informado mal, así que espero una excusa lo suficientemente buena o de lo contrario serás expulsado una larga temporada. Si sólo fuese por el papel…, haría la vista gorda porque descansar de tanto dispositivo electrónico es sano; pero se trataba de material prohibido. Filosofía barata.
    »En el fondo estoy siendo benevolente, ¿no imaginas a dónde podrías ir?, ¿a quién podría denunciarte? Tu padre no va a estar a tu lado cada vez que cometas una infracción.
     —Te digo que…
      Los ojos del director me miraron como si quisieran partirme en dos.
     —Le digo que se han equivocado. Traía esos libros para hacer un trabajo sobre la edad oscura, ya sabe, cuando se estudiaba filosofía sin marcos de seguridad.
      —Una falacia interesante, quizá tus padres se traguen semejante sandez. Yo no. Sé quién eres, hijo, ve a contarle esos dislates a otros. ¿Es que no te han enseñado nada los inútiles que imparten clase aquí?
      —Sí, lo han hecho.
      El director señaló con el dedo pulgar la ventana de su despacho. Desde ella podía verse cómo una espesa lluvia caía sobre los paraguas de los viandantes. Más allá se elevaba la titánica silueta de la pirámide.
    —Ellos subvencionan todo esto. A cambio nosotros usamos sus productos de calidad a un precio irrisorio. ¿Qué te han hecho?
      Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiese detenerlas.
      —¿Qué no me han hecho?
      Entonces aquel tipo repulsivo se acercó a mí y me rodeó el hombro con su garra pálida. Usaba un perfume de marca Pyramid. Maldito miasma. Tuve que contener mis arcadas.
      —Te voy a dar una última oportunidad —susurró en mi oído—. Puedes irte.
      Antes de cerrar la puerta de su despacho escuché:
      —¡No hagas que me arrepienta!
      Menudo pesado.
      Al fondo del pasillo vi a mi ex novia. Me dejó hace dos semanas, y ahora iba acompañada por un chico bastante más afín a Pyramid que yo. Sentí ganas de gritar; de desahogarme violentamente con lo primero que encontrase, que al final resultó ser mi taquilla. Eso fue lo que me hizo reaccionar. Era necesario marcar un antes y un después. Sembrar la semilla que fuese el principio del fin para la organización. Algo que trascendiese. 
      No tuve ninguna idea.
     Sólo podía pensar en ir a casa y prepararme la anhelada comida, ya que el estómago comenzaba a emitir su grito lastimero; pero todavía quedaba una hora de clase. La asignatura era Civismo y empatía, es decir, cómo colaborar entre nosotros para ayudar al que nos tiende la mano: la organización.
      Decidí no asistir y enfilé hacia la calle, donde con toda probabilidad seguiría lloviendo intensamente. La policía escolar vigilaba la entrada principal, olvidándose de la angosta puerta lateral que daba al aparcamiento; eso me venía perfecto porque al que cogían intentando escapar lo encerraban en el cuarto de castigo: un sórdido habitáculo sin luz. Estuve dentro en una ocasión por tener, según ellos, rendimiento deficiente. Durante la apática reclusión creí que no era tan malo como se rumoreaba, hasta que se abrieron las puertas y una linterna reveló el estado del suelo. A pesar de que hice todo lo que pude para olvidarlo, aún guardo reminiscencias de ese inefable légamo en el que estuve tendido, el cual tenía vida propia porque se movía al compás de mis movimientos. Perdí la cuenta de todas las pesadillas que tuve debido a aquello.
      Salí afuera por la puerta lateral esperando toparme con alguien, pero hallé el aparcamiento vacío: la mayoría de los profesores ya se habían marchado, y los pocos estudiantes que poseían permiso de conducir tenían prohibido aparcar allí. El director usaba una plaza reservada junto a un acceso privado que llevaba directamente a su despacho, por eso casi nunca se le veía.
      De camino a casa procuré mojarme lo menos posible, porque mi madre se guardaba de hacer labores domésticas debido a su enfermedad: la televisión. Seguro que en estos instantes estaría viendo ese abyecto concurso cuyo nombre nunca consigo recordar, sólo sé que la organización está detrás de él; de alguna manera logran que sea adictivo, porque sus cotas de audiencia son desmesuradas.
      Mientras cruzaba una carretera se oyó un estrépito. Era uno de esos camiones de mercancías con el emblema de la pirámide sonriente; había patinado y muchas de las frutas que transportaba se encontraban ahora desparramadas por la carretera. Las miré embobado durante unos minutos, y entonces, repentinamente, supe lo que iba a hacer para atacar a la empresa. No sé por qué me vino la inspiración al ver aquello, pero daba igual. Pensé que al finalizar quizá tendría que inmolarme; aun así, merecía la pena.
      Cogí una manzana del suelo, la limpié en mi chaqueta y continué.
      Para evitar empaparme más de lo necesario forcé la marcha mientras le daba mordiscos fugaces a la manzana, aunque eso no consiguió atenuar el hambre.
