En España ha sido editada, hace unos años, por La factoría de ideas |
Siglo XXIII. La humanidad ha explorado parte del espacio exterior sin encontrar vida inteligente. Parece que, después de todo el camino recorrido, sólo hay planetas desiertos o con decepcionantes criaturas rudimentarias. ¿Somos los únicos hijos de las estrellas? ¿No existe nadie más? ¿Tenemos derecho a reclamar y terraformar todo lo que esté a nuestro alcance? Esas preguntas se tambalean cuando, al fin, llega a la tierra una lejana señal; demasiado lejana y enigmática, pero no deja de ser lo que es, no deja de indicar que existe otra raza tecnológicamente avanzada. Y Simeon Krug, un feroz empresario con mentalidad del siglo XIX, quiere comunicarse con esa raza. Para ello, sin escatimar en gastos, inicia la construcción de una inmensa torre destinada a convertirse en la mayor maravilla arquitectónica que se haya visto. Será objeto de culto incluso si no consigue su cometido.
Hablemos un poco de Krug: se trata de un tipo que comenzó siendo humilde, odió su paso por la enseñanza, y, tras dedicarse a estudiar por su cuenta, creó algo que supuso un cambio trascendental en la sociedad: androides, humanos sintéticos de piel carmesí que dejaron obsoletos a los sencillos robots. Como ya habréis imaginado, la demanda de un producto así resulta impresionante, y Krug es elevado al rango de genio. Se acabó el proletariado, se acabó la servidumbre, ¡han llegado los androides!
Esta nueva raza es la que se encarga de trabajar en la torre. Los androides levantan la superestructura mientras sufren numerosos accidentes; pero no les importa: van a regalarle algo inimitable a sus amigos, los humanos. Ni siquiera se manifiestan cuando Krug dice que espabilen, que vayan más rápido; están subyugados porque él es su dios, el creador.
Se nota que Silverberg es colega de Asimov, ¿verdad? Ambos sienten pasión por el mundo de los androides. (No uso el pretérito cuando hablo de Asimov porque aún vive, y seguirá viviendo mientras sea leído, al igual que tantos otros gigantes del género).
Silverberg se atreve, en La torre de cristal, a mostrar la sexualidad entre humanos y seres artificiales. Lo hace mediante Manuel, el disoluto hijo de Krug. Además de eso, la novela reflexiona sobre un tema que dará muchos quebraderos de cabeza en el futuro: ¿es ético construir «máquinas» de tal calibre? ¿«Máquinas» que hasta son capaces de tener su propia religión? Me imagino los encarnizados debates, incluso es posible que se cree un partido antimáquinas. Qué pena no poder verlo. Novelas como éstas son altamente aconsejables para aquellos a los que también les gustaría echar un vistazo a lo que vendrá.
¿Y qué manera de narrar tiene Silverberg? Puede intimidar un poco porque no deja de ser ciencia ficción dura —o eso creo, que a veces la línea no está muy clara—, con muchos palabros técnicos que suenan a chino; pero sus letras son actuales, frescas; sabe romper las normas de puntuación cuando conviene hacerlo y crear así atmósferas únicas que no hubiese logrado de otra forma. Domina los saltos temporales, por lo tanto, salvo unos escasos pasajes, La torre de cristal transmite la sensación de que la historia progresa rápido. Pienso que la novela sólo disgustará a los que aborrezcan estos temas, o a los que, simplemente, los tengan demasiado vistos. Si te gusta Asimov, su colega seguro que no te decepcionará. Aquí tienes otra opción.
