lunes, 17 de marzo de 2014

Cinco al cuadrado, diez


Hoy toca anécdota. Antes de decidirme a escribirla, le he dado muchas vueltas al asunto porque no sabía si iba a ser interesante: es una de tantas escenas infantiles que pueden causar lástima, nada especial. Empero, conecta con otra escena que sucedió años después, y esa conexión me ayudó, cuando era más joven, a sacar conclusiones útiles sobre la época inmadura que nos rodea.

Ya no recuerdo con exactitud qué edad tenía; once, quizá doce. Estaba sentado al final de la clase, soñando, seguramente, con llevar un gabán mientras resolvía algún crimen, acompañado de un bigotudo colega. El profesor de matemáticas notó mi distracción y me ordenó, con sonrisa de psicópata, que saliese al encerado. Yo sabía que la tormenta se desataría de una forma u otra, ya que ese profesor era aficionado a la vejación, a mofarse de esos pequeños cabroncetes díscolos que no le escuchaban. Solía caminar entre los pupitres, escrutándonos con unos ojos desviados a través de sus gafas gruesas; buscaba excusas para ladrar, y cuando te cazaba, no sabías si te echaba la bronca a ti o al de al lado.

El caso es que ahí me tenéis, ante la pizarra, de espaldas a mis compañeros y con Pitágoras cerca, sentado en su mesa. Me propuso unas cuantas potencias que yo resolví con rapidez, todas salvo la última, que era cinco al cuadrado: escribí diez en lugar de veinticinco. Él, al verlo, ensanchó aún más su sonrisa y me pidió que diese media vuelta; luego rogó silencio a la clase y me preguntó cuánto era cinco al cuadrado. Yo respondí «Diez» con aplomo. Y entonces ocurrió algo tan extraño, tan kafkiano, tan demente, que jamás he podido olvidarlo: el tipo se dejó caer encima de su mesa y se sujetó el abdomen mientras pataleaba en el aire como un dibujo animado. Sus carcajadas, acompañadas por las risas de mis compañeros, me ensordecieron. Pocas veces llegué a sentirme más solo, empequeñecido. Escuché esas risas durante mucho tiempo.

Siete años después, en el instituto, me llevé una sorpresa mayúscula. Un chaval resolvía, no sin dificultad, el ejercicio matemático que la maestra dejó escrito en el encerado. Yo no prestaba atención, pero mi sentido arácnido se activó cuando escuché «¿Cuánto es cinco al cuadrado?». Casi no podía creerlo: misma situación, misma pregunta; con la diferencia de que ahora me hallaba entre los espectadores. ¿Imagináis qué respondió el chaval? «Diez», eso dijo. Pensé que habría un aluvión de carcajadas, y el pobre chico regresaría, cabizbajo, a su asiento. No fue así: la profesora, que no se parecía en nada al bufón de antes, le explicó que había multiplicado cinco por dos en vez de cinco por cinco; lo hizo con calma, sin inmutarse, como si aquello no tuviese —y no la tenía— importancia alguna. Ni una risita, ni un leve murmullo. Silencio. El chaval asintió con la cabeza, agradecido, y terminó el ejercicio.

Eso hizo que interpretase la primera escena, la que me acosó durante años, de una manera distinta: el único culpable de aquella humillación fue el profesor. Los niños se rieron porque son niños; podrían haberlo hecho con cualquier otro. Ese tipo, profesional deficiente, se mofaba de sus alumnos para espabilarlos y que se esmerasen. La táctica sirve, por supuesto, sirve si crees que el fin justifica los medios. Yo aprobé matemáticas ese curso, y de paso aprendí lo que significa la palabra «odio». Si alguna vez te ha pasado algo parecido, pregúntate quién es el verdadero culpable, porque a veces no eres tú. El caprichoso azar pone gente de toda índole en tu camino.

Hace poco me crucé con el amigo Pitágoras. Como se ha operado, ya no lleva esas gafas gruesas, y tampoco desvía los ojos hacia Indonesia. Supongo que ahora podrá mirar fijamente a sus alumnos cuando ladre y bufonee, el muy hijo de perra.

8 comentarios:

  1. Un mal profesor es una losa, una condena. Y al revés, un buen maestro no tiene precio. Efectivamente, la segunda maestra no tenía complejos, ni dudas, ni fantasmas. Era normal.
    Como historia, me ha encantado. He disfrutado con el texto. «Diez». El mundo parece a veces un cable conectando dos auriculares.
    Saludos.

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    1. Recuerdo haber sido abofeteado por una maestra mucho antes de que pasase lo aquí narrado. La bofetada me dolió menos que esa humillación. Nadie se merece un trato así.

      Aquella profesora del instituto era fabulosa: las matemáticas pasaron de ser una tortura a un entretenimiento.

      Saludos, Igor.

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  2. Bufones como ese ha habido muchos y habrá otros tantos... Pero también profesores que hacen brillar esa chispa en sus alumnos... También los tuve y los recuerdo con mucho cariño.

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    1. Lo malo, Salci, es que nunca se lo he perdonado, y tengo que luchar contra los deseos de venganza. Menos mal que después el azar fue comprensivo y me dio profesores excepcionales.

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  3. Creo que todos tenemos fantasmas así. Yo al menos recuerdo la época de estudiante con mucha frustración. Recuerdo muchos profesores nefastos, crueles, indiferentes o incompetentes, y solo unos pocos geniales e inspiradores o, al menos, competentes. Es muy fácil culpar a los niños y a los chavales de los problemas que hay en las aulas... a veces me pregunto si el problema no serán las propias aulas, tanto como la manía de medir a todos por el mismo rasero sin tener en cuenta sus personalidades, capacidades o intereses. Este vídeo ya ha estado en tu blog o en el mío, pero vuelvo a enlazarlo: http://www.youtube.com/watch?v=qLEBAPA7yqo

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    1. Otro ladrillo en el muro, diría Roger Waters. Reemplazos de una estructura adecuada a la condición humana. La fisura está ahí, a la vista de todos; pero nadie quiere verla, como tampoco se veía a los invisibles esclavos griegos, o a esos niños indigentes retratados por Doyle o Dickens; esos niños que tenían suerte cuando un noble les arrojaba una moneda.

      No importa que unos pocos, como Asimov, señalen las fisuras. No interesa sellarlas a corto plazo. Venga, hagamos homogéneo lo heterogéneo, y olvidémonos de los que se ahoguen por el camino. Compite y consume, consume y compite. Sé el primero; el segundo no vale.

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  4. He visto cosas así demasiadas veces. Siempre hay un denominador común, el coplejo de inferioridad y la sobrecompensación. Esos tipos repugnantes suelen atacar a los más débiles (en este caso niños) para sentirse poderosos, mientras que siempre agachan la cabeza ante cualquiera que pueda ser superior a ellos.
    Siempre me han dado asco los cobardes, no saben qué es el honor.

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    1. Suscribo lo que dices.

      Me temo que el honor es un anacronismo. Conceptos como ése, que exigen sacrificio, son desechados porque la picaresca pide mucho menos, y da más beneficios materiales.

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