      Empecé a ver cómo se perfilaba el edificio donde vivo: un coloso de veinte pisos que al lado de la pirámide parecía una anodina casita de campo. Aceleré el paso y llegué en un tiempo récord al portal, allí descansé unos minutos en las escaleras antes de tomar el ascensor hasta el sexto. Ningún vecino bajaba o subía porque se hallaban viendo el televisor, ya sea en un bar o en su casa; el resto trabajaban. Y casi la mitad de los pisos estaban vacíos porque la población se redujo durante las últimas décadas. Eso se debía a la mala calidad de los alimentos y la consecuente bajada de la esperanza de vida.
      Mi hogar constaba de cinco habitaciones, una ostentación inherente a los afortunados trabajadores de Pyramid.
      Pulsé el código de entrada y fui derecho a la cocina para vaciar la nevera. Podía escuchar la televisión, pero ni siquiera me molesté en saludar a mi madre porque no respondería. En cuanto quedé ahíto escudriñé el interior del armario de mi padre, que a esas horas siempre se divertía en el bar. Trabajaba de noche en la pirámide como señor de la limpieza, y su identificación me permitiría visitar los primeros pisos. En cuanto la tuve en la mano admiré su foto pensando en lo mucho que nos parecíamos: misma altura, pelo castaño, ojos claros… Estaba seguro de que lograría engañar a unos cuantos antes de ser capturado. Escogí una de las gabardinas de su armario, coloqué la identificación en mi cuello y salí al portal sin atreverme a ver por última vez las facciones demacradas de aquella adicta televisiva.
      Si desaparezco no creo que se dé cuenta, porque apenas es consciente de los que la rodean.
     Nada más salir del edificio sentí el influjo de la imponente pirámide, y no dejaba de preguntarme si el plan era una locura.
    Ese edificio característico de la organización prácticamente carecía de ventanas, porque sus muros estaban recubiertos de sofisticadas placas solares. De esa manera ahorraban energía y obtenían más ganancias. Sólo la cúspide, donde los altos cargos movían los hilos, tenía amplios ventanales desde los que se vislumbraba la distante y empequeñecida ciudad. Trabajar ahí debía ser como estar en el olimpo; si todo salía según mis cálculos pronto lo averiguaría.
     Arrebujado con la gabardina, dirigí mis pasos a la garita del guardia que vigilaba la entrada principal. Estaba tomándose un humeante café y parecía distraído, pero las apariencias engañan porque al pasar junto a él despertó de su letargo.
      —¡Identifíquese! —exclamó con denuedo.
      Durante un breve intervalo de tiempo sospeché que era el fin. Levanté la identificación con una delatora mano trémula.
      El guardia la miró por encima y abrió la puerta metálica de entrada al personal.
      —Viene temprano —dijo—. ¿Órdenes de arriba?
      —Sí.
      No le permití iniciar una conversación y me infiltré en la pirámide sin mirar atrás. Consciente de que ese acto conllevaba la pena máxima si era cazado.
      El primer piso era bastante común: pasillos angostos ornados con plantas e iluminados por cegadores fluorescentes que emitían un molesto zumbido. Me detuve junto al mapa que había al lado del turboascensor: si quería tener alguna oportunidad de adentrarme más, debía buscar el cuarto de la limpieza para cambiar la ropa que llevaba por el uniforme reglamentario. Fue fácil de localizar y no quedaba muy lejos. Durante el corto trayecto se cruzaron conmigo varias personas que no me prestaron atención, porque iban de aquí para allá cavilando en sus tareas; caminaban pesadamente y sus ojos estaban vidriosos, mas no se tomaban un descanso. Tras encontrar la puerta que buscaba y descender por unas escaleras interminables, entré sin problemas en aquel lugar hediondo atestado de escobas, botes de pintura, trapos sucios y un montón de insectos nauseabundos que chocaban contra la exigua luz de una bombilla oscilante. Qué asco. Mi padre no se molestaba en mantenerlo tan pulcro como lo de arriba. El uniforme colgaba de una percha carcomida y, por suerte, parecía en buen estado.
      Con él puesto, y un arma improvisada bajo la ropa, me encaminé de nuevo al turboascensor. En los primeros pisos no levantaría sospechas, pero mi destino quedaba un poco más lejos.
      De vez en cuando pequeños grupos de gente entraban y salían de él, por lo tanto tuve que disimular hasta tener la oportunidad de estar yo solo dentro, para ello me bastó con hacer mi papel sacándole brillo a la elegante maceta de un ficus.
      Pulsé el botón del último piso.
      No me hallaba preparado para lo que encontré cuando las puertas se abrieron.
      Todo rezumaba decadencia e iniquidad: paredes de color rojizo repletas de cuadros obscenos; figuras de ónice que representaban demonios; banderas del país con el símbolo de Pyramid.
    Era el despacho del presidente, que me recordó, en cierto modo, al del director; pero éste daba escalofríos.