«Mirad», quería decir Simeon Krug, «hace mil millones de años ni siquiera había hombres, solo un pez. Una criatura resbaladiza con agallas y escamas, y unos pequeños ojos redondos. Vivía en el océano, y el océano era como una cárcel, y el aire era como el tejado de esa cárcel. Nadie podía atravesar ese tejado. "Morirás si lo atraviesas", decía todo el mundo, y este pez lo atravesó y murió. Y hubo otro pez que lo atravesó y también murió. Pero llegó otro pez que lo atravesó, y fue como si su cerebro ardiera, como si sus agallas estuvieran en llamas, y el aire lo ahogaba, y el sol era una antorcha en sus ojos; y allí yacía él, en el lodo, esperando la muerte, pero no murió. Volvió arrastrándose a la playa y se metió en el agua y dijo: "Mirad, hay un nuevo mundo ahí arriba". Y allí volvió de nuevo, y se quedó quizá dos días, y después murió. Otros peces se preguntaron entonces cómo sería ese mundo. Y se arrastraron hacia la costa fangosa. Y allí se quedaron. Y aprendieron a respirar el aire. Y a ponerse de pie, a andar, a vivir con la luz del sol en los ojos. Y se convirtieron en lagartos, en dinosaurios, en lo que fuera que se convirtieran, y se quedaron millones de años. Y empezaron a levantarse sobres sus patas traseras, y usaban las manos para coger cosas, y se convirtieron en monos, y estos se volvieron más listos y se transformaron en hombres. Y en todo momento, algunos de ellos, unos cuantos, siguieron buscando nuevos mundos. Tú les dices: "Volvamos al océano, seamos peces de nuevo, así será más fácil". Y quizá la mitad de ellos estén dispuestos a hacerlo, más de la mitad quizá, pero siempre habrá alguno que diga: "¿Estáis locos? Ya no podemos ser peces. Somos seres humanos". Y no vuelven, siguen subiendo».
E.T, el extraterrestre |
Esta nueva raza es la que se encarga de trabajar en la torre. Los androides levantan la superestructura mientras sufren numerosos accidentes; pero no les importa: van a regalarle algo inimitable a sus amigos, los humanos. Ni siquiera se manifiestan cuando Krug dice que espabilen, que vayan más rápido; están subyugados porque él es su dios, el creador.
Mordor de noche. ¿Cuántos entenderían esa gracia antes del 2001? No muchos, sospecho |
Silverberg se atreve, en La torre de cristal, a mostrar la sexualidad entre humanos y seres artificiales. Lo hace mediante Manuel, el disoluto hijo de Krug. Además de eso, la novela reflexiona sobre un tema que dará muchos quebraderos de cabeza en el futuro: ¿es ético construir «máquinas» de tal calibre? ¿«Máquinas» que hasta son capaces de tener su propia religión? Me imagino los encarnizados debates, incluso es posible que se cree un partido antimáquinas. Qué pena no poder verlo. Novelas como éstas son altamente aconsejables para aquellos a los que también les gustaría echar un vistazo a lo que vendrá.
El autor explicando por qué tienes que leer todas sus obras |
«Mirad», quería decir Simeon Krug, «hace mil millones de años ni siquiera había hombres, solo un pez. Una criatura resbaladiza con agallas y escamas, y unos pequeños ojos redondos. Vivía en el océano, y el océano era como una cárcel, y el aire era como el tejado de esa cárcel. Nadie podía atravesar ese tejado. "Morirás si lo atraviesas", decía todo el mundo, y este pez lo atravesó y murió. Y hubo otro pez que lo atravesó y también murió. Pero llegó otro pez que lo atravesó, y fue como si su cerebro ardiera, como si sus agallas estuvieran en llamas, y el aire lo ahogaba, y el sol era una antorcha en sus ojos; y allí yacía él, en el lodo, esperando la muerte, pero no murió. Volvió arrastrándose a la playa y se metió en el agua y dijo: "Mirad, hay un nuevo mundo ahí arriba". Y allí volvió de nuevo, y se quedó quizá dos días, y después murió. Otros peces se preguntaron entonces cómo sería ese mundo. Y se arrastraron hacia la costa fangosa. Y allí se quedaron. Y aprendieron a respirar el aire. Y a ponerse de pie, a andar, a vivir con la luz del sol en los ojos. Y se convirtieron en lagartos, en dinosaurios, en lo que fuera que se convirtieran, y se quedaron millones de años. Y empezaron a levantarse sobres sus patas traseras, y usaban las manos para coger cosas, y se convirtieron en monos, y estos se volvieron más listos y se transformaron en hombres. Y en todo momento, algunos de ellos, unos cuantos, siguieron buscando nuevos mundos. Tú les dices: "Volvamos al océano, seamos peces de nuevo, así será más fácil". Y quizá la mitad de ellos estén dispuestos a hacerlo, más de la mitad quizá, pero siempre habrá alguno que diga: "¿Estáis locos? Ya no podemos ser peces. Somos seres humanos". Y no vuelven, siguen subiendo».