      Bajo una formidable lámpara de araña que iluminaba la estancia con luz tenue, y tras una mesa en la que comerían cómodamente varias familias, había una singular silla negra de oficina con un respaldo de unos dos metros. Al estar encarada hacia el ventanal que tenía detrás, desconocía si en ella se sentaba el presidente; pero, por si acaso, extraje la palanca que llevaba escondida y me acerqué a hurtadillas. Agarré el respaldo, enarbolé mi arma, y giré la silla con vehemencia.
      Nadie.
      Ocupé el cómodo asiento dejando la palanca en la mesa. Y entonces el terror me enseñó sus colmillos e hizo que una pregunta acudiese a mi mente: ¿por qué tuve que venir?
       —¿Te gusta el trono? —inquirió una melodiosa voz que me sobresaltó.
      Provenía de un tipo que no vi al entrar, estaba de pie y con los brazos cruzados en una esquina dominada por la penumbra.
       —¿Quién eres? —pregunté irguiéndome.
      —Si no lo sabes juego con ventaja, porque yo sí sé quién eres tú: un alumno de instituto disfrazado de empleado.
      El hombre dio dos pasos al frente y se dejó ver. Aparentaba unos cuarenta años, vestía de una manera atávica que recordaba vagamente a un noble decimonónico, y llevaba una larga melena rizada. Su hierático semblante era pálido como el de un vampiro.
      Se sentó frente a mí en una de las sillas destinadas a los empleados que se reunían con él en su despacho.
      —¿Por qué crees que te he dejado llegar hasta aquí? Dime.
      —¡Eres tú el que vine a destruir! —exclamé.
      —Sí, pero antes escucha la propuesta que he de hacerte. Son órdenes de arriba.
      —¿De arriba? Pero si esto es el último piso.
      —Yo no tengo el honor de ser un miembro de los concilios supremos. Sólo dirijo esta pequeña pirámide… aunque poseo aspiraciones. Siéntate de nuevo y cálmate, luego podrás decidir.
      —No tengo por qué obedecerte.
      —Discrepo. Pero si quieres matarme hazlo rápido; adelante, no me moveré.
      Puse una mano sobre la palanca y sopesé las opciones. Luego volví a sentarme.
      —No tengo nada que perder si te escucho, aunque si veo algún indicio que me haga sospechar te arrepentirás, y será mejor que no vengan los de seguridad.
      —Esos incompetentes tienen órdenes de venir sólo en caso de que mis pulsaciones terminen. Presta atención: si quieres, el puesto de presidente es tuyo.
      Dicho eso se quedó en silencio deleitándose con mi visible perplejidad. Después se colocó unos anacrónicos quevedos y me acercó un contrato que estaba preparado encima de la mesa.
      —Irás recibiendo los conocimientos que necesites en los próximos meses, no te preocupes. Piensa en el poder que obtendrás. Te han escogido porque tienes pensamiento independiente; eres mejor que la chusma ciudadana. De vez en cuando aparece alguien como tú, y con el tiempo hemos aprendido cómo trataros. Firma por el bien de los dos, pues yo seré ascendido a miembro de los concilios.
      Reconozco que esas palabras fueron una dolorosa tentación.
      —¿Para qué? —dije—, ¿para que todo siga igual?
     —¿Acaso no te gusta este grandioso despacho? Mira esos cuadros de piel humana, están hechos por uno de los artistas más caros de la ciudad. Para cada uno de ellos se han tenido que detener varios relojes… tú ya me entiendes —dijo con una media sonrisa.
      —No, no lo entiendo. ¿Dices que ha muerto gente con el mero fin de adornar tu asqueroso despacho?
      El presidente dejó de sonreír, se levantó de la silla y señaló el contrato. Sus uñas pintadas de negro eran largas y puntiagudas.
      Yo hice algo de lo que aún me arrepiento: agachar la cabeza para leerlo. Porque cuando la volví a alzar, él ya no estaba donde debería.
      Se había ido, esfumado, volatilizado.
      Lo busqué sin éxito por todas partes, armado con la palanca y temblando de pánico. Descubrí que la puerta del despacho estaba cerrada, y deduje que tal vez fuese una trampa; una manera de decirme que si no firmaba, no saldría de allí. Tras meditarlo un rato firmé. ¿Qué otra opción tenía?
      —Bien hecho, neófito, quizá algún día nos encontremos en el alto mando.
      La voz sonó detrás de mí. Estaba cerca, mirando la ciudad a través del ventanal. Me daba la espalda, así que aproveché para golpearle con la palanca en la cabeza usando todas mis fuerzas. Su sangre me salpicó por completo. Yo pensé que moriría al instante, pero, inopinadamente, me miró con los ojos desorbitados e intentó quitarme el arma. Forcejeamos hasta que él, agotado, se rindió, sentándose por última vez en su silla. Consiguió apoderarse de la palanca demasiado tarde, y lo sabía, porque su vida se le escapaba de las manos. Su azoramiento dio paso al odio más profundo.
     —¿Qué has hecho? —dijo entre terribles estertores. 
      Luego sonrió. Quizá pensaba en lo que me harían los guardias o perdiese el juicio.
     Lo ignoré y abrí el ventanal. Una brisa reconfortante recorrió mi cuerpo. Él ya no podía hablar, pero irradiaba tanta ira que podía sentirla.
      Esperé a que falleciese mirándole a los ojos, consciente de que los míos también se apagarían pronto, y cogí una grabadora que se había caído de la mesa.

                                                                ***

Y aquí estoy, sentado en el alféizar reflexionando sin parar sobre lo que acabo de hacer; hablándole a esta grabadora como si fuese el amigo que nunca tuve, ¿servirá para algo? Acabo de darme cuenta de que está rota, pero no importa, porque nadie lo habría escuchado.
      Tras quince minutos de espera, la luz del despacho se ha vuelto carmesí y ha empezado a parpadear al tiempo que suena la alarma de emergencia: los de seguridad no tardarán en venir. 
     He estado toda mi existencia en el interior de un reducido vórtice. Es hora de atravesarlo; es hora de saltar.
   
                                           

6 comentarios:

  1. ¡Menuda historia Orwelliana te has sacado de la manga! Me he entretenido bastante leyéndolo. Estoy viendo Stargate SG-1, por lo que el tema de las pirámides por doquier me ha parecido doblemente evocador.

    Tremendo lo de la grabadora rota, jeje.

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    1. Sí, es Orwelliana, aunque no era mi intención. Me parece que me dejé dominar por la historia... A ver si en los siguientes relatos tengo más control y consigo la atmósfera que quiero.

      Lo curioso es que empieza casi por el final xD.

      El tipo no fue muy afortunado con la grabadora, no...

      Muy buena serie ésa, es de las que más me gustan. Farscape también es divertida.

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  2. Me ha gustado mucho, transmite muy bien la desoladora vida en ese mundo alternativo.

    Felicitaciones.

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  3. Buen relato corto.
    Interesante por cierto la imagen que has usado de cabecera de la entrada. Me recuerda algo pero ahora no caigo.

    Un saludo.

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    1. A lo mejor te recuerda a la pirámide y el ojo que se asocia a los «Illuminati».

      Saludos.

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